El salón dorado (77 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de partidarios proalmorávides siguió creciendo en Zaragoza y se organizó un importante grupo de ciudadanos, encabezados por varios imanes, que propugnaban la entrega del reino al emir Alí ibn Yusuf. En las calles de la ciudad se enfrentaron en virulentas peleas los dos bandos: el que propugnaba la sumisión al poder africano a cambio de protección y de mantener a Zaragoza dentro del islam y los defensores de la independencia y la libertad de la taifa de los Banu Hud. En las tertulias, la astronomía, la teología, la filosofía y la gramática dejaron paso a las discusiones políticas.

—Nuestra única solución es que los almorávides se hagan cargo del reino. Somos la única taifa independiente que queda en al-Andalus. La historia nos ha demostrado que las taifas que han intentado mantener su autonomía han sido engullidas por los cristianos; nosotros ya hemos perdido Huesca, Barbastro y Ejea, y si seguimos aislados pronto perderemos Zaragoza. Los almorávides derrotaron a los castellanos hace años en Zalaca y ahora en Uclés; han traído la añorada unidad al occidente musulmán y contra sus ejércitos nada pueden los cristianos —así se expresaba Abú ibn Utmán, miembro del partido almorávide e imán de la mezquita de la puerta de Alquibla.

—No nos hizo falta ninguna ayuda en tiempos de al-Muqtádir ni de al-Mu'tamín, Debemos recuperar la energía que antaño nos hizo fuertes y poderosos. La historia a la que tanto alude Ibn Utmán también demuestra que hemos logrado mantener nuestra independencia durante casi un siglo. Hemos rechazado varios ataques cristianos y les vencimos en Graus, en Barbastro y en Almenar; podemos hacerlo de nuevo —replicó Ibn al-Sid.

—No está en juego sólo Zaragoza. Peligra todo al-Andalus. Si los aragoneses, o los castellanos, ocupan nuestra ciudad, todo el país irá cayendo poco a poco en sus manos. Hay que formar una barrera impenetrable. Los cristianos ya asientan sus pies sobre Toledo y Jerusalén, si no lo impedimos nosotros pronto lo harán sobre Córdoba y quién sabe si sobre Cairuán, Medina o la mismísima La Meca. Hay que detenerlos y hacerlo para siempre. Somos la vanguardia del islam, la puerta de la casa de los creyentes; si no logramos mantenerla cerrada, los infieles saquearán nuestros hogares, profanarán nuestras mezquitas y deshonrarán a nuestras mujeres. Nosotros solos no podemos contener a la creciente marea cristiana, pero los almorávides sí pueden hacerlo. ¿Qué importa un pequeño reino y su independencia cuando de lo que se trata es de la supervivencia del islam? —arengó Ibn Utmán.

Las críticas hacia al-Musta'ín crecían por toda la ciudad. Se le acusaba de querer mantener su poder, aún a costa de que se perdiera Zaragoza para el islam. Durante la salida que el rey realizaba los viernes para rezar en la mezquita mayor, un grupo de exaltados seguidores del partido proalmorávide insultó al monarca e incluso le amenazó con palos y piedras. A la entrada de la mezquita se formó un tumulto que fue resuelto con una carga de la guardia real. Los soldados, sable en mano, disolvieron a golpes a los revoltosos. Algunos guardias penetraron en el patio de la mezquita en persecución de los amotinados con las cimitarras desenvainadas, lo que provocó las iras de los imanes, que acusaron al soberano de profanar aquel lugar sagrado.

La familia reinante de los Banu Hud no parecía encontrarse segura en Zaragoza, por lo que al-Musta'ín, aconsejado por Juan, decidió trasladarse al castillo de Rueda, sobre el río Jalón, la inexpugnable fortaleza donde se había refugiado al-Muzzafar años antes y donde se había producido la emboscada que casi le cuesta la vida a Alfonso VI de Castilla. La familia real se trasladó a esa fortaleza a principios del invierno, pero no por eso cesaron las críticas, sino que arreciaron más si cabe, acusando a al-Musta'ín de cobarde y traidor.

Pero el hijo de al-Mu'tamín, el heredero del linaje de los Banu Hud, no podía aguantar tantos insultos y decidió acudir a Zaragoza. En el Palacio de la Alegría reunió al consejo y le expuso sus planes.

