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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (55 page)

Algunos imanes encabezados por el intransigente 'Abd Allah ibn Alí, el mismo que había encabezado la revuelta contra los mozárabes en el invierno anterior a la reconquista de Barbastro y que había intentado crear una conjura contra al-Muqtádir tras nombrar a un judío como gran visir del reino, se dirigieron por escrito al rey solicitando que fuera rígido e inflexible con estas manifestaciones que atentaban contra la piedad de los buenos musulmanes y que pusiera toda su fuerza en prohibirlas, incluyendo en ello la costumbre de algunos creyentes de aceptar regalos y comida de sus amigos cristianos. La respuesta de al-Muqtádir se concretó en que el propio monarca recorrió las calles en compañía de algunos amigos y de varios guardias de su escolta disfrazado con una piel de león y sentó a su mesa a dos hijos del que fuera su visir, el cristiano Ibn Gundisalvo.

Juan siguió la costumbre popular y se presentó en casa de Yahya con varios regalos: en una cajita portaba dos pequeñas tortugas, el animal que simbolizaba la sabiduría, una para Abú Bakr y otra para Ismail. A su antiguo amo le entregó un cofrecillo con un peine, unas tijeras y una navajita que había adquirido en su viaje a Toledo y que nunca había empleado. Yahya, agradecido por aquel detalle, le agasajó con un espléndido capote de lino teñido de grana con cochinilla de la mejor calidad. Lo invitó a quedarse a comer y Juan aceptó esperanzado por si podía ver a Shams.

Estaba reunida toda la familia en el amplio salón que daba al patio en el que fluía incesante una fuente de agua y que acababa de ser reformado. El acceso se había decorado con nuevas yeserías y arcos, siguiendo la moda que el arquitecto malagueño había impuesto en el pórtico sur del patio central del Palacio de la Alegría; desde el suelo y hasta una de tres codos se había colocado un alizar de azulejos vidriados en verde y manganeso. Hombres y mujeres comieron en el salón, pero lo hicieron en dos grupos, los hombres al fondo y las mujeres en un lateral, tras un biombo de madera enrejada. El grupo masculino lo formaban Yahya y sus tres hijos mayores, el oficial de caballería 'Abd Allah, Ahmad y el jovencito Abú Bakr, además de Juan y dos primos de Yahya cada uno con dos hijos. En el grupo femenino estaban las tres esposas de Yahya, Shams, la bereber y Marian, la madre de Abú Bakr, y con ellas ocho o nueve mujeres más, que sin duda eran las hijas de Yahya y las esposas de sus hijos y primos. Como estaban en familia no se cubrían la cara con el velo y Juan podía entrever a través de la celosía el rostro de Shams. El travieso Ismail iba y venía de un lado para otro, picoteando un poco de la mesa de los hombres y otro poco de la de las mujeres, sentándose de vez en cuando en el regazo de Juan, a quien siempre llamaba tío.

En cuanto acabó la comida, el eslavo, alegando compromisos anteriores, se excusó y salió de la casa. Entre la multitud que recorría las calles alborozada, sintió que su estómago se retorcía; apenas pudo alcanzar un apartado y poco transitado callejón donde vomitó cuanto había ingerido. Continuó hasta su casa arrastrándose como un fantasma, con los ojos bañados en lágrimas y el alma partida en mil pedazos.

