El salón dorado (71 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

A mediados de 1093 los almorávides habían logrado conquistar todos los reinos de taifas salvo Albarracín, que estaba siendo acosado por el Cid, Zaragoza y Lérida, que junto con el señorío del Cid en el Maestrazgo configuraban los únicos territorios independientes entre los cristianos y los almorávides. El avance incontenible de Ibn Tasufín obligó a al-Musta'ín a cambiar de táctica. Parecía claro que sin la ayuda militar del Cid y con las espaldas acosadas por aragoneses y castellanos, los zaragozanos sucumbirían tarde o temprano ante los almorávides.

El intrépido Sancho Ramírez, rey de Aragón, había dado un golpe de efecto conquistando algunas villas y castillos junto a la costa mediterránea. Ocupó Peñíscola, Castellón y Oropesa, pero quedaban tan lejos de su reino que no parecía que fueran a ser conquistas duraderas.

Ismail fue destinado a la defensa de la frontera norte. Los aragoneses se mostraban cada vez más hostiles hacia Zaragoza y no dejaban de realizar algaras contra algunas aldeas y castillos. Desde sus férreas fortalezas de Loarre y Montearagón amenazaban con conquistar Huesca. Una rara sensación se estaba extendiendo entre los musulmanes zaragozanos; nadie podía describirlo con exactitud, pero un mal presagio flotaba en el aire.

Ibn Hasday seguía en su cargo de gran visir, pero el rey ya no confiaba plenamente en él. La situación del judío al frente de la corte era inestable y un acontecimiento inesperado vino a enrarecer todavía más la situación. El visir se había enamorado de una dama musulmana, hermanastra de al-Musta'ín. Su nombre era Banafsay, y en verdad que respondía al maravilloso color violáceo de su iris.

—No puedo quitármela de la cabeza. Es como una obsesión permanente. ¿Qué puedo hacer? —preguntaba angustiado Ibn Hasday a Juan mientras ambos paseaban por la alameda de la Almozara.

—Es una situación muy peligrosa. Sabes que por tu condición de judío no puedes acceder legalmente al amor de una musulmana, menos todavía si se trata de una princesa. La policía sexual vigila atenta que no se incumplan estas leyes, debes andar con mucho cuidado o… —Juan hizo una pausa.

—¿Oqué? —inquirió el visir.

—O convertirte al islam.

—¿Yo un musulmán? ¿Sabes que mi familia desciende por vía directa del profeta Moisés, el que guió a nuestro pueblo hasta la Tierra Prometida a través del desierto?

—Sé muy bien quién era Moisés. El islam también reconoce a tu antepasado como a uno de los grandes profetas y lo sitúa entre Abraham, Ismael, Isaac, Jacob y Jesús. En el Corán se cita su nombre unas cien veces y Dios mismo, su nombre sea alabado, le dijo: «¡Moisés! Con Mis mensajes y con haberte hablado, te he escogido entre todos los hombres. ¡Coge, pues, lo que te doy y sé de los agradecidos!».

—Yo también conozco el Corán —añadió Ibn Hasday.

—Recuerdo que hace muchos años, más de veinte, paseábamos por este mismo lugar y tú te detuviste para fijarte en unas muchachas que discutían al borde del sendero. Venían con nosotros Ibn Paquda y al-Mu'tamín.

—Sí, en aquella ocasión te dije que nunca renegaría de la fe de mis padres.

—Tu padre se hizo musulmán. ¿Crees que él renunció a la fe de sus mayores? ¿Crees que yo también lo hice cuando acepté ser musulmán? Recuerda cuanto nos enseñó el maestro. Al-Kirmani decía que lo importante era Dios, el dios único y verdadero, el principio creador del universo. ¿No has leído el libro de Ibn Paquda?; en los Deberes de los corazones nuestro común amigo, y judío como tú, nos ofrece una maravillosa lección —repuso Juan.

—Al-Kirmani era un buen pensador, pero mal matemático. Y en ocasiones, la vida es pura matemática: un judío más una musulmana significa la muerte —alegó Ibn Hasday.