—Todavía somos fuertes —clamaba al-Musta'ín desde su trono en el Salón Dorado—. Cuando el reino estuvo amenazado, mi abuelo y mi padre supieron defenderlo contraatacando y venciendo a los cristianos. Yo haré lo mismo. Tengo la intención de salir en campaña dentro de un mes contra los infieles y propiciarles un escarmiento que no olviden nunca. La caballería hudí volverá a cabalgar victoriosa por las tierras de la frontera norte y regresará a Zaragoza con las enseñas de nuestros enemigos arrastradas por el polvo.

—Debéis ser prudente, Majestad —intervino Juan—. Nuestras fuerzas son escasas y las de los cristianos crecen día a día.

—Por eso debemos intervenir cuanto antes e impedir que sigan en aumento. Voy a convocar a todas las ciudades del reino para que acudan con efectivos a reforzar nuestro ejército. Propinaré tal golpe a los cristianos que creerán que el fin del mundo se les viene encima.

Al-Musta'ín ordenó al katib de la corte que redactara documentos solicitando a todas las ciudades cuantos soldados pudieran enviar a Zaragoza para partir en campaña contra los cristianos. Dos días después salieron mensajes en todas las direcciones. Una semana más tarde comenzaron a llegar los primeros contingentes. En el cercado de la sari'a se organizó un campamento de tiendas de lona en donde fueron instalados los soldados. Venían de Calatayud, de Daroca, de Tudela, de Tarazana, de Borja, de Alcañiz, de Fraga y de Tamarite, y a éstos se unieron los zaragozanos.

Una fría mañana invernal al-Musta'ín ordenó a los comandantes de los batallones que formaran a las tropas en el campo de la Almozara a fin de revisarlas y arengarlas. En varias compañías de caballería se alineaban unos mil jinetes. Se habían ordenado por ciudades, cada grupo con el estandarte de los Banu Hud y la bandera de su ciudad.

Juan contemplaba la parada militar situado al lado de Ibn Bajja.

—¡Dios mío! Hace muchos años tu padre nos trajo a tus dos hermanos y a mí a contemplar un desfile militar en este mismo lugar. En aquella ocasión el gran al-Muqtádir se disponía a partir con su ejército contra el rey de Aragón. Había más de cinco mil soldados, perfectamente uniformados por batallones y por su procedencia. Allí estaba la formidable guardia real, con sus capas blancas y sus corazas doradas, las compañías de las ciudades y los feroces bereberes con sus exóticos dromedarios. Resonaban chirriantes fanfarrias y vibrantes timbales. Toda la ciudad se había reunido para despedir a su rey. Fíjate ahora: apenas un millar de jinetes, mal uniformados, con débiles adargas, desigualmente equipados y sin entrenamiento previo. En los reinados de al-Muqtádir y al-Mu'tamín, los oficiales entrenaban a los soldados durante meses antes de salir en campaña. Estos hombres apenas saben manejar una espada, no tienen ninguna experiencia militar y los comandantes que los guían sólo conocen la derrota. Desde que con la ayuda del Cid vencimos a los aragoneses y leridanos en Almenar, y de eso hace ya más de veinticinco años, no hemos vuelto a saborear el triunfo. Nos arrollaron en Alcoraz, donde perdimos lo mejor de nuestro ejército… —Juan se detuvo un momento al mencionar la batalla en la que había muerto su hijo Ismail y continuó—. Perdimos Huesca, Barbastro, Ejea… Estos soldados no están preparados para combatir. La expedición en la que el rey se ha empeñado será un fracaso.

—Has hecho cuanto has podido para evitarla. De todos los consejeros fuiste el único que alertó al rey sobre el posible desastre de esta algara —le consoló Ibn Bajja.

Al-Musta'ín subió a un pequeño estrado que se había construido para arengar a las tropas. A su lado se situaron los altos funcionarios del Estado, los miembros de la aristocracia y los walíes de las ciudades.