4

Al-Muqtádir, rodeado de una brillante plétora de consejeros, dedicaba todo su tiempo al cultivo de las ciencias y las artes y al goce de lujosas fiestas en su nuevo palacio o en la llanada de la Almozara. En las grandes festividades el rey patrocinaba desfiles de barcas por el Ebro, a bordo de las cuales se servían sabrosos manjares al arrullo de los sones de melodiosas orquestas y de los cánticos de delicadas cantantes. En su harén disponía de medio centenar de concubinas, protegidas por un grupo de fornidos eunucos africanos y eslavos. En el cuerpo de eunucos de Palacio sólo se admitían o negros de la piel más oscura o blancos de piel lechosa y pelo rubio, de altura igual o superior a tres codos y un palmo. Se creaba así un llamativo contraste entre las dos razas que al-Muqtádir gustaba de combinar como si se tratara de un elemento más en la decoración. Los eunucos negros vestían siempre telas inmaculadamente blancas, pantalones, chaleco y turbante de lino en verano y jubones de lana en invierno. Los blancos se cubrían con iguales prendas pero en color negro. En el gineceo había mujeres de todas las razas: blancas de nieve del norte de Europa, morenas de miel de la cuenca del Mediterráneo, cobrizas de ámbar de los países de Oriente y negras de azabache de la profunda África. Agentes del rey recorrían los mercados de esclavos en busca de las más hermosas doncellas para su soberano, siempre vírgenes y no mayores de veinte años. En verano retozaban en los jardines privados del Palacio de la Alegría, desnudas como huríes, aseadas y perfumadas en espera de que su señor eligiera a la afortunada para compartir su lecho. Las rencillas entre las mujeres del harén estallaban con frecuencia, pero los eunucos estaban siempre atentos para reprimir cualquier altercado y las culpables eran castigadas con severidad, en ocasiones incluso vendiéndolas en el mercado de esclavos a cualquiera que pujara por ellas. Todas eran bellísimas pero hasta la más hermosa hubiera palidecido ante Ingra, la dueña del corazón del rey de Toledo. Si al-Muqtádir hubiera sabido que aquella pelirroja, a la que nunca vio, había sido rechazada porque los astros indicaban que no era ése el momento oportuno para adquirir nuevas mujeres, más de un astrólogo hubiera perdido su mano, su pie y quizás hasta su cabeza, a pesar de que la escocesa no fuera virgen.

La biblioteca real casi se equiparaba en número de ejemplares a la de la mezquita mayor. Al-Muqtádir y su hijo Abú Amir estaban empeñados en que siguiera creciendo. Una mañana Juan fue requerido a audiencia por el rey. Se presentó a la hora señalada vestido con sus mejores prendas, como era la norma. Al-Muqtádir lo recibió en el patio principal y le comunicó que era su intención crear una escuela de traductores en su reino que recopilara los libros escritos en latín, en griego y en hebreo para ser vertidos al árabe. Había decidido que dicha escuela se instalara en la ciudad de Tarazona, una pequeña medina ubicada a unas cincuenta millas al noroeste de la capital, en las faldas del Monte Cayo, muy próxima a la ciudad de Tudela, que por entonces ya era la segunda del reino, sobrepasando a Calatayud.

—Tú eres el más indicado y el que tiene una mejor preparación para fundar esa escuela —le dijo al-Muqtádir—. He elegido Tarazona porque es un lugar pequeño, tranquilo, pero no muy alejado de las principales rutas de comunicación, y bien protegido en caso de un ataque cristiano. Pensé primero en Tudela, pero allílos judíos son numerosos y poseen una afamada escuela en la sinagoga mayor, en la que se forman sus mejores intelectuales. Voy a ordenar que algunos de esos maestros hebreos se desplacen a Tarazona y se incorporen al trabajo de traducción. Por último, esta pequeña ciudad fue sede de una catedral cristiana antes de que los creyentes la conquistáramos y guarda en su iglesia mozárabe muchos manuscritos antiguos en latín que habrán de ser traducidos. Prepárate para el viaje y elige a las personas de tu confianza que quieras que te acompañen. Si cumples como espero con estas órdenes, tu salario y tu rango en la corte subirán mucho.