—Eres tú quien debe decidir. Si el amor de esa muchacha significa tanto para ti, entonces abraza el islam, pero si tus raíces hebreas están por encima del amor, olvídala.

—¿Aeso le llamas decidir? —protestó Ibn Hasday.

—Nuestra capacidad de elección ha sido limitada por Dios y por los hombres, pero siempre tenemos un margen, ora estrecho ora más amplio, en donde podemos expresar nuestra libertad.

—¡La libertad! No es así como yo la entiendo.

—Los que nunca habéis sido esclavos jamás entenderéis el verdadero valor de la libertad —apostilló Juan.

Durante varias semanas Ibn Hasday sufrió una verdadera tormenta en su interior. Pero cuando supo que Banafsay le correspondía, su decisión fue mucho más fácil. El gran visir de Zaragoza, el orgullo de la comunidad judía de la Ciudad Blanca, se convirtió al islam entre las aceradas críticas de sus hermanos de raza y las de algunos de sus nuevos correligionarios. En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa; para la mayoría se trataba de una conversión motivada por intereses particulares. El poeta Ibn al-Dabbag, buen amigo suyo, le envió una carta en la que le recriminaba sus deseos de mantenerse en los altos cargos de la administración e incluso el de optar al de juez supremo de la comunidad musulmana, aun habiendo sido judío; le aconsejaba renunciar a todo cargo y tornar al camino de la humildad. Los judíos, que tanto lo habían admirado hasta entonces, lo despreciaron hasta tal punto que la pared de su casa apareció pintada con la palabra «traidor» escrita en hebreo.

Juan se esforzaba por convencer a cuantos denostaban a su amigo en su presencia de la respetabilidad de la decisión de Ibn Hasday, pero casi nadie le hizo caso. El rey Al-Musta'ín se encontraba en una tesitura de difícil resolución y ante el asombro de todos aprobó el matrimonio de su hermanastra, la princesa Banafsay, con su visir.

La boda se celebró en la intimidad de la casa de Ibn Hasday, una lujosa villa entre la muralla de tierra y la medina, en los alrededores de la puerta de Toledo. Sólo asistieron medio centenar de invitados, entre ellos Juan e Ibn Paquda, el único judío presente en el festejo.

Pero la ceremonia no acabó con los problemas, sino que todavía aumentaron más. Los detractores judíos de Ibn Hasday alegaban que no había habido ninguna razón religiosa en la conversión al islam del visir, sino que su boda con la princesa ratificaba la sospecha de que todo había sido consecuencia de su desmedida ambición; en esto mismo estaban de acuerdo los musulmanes.

—No tengo más remedio que prescindir de Ibn Hasday. La presión de mis visires es casi insoportable. La cancillería real no puede seguir dirigida por una persona que no goza de la simpatía de la inmensa mayoría de los altos dignatarios —comentó al-Musta'ín a Juan.

—Majestad, Ibn Hasday fue íntimo amigo de vuestro padre. Es sin duda quien mejor conoce la situación política y su capacidad de gobierno es extraordinaria. No podéis permitiros prescindir de él —observó Juan.

—Sí, reconozco todo eso, al fin y al cabo yo lo ratifiqué en su cargo, pero nunca he congeniado con él. Nuestras personalidades son distintas, creo que incluso contradictorias. Y sobre todo, la mayoría lo rechaza y un soberano no puede gobernar siempre contra la mayoría, so pena de convertirse en un tirano. Eso me enseñó mi padre.

—Vuestro padre y al-Kirmani fueron dos de los tres mejores hombres que he conocido —recalcó Juan.

—¿Quién es el tercero? —preguntó el rey.

—Se llamaba Demetrio, Demetrio Escopleustes. Fue mi preceptor en Constantinopla.

—¿Yo no te parezco mejor que ese maestro tuyo? —inquirió al-Musta'ín.

—Sois todavía muy joven, mi señor. Una vida ha de juzgarse al final de la misma.

