El salón dorado (73 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Tal y como estaba acordado, una semana después de la batalla los musulmanes entregaron Huesca y el rey Pedro, acompañado por el arzobispo de Burdeos, entró victorioso en la que iba a ser desde entonces la más importante de las ciudades del pujante reino de Aragón.

Maltrechos, agotados y hundidos, los escasos supervivientes del ejército hudí regresaron a Zaragoza entre profundas manifestaciones de duelo popular. Centenares de mujeres se lanzaron a las calles vestidas unas de blanco y otras de negro, con los rostros descubiertos y arrojándose cenizas y polvo sobre sus cabezas. Desgarradores quejidos y angustiosos lamentos se escuchaban por todas las casas y en las mezquitas los cadíes y los alfaquíes no cesaban de recitar versículos del Corán referentes a la aceptación de la voluntad de Dios.

Cuando se enteró de la derrota y de la muerte de su hijo, Juan corrió a casa de Shams. Tan sólo con mirarlo, ella supo lo que había pasado. Con el rostro desencajado, intentado gritar sin que un solo sonido emitiera su garganta, Shams se desplomó inconsciente en brazos de su amado.

—Muerto, nuestro hijo muerto. Ismail, Ismail —repetía Shams con los ojos fijos en la nada una vez recuperada de su desmayo.

—Debería haber estado a su lado. Quise ir, pero Su Majestad no me dejó, ¡no me dejó! —se lamentaba Juan entre sollozos.

Shams sufrió una nueva recaída y su cuerpo se desmadejó como el de una mariposa ajada. Juan ordenó a uno de los criados que acudiera presto en busca de Ibn Buklaris. El médico de la corte se presentó poco después.

—Ha sufrido un golpe muy duro. La encuentro enormemente afectada. Le he hecho beber una infusión de hierbas para que se tranquilice y espero que reaccione —comentó Ibn Buklaris.

—¿Crees que se recuperará? —preguntó Juan.

—Ahora sólo está en manos de Dios —dijo el hakim.

Incapaz de superar el drama de la muerte de su hijo, una semana después moría Shams. Su vida se fue apagando como una lámpara a la que se le consume el aceite sin que nadie lo reponga. Cuando expiró el último aliento, Ibn Buklaris se encontraba al lado de Juan, al pie del lecho.

—Ha muerto —anunció secamente el médico.

—Mi amor, mi amor —balbució Juan postrado de rodillas junto a su amada.

Pese a la muerte, el rostro de Shams parecía el de una joven apaciblemente dormida. Sus finos labios rosados estaban frescos y brillantes como en su juventud y el color pálido de sus mejillas no había perdido la tersura. Sólo faltaban sus ojos, aquellos deliciosos ojos marinos, ahora ocultos bajo los cerrados párpados.

La enterraron en el cementerio de la puerta de Toledo. Era un triste día de finales de otoño. El cielo estaba cubierto por una densa capa de nubes plomizas y el frío cierzo del noroeste raía los rostros de las siete personas que asistían al sepelio. Dos enterradores depositaron el ataúd en una fosa enmarcada por una caja de ladrillos y comenzaron a cubrirlo con tierra. Colocaron unas lajas de pizarra encima y asentaron cuatro cipos de caliza, uno sobre cada una de las cuatro esquinas de la tumba. Juan no quiso que se colocara ninguna lápida, tan sólo una simple estela en la que de un punto central salían varias rayas a manera de una representación esquemática del sol, que era el significado del nombre árabe de Shams. No había plañideras profesionales, ni familiares, ni alcahuetes, ni chismosos, sólo Juan, su criado Jalid, Ibn Buklaris, Ibn Paquda, Ibn Bajja y los dos enterradores. Juan permaneció largo rato inmóvil y en silencio.

—Vamos amigo —le dijo al fin Ibn Paquda cogiéndole por el brazo—, aquí ya no podemos hacer nada; te acompañaremos.