En apenas un mes Juan estuvo dispuesto para partir. Tuvo que arreglar algunas cosas, despedirse de todos sus amigos, buscar un nuevo maestro de filosofía para Abú Bakr (el hebreo Ibn Paquda aceptó encantado continuar con la educación del joven una vez que Juan logró vencer las reticencias de Yahya porque su hijo fuera enseñado por un judío), finalizar algunos trabajos pendientes en el observatorio astronómico, del que seguiría siendo subdirector en excedencia, dejar resuelto el cuidado de su casa en su ausencia y adquirir algunas cosas para el viaje, que no era largo ni difícil, pero el regreso podría estar lejano.

Ibn Buklaris, Ibn Paquda y el propio príncipe heredero acudieron a despedir a Juan, que encabezaba una pequeña caravana compuesta por seis expertos traductores, diez soldados de la guardia real y ochos criados dirigidos por el fiel Jalid. Su único equipaje eran dos baúles de azófar que Yahya le había regalado del último modelo de cofre para ropa salido de sus talleres, y varias docenas de libros. Durante tres jornadas recorrieron el camino, en dirección noroeste; el Monte Cayo los guiaba como un inmutable faro de piedra. Al atardecer avistaron Tarazona.

La ciudad era pequeña y estaba encaramada en lo alto de una colina de conglomerados rojizos que se cortaba casi a bisel sobre el valle de un escuálido río llamado Queiles, famoso en la Antigüedad por la calidad de sus aguas para templar el acero, que surgía de las faldas del gigante montañoso y se abría paso entre desfiladeros y peñascales. Junto al río había un pequeño arrabal, de apenas tres docenas de casuchas de aspecto miserable, en torno a una humilde iglesita de mampostería, donde vivían los escasos cristianos que quedaban en la ciudad. Muros que asomaban entre montones de escombros cubiertos de maleza denotaban que había sido próspera en tiempos remotos. En la otra orilla estaba la medina, sobre la colina, y en los dos extremos dos arrabales, tan pequeños como el de la mozarabía, ocupados por musulmanes. Entre la medina y el río, al pie de una imponente fortificación que colgaba del cortado como un nido de águilas, se amontonaba el modesto barrio judío.

Juan se instaló en una pequeña pero lujosa casita de la medina y tomó a su servicio a una muchacha que haría las veces de sirvienta y de concubina. Su nombre era Aziza, pero Juan la llamaba siempre Asma, es decir, «hermosa». La muchacha era recatada y sencilla, pero en el amor se transformaba en una mujer ardiente y sensual. Fueron muchas las noches de placer que la joven amante le proporcionó al eslavo y constituyó una inestimable ayuda para soportar el tedio de los largos meses en aquella pequeña ciudad provinciana.

Jalid, que disponía de mucho tiempo libre, se aficionó a visitar el burdel mozárabe, en el que gastaba casi todo su dinero con prostitutas cristianas.

Juan compró una pequeña huerta a orillas del Queiles en la que había varios olivos, manzanos y melocotoneros. Algunas tardes, cuando el trabajo se lo permitía, encontraba un ejercicio extraordinario para la relajación en el cultivo de los frutales, e incluso aprendió a preparar la conservación de las frutas en almíbar y de las hortalizas en adobo. Las aceitunas las colocaba en un bote con agua caliente, sal y jarabe de granada, las cubría con hojas de hinojo y unos días después, cuando ya habían macerado, les añadía comino y orégano. También las preparaba con sal tostada y vinagre o bien lavadas con agua fría y después adobadas con aceite, sal, cilantro, alcaravea y orégano, añadiéndoles miel y vinagre. Siempre que visitaba su casa algún personaje, le ofrecía antes de la comida estas aceitunas, jactándose de envasarlas él mismo.