—Pues a Ibn Hasday ya lo han juzgado. No tengo otra salida. He dispuesto que se marche de Zaragoza.

—¡Exiliado! —exclamó Juan.

—Bueno, no exactamente. Irá a Oriente como delegado mío. Se establecerá en El Cairo y actuará como embajador de la corte de Zaragoza ante el sultán de Egipto. Le pediré que nos mantenga informados de lo que ocurre allá y tú, Ibn Bajja, Ibn Paquda, Ibn Buklaris y cualquier otro de los intelectuales podréis solicitarle que envíe cuantos libros se editen allí y sean de vuestro interés. Nosotros remitiremos también los libros que aquí hagamos para que se difundan en aquellas tierras —resaltó el rey.

—¿Lo nombráis vuestro representante? —preguntó Juan.

—Muchos no lo aprobarán, pero se lo debo. Además está casado con mi hermana y por ello es mi cuñado —recalcó al-Musta'ín.

El día anterior a la partida de Ibn Hasday hacia Egipto se reunieron en casa de Juan ambos con Ibn Paquda e Ibn Buklaris.

—Comienza a romperse el grupo. Quién iba a pensar que por una mujer comenzaría nuestra desintegración, aunque se trate de una princesa de ojos violetas suspiró Ibn Paquda.

—No, querido amigo, yo seguiré en contacto con vosotros. Nos escribiremos con frecuencia. Ibn Bajja ya me ha encargado una montaña de libros y yo me llevo a Egipto dos cajas repletas de copias de los tratados de matemáticas de al-Mu'tamín, de los textos de filosofía de al-Kirmani, tus Deberes de los corazones y dos ejemplares de los dos primeros libros de Ibn Bajja. Más adelante me enviaréis los que vosotros estáis escribiendo. Puedo ser un puente hacia Oriente y confío en que me hagáis alguna visita. Vosotros dos —continuó dirigiéndose a Ibn Buklaris y a Juan— no habéis hecho la peregrinación a La Meca. Estáis obligados a ello como musulmanes pudientes; esa puede ser una ocasión inmejorable para conocer las tierras de la Biblia y del Corán.

—Cuídate mucho. En esta bolsa te he preparado varios frascos con pócimas y ungüentos; te servirán durante el viaje. Hay unas hojas en un saquito de cuero para que las tomes en infusión durante la travesía del mar. Tú nunca has navegado y estas hierbas evitarán que los mareos te inciten al suicidio —intervino Ibn Buklaris.

—Escríbenos en cuanto llegues a El Cairo. Creo que es una ciudad fastuosa. Un médico siciliano que conocí hace años me habló maravillas de ella. Se le encendía la mirada cuando decía que seguían en pie las grandiosas pirámides que para sus tumbas construyeron los faraones hace miles de años. Visítalas por nosotros —señaló Juan.

—Lo haré, amigos —asintió Ibn Hasday.

Al día siguiente se despidieron ante el portalón de la villa de Ibn Hasday. El que fuera gran visir de tres generaciones de reyes abrazó uno a uno a Ibn Paquda, a Juan y a Ibn Buklaris, subió a lomos de una mula parda y arreó a la acémila, que se puso en marcha seguida por una recua de varias mulas y asnos sobre los que viajaban la princesa de los ojos violetas y ocho sirvientes. Enfilaron el camino hacia Valencia, donde embarcarían en una nave rumbo a Alejandría.

4

El Cid seguía anclado en sus dominios de Morella, realizando de vez en cuando incursiones militares en la vega de Valencia, siempre con la excusa oficial de buscar comida para sus hombres y recoger las parias, pero en realidad inspeccionando el terreno para su futura conquista como hace años tenía planeado en secreto. Durante su estancia en Zaragoza había aprendido a manejar con igual destreza la diplomacia que la espada y merced a su habilidad política consiguió firmar la paz con el rey Sancho Ramírez de Aragón, actuando poco después como intermediario en un pacto sellado entre aragoneses y zaragozanos, e incluso consiguió que el propio príncipe de Aragón lo acompañara en una campaña realizada contra el rey 'Abd al-Malik de Albarracín.