En la casa del arrabal de Sinhaya Jalid les preparó unos cuencos de leche caliente con miel y almendras.

—Era mi amor, mi único amor —sollozaba Juan.

—Ya lo sabíamos —apostilló Ibn Buklaris—. Toda la ciudad lo sabía. Estábamos esperando que de un momento a otro nos lo revelaras, pero nunca lo hiciste.

—Había sido la mujer de Yahya, mi antiguo amo, no me atrevía… Él se portó bien conmigo. Queríamos casarnos pronto, esperamos demasiado —balbuceó Juan.

—Mi padre lo hubiera entendido. Creo que si pudiera te agradecería lo que hiciste por su viuda y por su hijo. Tú los cuidaste y los protegiste —intervino Ibn Bajja.

Juan estuvo a punto de desvelar su gran secreto. Al oír a Ibn Bajja estuvo tentado de anunciar que Ismail era su hijo, suyo y de Shams, pero se contuvo. No hubiera servido sino para confundir las cosas y quizás alterar las buenas relaciones con Ibn Bajja, su alumno, a quien desde niño había educado como no pudo hacerlo con su propio hijo. En cierto modo, Ibn Bajja era ahora su única familia y a través de él seguirían vivas las enseñanzas de Demetrio Escopleustes, de León de Fulda y de al-Kirmani.

5

Desde la muerte de Shams y de Ismail, Juan se dedicó en exclusiva a su trabajo en el observatorio astronómico y en la biblioteca del Palacio de la Alegría; era la única manera de huir del martirio a que había sido sometido su maltrecho y dolorido corazón. Ibn Buklaris le ofreció prestarle alguna de sus más jóvenes y expertas concubinas, pero Juan lo rechazó amablemente. El proyecto de fundar una universidad como la de Bagdad se había frustrado por el momento, pero intentó paliarlo mediante la creación de una pequeña escuela para media docena de alumnos aventajados que tendría su sede en Palacio. Juan formaría con ayuda de Ibn Bajja, que había sido nombrado por al-Musta'ín subdirector del observatorio, un núcleo de astrónomos a los que enseñar cuantas cosas él había aprendido con Demetrio, con al-Kirmani, con Abú Yafar y con al-Zarqalí. Consiguió del rey la dotación de seis becas para estudiantes y convocó un concurso para designar a los seis elegidos.

Tras varias entrevistas con los poco más de cincuenta solicitantes, fueron seleccionados cuatro jóvenes estudiantes musulmanes y dos judíos. De los seis, pronto destacó por sus conocimientos y dedicación al estudio un judío de Huesca llamado Mosé Sefardí, que con más de treinta años era el mayor de los alumnos. Mosé Sefardí destacó en el manejo del astrolabio y el cuadrante, convirtiéndose pronto en un experto. Sus conocimientos de filosofía eran así mismo muy profundos y pasaba largas horas conversando con Ibn Paquda sobre la unidad de Dios, que el filósofo judío consideraba que se debía confesar de palabra y de corazón y con toda la sabiduría del hombre como lugar de partida de cualquier inicio en el camino del conocimiento, y con Ibn Bajja, con el que polemizaba sobre cuestiones de astronomía y matemáticas. Pese a que pertenecía a una vieja familia hebrea asentada hacía muchas generaciones en Huesca, no parecía mostrar demasiado apego a las costumbres de su pueblo y se mostraba en cuestiones religiosas más bien pragmático.