Algunos campesinos le aseguraron que las simientes mejoraban mucho si se guardaban en sacos de piel de lobo y que sus frutos se librarían de las tormentas devastadoras si se tomaba un cuerno de ciervo, se machacaba, se diluía el polvo obtenido en agua y se echaba sobre las semillas. En aquella agreste comarca la mayor parte de los pobladores, tanto musulmanes como judíos y cristianos, eran supersticiosos y siempre se defendían del mal de ojo o de los brujos y demonios con amuletos y fetiches. Creían que el majestuoso Monte Cayo era sagrado y que en sus umbrosas faldas habitaban genios enanos a los que no era conveniente importunar. Los judíos y los musulmanes apenas se atrevían a penetrar en los tupidos bosques de hayedos, robles y pinos y sólo los cristianos osaban adentrarse en ellos en busca de animales para cazar, sobre todo jabalíes, que los miembros de las otras dos religiones despreciaban como bestias inmundas. En las altas cabeceras de los pequeños ríos había algunas míseras aldeas habitadas tan sólo por mozárabes, que cultivaban huertecillos y pastoreaban rebaños de ovejas y piaras de cerdos que sólo ellos consumían.

Durante dos años Juan organizó con suma eficacia la Escuela de Traductores y consiguió crear un pequeño observatorio astronómico en lo alto del alminar de la mezquita de uno de los dos arrabales, desde donde siguió sus estudios sobre las estrellas. Sus principales colaboradores fueron varios sabios judíos que querían agradecer así la acogida que el rey les había prestado cuando emigraron a Zaragoza desde otras regiones de al-Andalus, de donde la intransigencia les había obligado a marcharse. Por la Escuela de Tarazona pasaron el literato y científico Abú-l-Hasán ibn al-Taqana, el poeta y gramático Leví ibn al-Tabbán y el polígrafo Mosé ibn Chicatella. El rabino zaragozano Leví ibn Ya'acob compuso una obra titulada La llave, que envió a Juan para ser traducida, así como un libro de poesía litúrgica y sagrada.

Las primeras obras que se tradujeron fueron las del filósofo hebreo Salomón ibn Gabirol. Este influyente pensador judío había nacido en Málaga, pero a la edad de tres años se trasladó con su familia a la capital de la Marca Superior, donde escribió la mayor parte de sus obras. Sus tres mejores libros, Selección de perlas, La corrección de los caracteres y Lafuente de la vida, que fueron escritos en árabe, se vertieron al hebreo y al latín y de ellos se hicieron copias para las principales bibliotecas de Zaragoza.

Numerosos ulemas musulmanes y rabinos judíos acudieron a Tarazona en busca de obras traducidas o aportaron libros para que fueran traducidos. El prestigio de Juan se extendió por toda la antigua Marca Superior y había quienes acudían tan sólo por conocer a aquel joven maestro que era capaz de traspasar las ideas de un idioma a otro sin que se perdiera la calidad literaria. En la Escuela de Traductores estudiaron personajes que años más tarde serían políticos de significada relevancia en el reino hudí: Walid ibn 'Abd Allah, futuro cadí de Zaragoza, Abú Marwán, que sería gobernador de la ciudad, Alí ibn Mas'ud, ilustre letrado, o Sahl al-Ansarí, poeta y katib para asuntos literarios que en Tarazona compuso un poema sobre el tema de la su'ubiyya, el movimiento de sentido nacionalista nacido como reacción a los alardes de la superioridad árabe frente a bereberes y muladíes.

En la Escuela se recopilaron todos los tratados de gramática que servían para consultar dudas de traducción y se comenzó a elaborar un manual de normas prácticas para los traductores, que Juan pensaba completar con la edición de un diccionario árabe-latín-hebreo. Para los textos judíos se usaba como libro fundamental la gramática hebrea, aunque escrita en árabe, del judío Abú al-Walid ibn Yanah, natural de Lucena, formado en Córdoba y refugiado en Zaragoza cuando estalló la fitna al final del Califato. Para las versiones en árabe, Juan optó por seguir las reglas gramaticales de la escuela de Bagdad introducidas en al-Andalus por el erudito murciano Ibn Sidah al-Mursí. Para el griego y el latín tuvo que elaborar él mismo unos apuntes recopilando en síntesis cuanto había aprendido en Constantinopla y en Roma.

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