Los pactos no solían cumplirse y el rey de Aragón decidió que era ya hora de dejarse de escaramuzas sin relevancia y lanzarse a conquistar la ciudad de Huesca. Una mañana de finales de primavera, con el ejército aragonés acampado ante los muros de Huesca, Sancho Ramírez recorría el exterior de las murallas buscando el punto más débil sobre el que lanzar un ataque masivo a fin de derribarlas y penetrar al asalto. El rey se confió demasiado y se acercó a menos de cien pasos de las almenas; se protegía con una tupida cota de malla, una coraza de acero franco, el más resistente, y un casco cónico. En un instante se detuvo y alzó el brazo señalando a los caballeros que lo acompañaban el lugar más propicio para el asalto; una certera saeta recorrió en un suspiro la distancia entre las almenas y el cuerpo de Sancho Ramírez y fue a clavarse bajo su axila; gravemente herido en el único lugar no protegido de todo el cuerpo, murió dos días después. Los aragoneses levantaron el sitio y se retiraron a sus campamentos de la sierra.

Ismail era uno de los defensores de la ciudad. Pocos días después de que los aragoneses abandonaran el cerco, logró un permiso y volvió a Zaragoza para pasarlo con su madre, a la que hacía ya casi un año que no veía. En el campo de la Almozara, el ejército realizó una demostración ecuestre y Juan pudo presenciar desde la tribuna construida para los altos dignatarios las evoluciones de su hijo Ismail, que gracias a su valor en una escaramuza con los cristianos en las cercanías de Huesca había sido elevado al rango de arif y mandaba un escuadrón de caballería de cincuenta hombres.

La muerte del rey de Aragón brindó al Cid la excusa definitiva para sentar las condiciones para el asalto final sobre Valencia. Durante todo el invierno y la primavera anterior había hostigado sin cesar a los valencianos, apoyándose en su poderoso ejército mercenario de más de diez mil hombres, y seguro de sus fuerzas sitió la ciudad. En Valencia gobernaba un personaje llamado Ibn Wayib, firme partidario de los almorávides, que había logrado el poder tras deponer al cadí Ibn Yahhat, el ejecutor de al-Qadir. Durante el asedio, los valencianos, rendidos por el hambre y el terror, devolvieron el poder a Ibn Yahhat con el encargo expreso de negociar la rendición ante el Cid.

Las conversaciones no llegaron a ningún acuerdo y el Cid apretó el cerco, colocando almajaneques frente a las murallas. La situación se tornó trágica para los sitiados; sin esperanza de ayuda inmediata, pues el ejército almorávide se hallaba en África, y carentes de alimentos, devoraron ratas, perros y carroña, e incluso se dieron casos de antropofagia: cadáveres y niños pequeños indefensos fueron comidos por los desesperados valencianos, que entre sufrimientos horribles decidieron rendir la ciudad tras solicitar el amán. El Cid entró victorioso al fin al frente de sus tropas en la depauperada Valencia. La ciudad fue rendida por Ibn Yahhat, a quien Rodrigo mantuvo en su cargo, lo que fue contemplado por la mayoría de los valencianos como una traición de su juez.

La mezquita mayor fue consagrada como nueva catedral cristiana en cuanto se ocupó la ciudad y el Cid nombró obispo a Jerónimo, un clérigo cluniacense originario de la región franca de Périgueux, cuya designación fue mal vista por los mozárabes valencianos, quienes lo rechazaron por intentar sustituir el ancestral rito hispano por el romano. Pese a ello, el Cid ratificó a Jerónimo, quien adulaba a Rodrigo mediante la redacción de poemas en los que glosaba de manera épica la figura del caballero castellano. El Cid, halagado porque estaba escribiendo un largo poema en el que narraba en un encendido tono épico y cuajado de gloria las aventuras del paladín de Vivar, protegía al monje cluniacense.

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