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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (54 page)

La mayor parte de la población amaba a su monarca, lo quería y lo estimaba como hombre justo y honesto. La leyenda de su fama de guerrero invencible, no en vano había derrotado por dos veces consecutivas a los infieles cristianos, sólo era comparable a su prestigio como hábil diplomático y experto negociador.

Sólo dos grupos se mostraban recelosos con el gobierno de Ibn Hud: los comerciantes y mercaderes, a los que constantemente se les estaba pidiendo tributos para sufragar los gastos del Estado, que rechazaban la política fiscal porque recaía demasiado sobre ellos, y los clérigos radicales, que repudiaban la política de conciliación y de permisividad religiosa de al-Muqtádir. Los más presionados eran los dedicados al comercio de la seda, las especias y la plata. El propio Yahya ibn al-Sa'igh, que había sido un entusiasta defensor del rey, había tornado sus elogios por veladas críticas. Yahya, al haberse frustrado su pretensión de complementar los negocios de orfebrería con los de pieles, debido a la expansión de los cristianos en la frontera norte, y acuciado por la presión fiscal sobre sus talleres y productos de azófar, cobre, bronce y plata, estimó que podría ser muy rentable dedicarse a comerciar con productos para tintes.

Una tarde, después de comer, se presentó en casa de Juan, acompañando a su hijo Abú Bakr. El eslavo lo recibió con amabilidad y mientras el niño realizaba una serie de ejercicios caligráficos, ambos hombres hablaron en el jardín:

—¿Cómo se encuentra vuestra familia? —preguntó Juan.

—Muy bien, muy bien. Mi hijo mayor, vuestro antiguo pupilo 'Abd Allah, ha ascendido a oficial de caballería en el ejército y pronto será comandante de uno de los batallones de la guardia real, ya sabes que siempre quiso ser soldado. El segundo, Ahmad, me ayuda en el trabajo y ya se hace cargo de los talleres de orfebrería. Tiene un gran sentido para los negocios. Mi hija mayor se casará con un hacendado de Huesca al que conocí en uno de mis viajes comerciales; es un hombre mayor pero honesto y virtuoso. A las demás les estoy buscando marido. Todas aportarán una buena dote al matrimonio. De Abú Bakr casi sabes tú más que yo. Es el orgullo de la familia, gracias a tus enseñanzas, sin duda. En cuanto al más pequeño —continuó Yahya, en tanto Juan, al oír la referencia a su hijo, agrandó el contorno de los ojos—, mi amado Ismail es la alegría de la casa. Corretea de un lado para otro sin cesar y sólo piensa en pelear. Hace unos días lo llevó su hermano mayor lo llevó montado en su caballo a dar un paseo por la Almozara y el niño vino henchido de contento. Tenías que haberlo visto cuando le puso en su cabecita la cimera y le dejó empuñar el sable que apenas podía levantar del suelo. Creo que también será soldado.

«Es la sangre del linaje de los Tir», pensó Juan.

—En cuanto a ti, ya sé que sigues ascendiendo en la corte. Creo que deberías trasladarte a una casa mejor y más grande. Esta no está mal, pero este barrio, y yo he nacido en él, no tiene la categoría que requiere la residencia de un funcionario de tu nivel. En la medina hay buenas casas y podrías mudarte a una de ellas. Yo mismo he comprado dos, cualquiera de ellas te serviría, y desde luego que te haría un precio especial de alquiler.

—Gracias Yahya, pero estoy muy bien aquí. El rey me permite vivir sin pagar ninguna renta y aunque no es de mi propiedad, es la primera vez que me considero en «mi casa» desde que dejé mi aldea de Bogusiav. Me encuentro a gusto y por el momento es más que suficiente para mí y mi criado. Estas paredes se han convertido en mi hogar y no voy a cambiarlo, al menos por ahora.

—Quizá cuando te cases y tengas familia…

—Quizá —asintió Juan.