Ibn Buklaris, que solía acudir todas las semanas a las tertulias a casa de Juan, publicó un libro de farmacología que dedicó al rey al-Musta'ín. Era un tratado con las páginas distribuidas en columnas en las que se describía cada droga, su nombre, su naturaleza y grado, características y sus sinónimos en otras lenguas. Había podido terminarlo gracias a los materiales bibliográficos que desde Egipto le remitiera Ibn Hasday, quien no cesaba de enviar todo tipo de libros y noticias. Ibn Paquda, que estaba corrigiendo la edición definitiva de un libro titulado Reflexiones sobre el alma, en el que exponía todas sus teorías neoplatónicas, apreció muy especialmente el envío del tratado del gran filósofo al-Razi, Disertación sobre la Metafísica, del que ordenó que le hicieran una copia antes de que se depositara en la biblioteca palatina. Cada vez que se recibía una carta del antiguo gran visir se comentaba en la tertulia y se le hacía llegar un resumen de lo tratado.

Los tres años que siguieron a la conquista cristiana de Huesca fueron de calma casi absoluta y Juan se dedicó a continuar su varias veces interrumpida enciclopedia de astronomía. El ejército hudí había quedado diezmado y sólo podía permanecer a la defensiva. Los aragoneses dedicaron todos sus esfuerzos a asentar las conquistas logradas y organizar los territorios ocupados. Por primera vez poseían amplias tierras de cultivo, con complejos sistemas de regadío y de distribución de agua desconocidos para ellos hasta entonces. Su única ciudad hasta la conquista de Huesca era Jaca, una pequeña ciudadela sobre una colina fortificada al pie de los Pirineos en cuyo interior no vivían sino mil almas.

Huesca era cinco veces mayor y disponía de varios baños, palacios y mezquitas. Muchos de los conquistadores nunca habían visto nada similar. Algunos habían oído describir a sus padres cosas parecidas cuando se ocupó de manera efímera Barbastro, pero la mayor parte jamás había contemplado con sus ojos algo semejante.

Los almorávides siguieron manteniendo la defensa de al-Andalus durante aquellos tres años, pero el Cid les imponía demasiado. Las leyendas que corrían acerca de su fuerza eran creídas de tal modo por los musulmanes que todos le suponían invencible. Por ello, los almorávides habían centrado todos sus esfuerzos militares contra Castilla y estaban preparando la reconquista de la ciudad de Toledo. Pero el Cid murió en Valencia el 10 de julio de 1099 a los cincuenta y seis años, y al desaparecer el talismán que protegía a la cristiandad, los almorávides se reorganizaron con propósito de reanudar la guerra santa. En todas las mezquitas del Magreb se llamó a la yihad y centenares de guerreros de las cabilas de Berbería se levantaron en armas a las órdenes de Yusuf ibn Tasufín, Poco después ocuparon Lérida y destronaron a Sulaimán.

Por todas partes crecía el odio entre cristianos y musulmanes. Incluso los mozárabes zaragozanos volvieron a tener problemas y de no haber sido por la enérgica reacción de al-Musta'ín se hubiera vuelto a repetir la matanza de años atrás. Los musulmanes se mostraban muy excitados ante las noticias que llegaban desde Tortosa. Los mercaderes no cesaban de anunciar que un formidable ejército cristiano formado por contingentes de los reinos más poderosos de Europa había partido hacia Oriente por orden del papa, quien desde Roma no cesaba de incitar a los cristianos a la guerra santa contra el islam. Aquello podía significar un respiro para los andalusíes. Hasta entonces, la atención de los cristianos se había centrado en las tierras de al-Andalus, pero ahora el papa hacía de Palestina el nuevo territorio de cruzada. Algunos combatientes cristianos que venían luchando en la frontera hispana se marcharon en cuanto se enteraron del llamamiento para arrebatar Jerusalén a los musulmanes.

Todo un mundo parecía desmoronarse. El otrora poderoso e invencible Imperio islámico no era sino un conglomerado de reinos, emiratos y califatos autónomos que pugnaban por sobrevivir aun a costa de acabar con sus propios hermanos. Un viejo imán chiíta llamado Hassán había fundado en las montañas del norte de Persia una secta de fanáticos, los Asesinos, a los que mediante drogas se les anulaba su voluntad, que pasaba a ser dominada por el que todos conocían como el Viejo de la Montaña. El espíritu de cruzada y de revancha de los cristianos y el fanatismo y la saña criminal de la nueva secta chiíta anunciaban tiempos de guerra, de sangre y de muerte.