—Pero bueno —continuó Yahya—, mi visita de hoy es de carácter profesional. Ya sabes que hace varios años intenté introducirme en el negocio de las pieles, que no cuajó a causa del avance de los infieles. Los tiempos que corren no son demasiado boyantes para la orfebrería: el oro es escaso, y casi todo el que entra en el reino es requisado para la corte, y la plata está alcanzando precios imposibles. Hace cinco o diez años cualquiera podía permitirse el lujo de tener un aguamanil, una jarra, un pebetero o un cofrecillo, pero los precios se han disparado de tal manera que sólo unos pocos están en disposición de adquirir objetos de plata. Incluso en las casas más ricas se está sustituyendo la vajilla de plata por la de loza dorada, la que llaman de reflejo metálico. Los tiempos cambian y para sobrevivir en este duro mundo de los negocios es preciso aclimatarse a esos cambios. Por eso creo que el comercio de productos de tintorería va a ser muy boyante. Los tintes son indispensables en la industria textil, e incluso en la doméstica. Si, como presagio, se acercan años de carestía y dificultades, casi nadie podrá comprar una cajita de plata, pero todos tendrán que seguir vistiéndose. Es probable que sus famélicas bolsas no les permitan cambiar de traje o de túnica, pero sí podrán teñirlos de otro color y salir a la calle con los mismos como si fueran nuevos.

—En verdad que vuestro olfato para ganar dinero no tiene igual —aseveró Juan.

—Imagínate si lograra importar tintes en tales cantidades que abarataran su precio y después en las tenerías de la ciudad se tintaran las gastadas camisas blancas de colores azules con el tinte añil del exclusivo índigo de Bagdad y del golfo Pérsico, las frías blusas de lino crudo con los elegantes granas y carmesíes de la cochinilla de Murcia y Marruecos, los apagados mantos de lana con el rojo encendido de la gomorresina de Alejandría o del palo de brasil de la India.

—Esos colores ya existen en los mercados y los tintoreros emplean otras sustancias para obtenerlos —alegó Juan.

—Sí, pero el rojo lo consiguen con el insecto quermes, que produce un olor desagradable y obliga a lavar los paños tintados varias veces y tratarlos con esencia de laurel, y no es tan exquisito ni tan duradero como el tinte de la cochinilla. El azul se obtiene de sales de metales que estropean a la larga los tejidos, volviéndolos débiles y quebradizos. ¿Y quién osaría teñir de rojo un paño de fina seda rayhaní o un lienzo de la seda ubaydí, importada desde Irak en exclusiva para las cortes, con una sustancia que no fuera la noble gomorresina? ¿Puedes imaginar lo que ganaría la famosa «tela zaragozana» si se le aplicaran estos cualificados tintes en vez de la vulgar agalla o el tanino de zumaque? —inquirió Yahya.

—No. No lo puedo imaginar. No soy nada experto en negocios.

—Yo sí, pero necesito información que tú puedes proporcionarme. Las modas de Oriente, tanto las de Constantinopla como las de Irak o Egipto, se trasladan a al-Andalus con un retraso de diez o quince años, y aún más. Me gustaría que me contaras cuál era la moda en Constantinopla cuando tú estuviste allí, así podría adivinar los futuros gustos de los andalusíes y adelantarme a su llegada.

Juan se acomodó en la silla de anea, tomó un pastelillo de miel de una bandeja que Jalid acababa de servir y dijo:

—No creo que la moda de Constantinopla sea del gusto de los zaragozanos.

—Los musulmanes siempre hemos imitado los buenos gustos de los pueblos que hemos conquistado, sus buenas costumbres, su buena arquitectura, su buena música, sus buenos oficios, su buena ciencia, su buena filosofía… Nuestra civilización, y te lo dice un hombre que no ha tenido estudios pero que ha sabido hacerse a sí mismo, se ha construido sobre lo mejor de cada una de las civilizaciones que nos han precedido allá por donde hemos pasado; esa es nuestra grandeza. Somos un pueblo ecléctico, por eso hemos triunfado y por eso sobreviviremos sentenció Yahya.

—Los romanos también eran un pueblo ecléctico. Decían asimilar lo de cada país, ciudad o Estado que conquistaban: la eficacia de la administración etrusca, la profundidad de la filosofía y del arte griegos, la grandeza de la historia y del ingenio de Egipto, el espíritu emprendedor de Cartago, la energía de los galos y los hispanos, e incluso intentaron comprar la vitalidad de los germanos, pero fracasaron y quinientos años después de su caída, de la gloria de Roma sólo quedan las ruinas en las que anidan las serpientes, crecen los matorrales y se ocultan los enamorados clandestinos.

—Tú sabes más que yo de historia y de letras, pero hazme caso en los negocios.

Juan le describió, lo más preciso que pudo y alegando que hacía ya algunos años de aquello, los vestidos y los colores que gustaban a los bizantinos: las camisas azafranadas y granas, las túnicas verdes y amarillas, los brocados en cenefas y en festones, los zapatos de colores chillones de aterciopelada piel de gamuza y tantos otros detalles que recordaba haber visto en sus salidas por las calles de la capital imperial o en el Hipódromo en las celebraciones de la fiesta del aniversario de la fundación de Constantinopla.

—Y una última cosa. En Valencia he entablado contactos con armadores genoveses y pisanos con los que estableceré pronto algunas sociedades para que en sus navíos traigan las sustancias de tintura hasta el puerto de Tortosa, desde allí las haré llegar a Zaragoza en barcazas por el Ebro; hay que abonar peajes en cuatro puntos del río, pero es mucho más barato y seguro que un viaje por tierra. Quisiera que me tradujeras al latín y al griego los contratos y la cartas de compra. ¿Lo harás?

—Por supuesto —asintió Juan.

—Sabía que no me ibas a negar este favor. Te lo agradezco. Ahora tengo que marcharme, mañana parto con mi esposa Shams a mi casa de campo, ya sabes, esa almunia que adquirí hace algún tiempo para retirarme a descansar. Estaremos allí unos días. Abú Bakr se queda en la ciudad para poder seguir asistiendo a tus clases.

—¿SSShams? —balbució Juan.

—Sí, Shams. Mi cuarta esposa. ¿Ya la has olvidado? La mujer de tu raza, ¡y qué mujer! —exclamó Yahya al levantarse de la silla—. Desde que murió mi primera esposa es la favorita de mi gineceo. Queda con Dios y que su luz te acompañe.

Juan permaneció sentado, incumpliendo las reglas de la cortesía del anfitrión, y fue Jalid quien tuvo que acompañar a Yahya hasta la puerta.

«¡Shams, Shams!», se repetía una y otra vez en su interior.

El nombre de la amada, su perfecto rostro ovalado, su cabello de rayos dorados desfilaban por su cabeza. Hacía ya cuatro años que no la veía; la vida transcurría tan deprisa…

El círculo de amigos de la antigua tertulia de al-Kirmani, Juan, Ibn Paquda, Ibn Buklaris e Ibn Hasday, alcanzaba día a día mayor influencia ante el monarca, que los veía como un grupo de jóvenes entusiastas, comprometidos con el progreso de su reino y desprovistos de los intereses mezquinos que otros pretendían lograr.

Estimaba mucho las charlas con Juan, a quien solía invitar a las abundantes fiestas que se celebraban en la corte, tanto las oficiales, como las privadas. La más festejada era la 'id al-fitr, en la que se conmemoraba el final del mes del ayuno en el que fue revelado el Corán, el sagrado ramadán, tras la aparición de la luna llena del mes de sawwal. Por su trabajo en el observatorio eran Juan y Abú Yafar los encargados de fijar el momento exacto de comienzo y final del mes del ramadán, y tras la verificación astronómica lo comunicaban al gran muftí de la mezquita mayor, que daba la orden a todos los alfaquíes para que fuera anunciado el comienzo del ayuno desde los alminares y los minbares de todas las mezquitas. La noche del día 27 del mes de ramadán, el noveno del calendario lunar musulmán, la mayor parte de los habitantes de la ciudad permanecían en vela. En la mezquita mayor se celebraba una solemne plegaria a la que asistía el rey con sus hijos varones. Después de la ceremonia, que se seguía con una especial devoción, estallaba un júbilo incontenible. Calles y plazas, zocos y mercados se convertían en espacio para la alegría y el regocijo. Tras un mes de ayuno, en el cual nadie podía comer, beber o tomar a hembra durante el día, mientras pudiera distinguirse a la vista un hilo blanco de un hilo negro, la comida y la bebida corrían a raudales. El propio al-Muqtádir ordenaba colocar unas tinas en la Almozara, frente al Palacio de la Alegría, con excelente vino dulce de Málaga y bandejas con galletas de harina y mantequilla.