El 15 de julio del año cristiano de 1099 los caballeros cruzados de Cristo conquistaron al asalto Jerusalén. A principios de la primavera del año siguiente un comerciante de lana recién llegado desde Túnez dio a conocer en Zaragoza la caída en manos de los cruzados de la que era ciudad santa para las tres religiones. En todas las mezquitas se rezaron plegarias destinadas a la memoria de los musulmanes muertos en defensa de la urbe desde la que el profeta Mahoma había ascendido a los cielos.

Pero acontecimientos más terribles, al menos por su proximidad, iban a producirse. Al año siguiente de la pérdida de Jerusalén se cebó una epidemia de peste con los zaragozanos. Murieron más de mil personas, entre otros Ibn Paquda, Ibn Buklaris y el juez supremo Jalf ibn 'Abdarí, a quien Al-Musta'ín apreciaba tanto que acudió varias veces a su casa a visitarle en tanto duró su enfermedad e incluso, en contra de la costumbre, asistió al entierro. Ibn Buklaris e Ibn Paquda fueron enterrados cada uno en el cementerio de su comunidad; Ibn Paquda en la necrópolis judía del camino del noroeste e Ibn Buklaris, de costado y con la cabeza en dirección a La Meca, en el cementerio islámico de la puerta de Alquibla. Ambas tumbas estaban muy lejos, a varias millas de distancia, pero Juan rompió en pedazos una jarrita de barro y distribuyó los fragmentos entre las dos sepulturas.

Juan e Ibn Bajja acudieron a los dos sepelios, casi simultáneos, como únicos representantes del que había sido el grupo de intelectuales más brillante e influyente de la reciente historia del reino de Zaragoza. Con Ibn Hasday en Egipto, de la cadena de sabiduría transmitida por al-Kirmani sólo quedaba Juan y a través suyo Ibn Bajja, su alumno aventajado, al único que consideraba lo suficientemente preparado como para mantener vivas las enseñanzas del maestro y el espíritu tolerante y abierto de los Hermanos de la Pureza.

—Nos hemos quedado solos —se lamentaba mohíno Juan—. Estamos al final de un tiempo, de una era. La agonía de nuestro reino durará cinco o tal vez diez años más, pero el futuro ya no depende de nosotros.

—Todavía es posible vencer. Los almorávides son poderosos y fuertes, una savia nueva para rejuvenecer a este envejecido y débil al-Andalus —alegó Ibn Bajja.

—Los almorávides tampoco podrán resistir mucho tiempo a los cristianos. Su espíritu inicial, puro y desinteresado, está comenzando a corromperse. Algunos de sus generales, antaño frugales, sobrios y austeros como el desierto del que proceden, se han relajado ante los placeres que ofrecen los palacios andalusíes. Me temo que no tardarán mucho tiempo en sucumbir a la molicie y a la vida disipada.

—¿Crees entonces que no tenemos esperanza? —preguntó Ibn Bajja.

—¿Esperanza? Yo siempre la tuve, ¿cómo si no hubiera podido resistir la esclavitud? —se interrogó Juan.

—Si los cristianos conquistan Zaragoza tendremos que marcharnos, abandonarlo todo, nuestras casas, nuestras fortunas, cuanto es ahora nuestra vida,…

—Yo dejé todo, también obligado, hace muchos años. Tenía una familia, una casa, unas tierras, una vida que estaba comenzando. Aprendí a empezar de nuevo, y no una, sino varias veces. Ahora tengo cincuenta y cinco años y he vivido lo suficiente para saber que es posible iniciar una nueva vida, en otro sitio, en otra ciudad, en otro país. Estamos a merced de la voluntad de Dios; sólo Él, su nombre sea alabado, sabe nuestro destino —reflexionó Juan.

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