La segunda gran fiesta era la de los sacrificios, la ‘id al-adha. En ella se recordaba el nacimiento del Profeta. Cada familia, o grupo de familias, sacrificaba un cordero y tomaba gachas de trigo cocidas con leche en recuerdo del primer alimento consumido por Amina, la madre de Mahoma, tras nacer éste. Una multitud ingente desfilaba por las calles entonando cánticos y lanzando al aire flores y pétalos de rosas en procesión hasta el oratorio al aire libre de la sari'a, la musalla, donde se realizaban plegarias y se elevaban oraciones al Altísimo.

A estas dos fiestas de carácter religioso, que se regían por el calendario lunar, seguían en importancia otras dos en función del calendario solar. El primer día de primavera, el 21 de marzo, se celebraba la fiesta del nayruz. Se conmemoraba el equinoccio primaveral con la entrada del signo zodiacal de Aries. Era sin duda una reminiscencia de fiestas paganas, probablemente dedicada en su día a la diosa Flora o a Venus o a quién sabe qué otra diosa de las muchas que adoraban los antiguos. Por eso los alfaquíes condenaban esta fiesta como pagana. La costumbre, sin duda heredada también de los antiguos, era intercambiarse regalos. A los niños se les entregaban pequeños muñequitos de terracota. Los alfareros cocían unas semanas antes diversas figurillas de animales, algunas articuladas con ingeniosos sistemas con alambres y cuerdecitas, e incluso pequeñas piezas de madera. Los más atrevidos, pese a la prohibición religiosa, fabricaban figurillas representando a seres humanos.

El solsticio de verano, el 24 de junio, se festejaba el nahrayán. Ese mismo día conmemoraban los cristianos la fiesta de San Juan y era frecuente ver confraternizando a miembros de las dos religiones, e incluso algunos cristianos no reparaban en invitar a comer a sus amigos musulmanes. El día más largo y la noche más corta del año se celebraban con una carrera de caballos en la Almozara. Cuando el sol estaba en su cenit, el gran visir, en nombre de su majestad al-Muqtádir, daba la salida de la competición. Solía participar casi medio centenar de jinetes y el recorrido alrededor del Palacio de la Alegría consistía en un circuito de cinco millas. El vencedor recibía una espada con la empuñadura de plata, una capa de lana azafranada y un diez por ciento de las apuestas que se cruzaban a su favor. Algunos años un jinete había logrado una verdadera fortuna gracias a su victoria. La gran carrera era tan popular que algunos gremios de la ciudad preparaban su propio caballo y jinete, pagando elevadas sumas por conseguir el mejor corcel y el mejor caballero. Después de la carrera había fiestas por las calles y las plazas, con comidas al aire libre. Los más ricos navegaban sobre las aguas del Ebro a borde de barcazas engalanadas con guirnaldas y banderolas. Amigos y familiares se intercambiaban regalos y enhorabuenas por el comienzo del estío. Muchas mujeres se mostraban ese día provocadoras y durante una jornada se rompía la rígida etiqueta social. Algunos, sobre todo los jóvenes, recorrían las calles embutidos y ocultos en los más disparatados disfraces. Esta costumbre era perseguida por el almutazaf y sus ayudantes, aunque sólo en las formas, pues estaba tan extendida que incluso algunos cadíes solían vestir ese día un disfraz poco acorde con su circunspecto cargo. Para dar la bienvenida al verano se tendían los vestidos al rocío, se regaban las casas y todo el mundo se bañaba en el río en la madrugada. Las mujeres exponían su rostro en las azoteas a la luz del planeta Venus, pues corría la leyenda de que así se hacían mucho más bellas y atractivas a los ojos de los hombres.

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