—Soldados —comenzó el rey—: Nuestra tierra sagrada se encuentra en grave peligro. Los infieles, Dios los maldiga, acosan nuestras ciudades y nuestros campos como una jauría de lobos hambrientos. Si cedemos, si dejamos que prosigan su avance, acabarán con nuestras fortunas, violarán a nuestras esposas e hijas y holgarán en nuestras casas. Nuestra respuesta ha de ser contundente. Dios, su nombre sea alabado, está de nuestra parte y nos protege. El Profeta, la paz sea con él, ha dicho: «Combatid por Dios contra quienes combatan contra vosotros y combatid contra ellos hasta que dejen de induciros a apostatar y se rinda culto a Dios». Yo os prometo a los que volváis riquezas, y a los que mueran por la causa de Dios, Él les compensará con los placeres del Paraíso. Él nos ha preparado jardines por los que discurren cristalinos arroyos y donde nos esperan ansiosas jóvenes huríes siempre vírgenes para deleite de nuestros ojos y nuestros cuerpos. Tened fe en Dios, dejad que la esperanza inunde vuestros corazones y seguidme ¡a la victoria!

Al-Musta'ín levantó los brazos al cielo entre las aclamaciones de los soldados, que respondieron con gritos de entusiasmo a sus palabras.

Allí mismo todos los altos cargos de la administración del Estado, los jefes de los linajes más poderosos y los generales del ejército juraron lealtad al soberano y renovaron la fidelidad a su hijo y heredero, el príncipe 'Abd al-Malik, quien había sido nombrado tiempo atrás sucesor al trono.

Acabada la ceremonia militar, al-Musta'ín se dirigió con los miembros de la corte al Palacio de la Alegría, donde les ofreció un banquete.

—Mientras estemos fuera, nuestro hijo permanecerá aquí en Zaragoza. Es muy joven aún y tendrás que ayudarle. Confiamos en ti, para que le aconsejes lo que te parezca más conveniente —le dijo al-Musta'ín a Juan.

—Podéis confiar plenamente en mí, Majestad —afirmó Juan.

—Mañana saldremos hacia el norte. Nos dirigiremos hacia Tudela, desde donde efectuaremos una algara por el sur de Pamplona y la Rioja.

—Pero, señor, acaba de comenzar el invierno y esas tierras del norte son especialmente frías. El clima no es propicio para una incursión, insisto en que deberíais retrasar la expedición hasta la primavera —alegó Juan.

—Para entonces será tarde. He de demostrar a los partidarios de los almorávides que no estoy aliado en secreto con los cristianos. Esta campaña es la única manera de acallar sus voces acusadoras. Hace poco más de un mes que se han casado el rey de Aragón y la reina de Castilla y ya han estallado las primeras disensiones. Comerciantes que recorren el camino cristiano de Compostela han comentado que la situación en la tierra de los gallegos, en los confines del mundo, es muy tensa y que los nobles y los burgueses amenazan con una rebelión. Hacia allá se han dirigido los dos monarcas, con lo que la frontera estará desguarnecida y descuidada. Es el momento de atacar —concluyó al-Musta'ín.

Medio centenar de jinetes descabalgaron a las puertas del Palacio de la Alegría. Habían cabalgado sin cesar durante toda la jornada. Su pálido semblante cariacontecido, sus polvorientas monturas sudorosas, sus armaduras rotas y ensangrentadas no presagiaban nada bueno.

Juan, que estaba en aquellos momentos con el príncipe en la biblioteca, acudió al patio de armas con 'Abd al-Malik.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al oficial que mandaba el destacamento.

—Mi señor, salimos de Tudela hacia el noroeste y nos internamos en territorio cristiano. Alcanzamos sin oposición la ciudad de Arnedo, en La Rioja, en cuya medina se refugiaron los infieles. Arrasamos los arrabales y conseguimos capturar a numerosos rehenes por cuyo rescate nos abonaron una buena cantidad de oro y plata. Nos fortificamos allí y realizamos varias algaradas de castigo por toda la comarca. Esperábamos enfrentarnos con el ejército cristiano, pero este no se presentó. Durante cuatro días no dejó de nevar y nuestros víveres comenzaron a escasear. El rey, ante la imposibilidad de aprovisionarnos y el peligro de quedar bloqueados si seguía nevando, ordenó regresar a Tudela. Nos retirábamos en orden, siguiendo el camino que une Tudela y Pamplona, cuando nos alcanzó un ejército cristiano formado por más de un millar de caballeros. Apenas tuvimos tiempo de desplegarnos, pues cayeron sobre nosotros como una tempestad.

—¿Qué le ha pasado a mi padre, dónde está? ¡Contesta! —exclamó el príncipe zarandeando por los hombros al oficial.

—Cuando nos alcanzaron, el rey giró su caballo y arrancó a todo galope contra los cristianos. Irrumpió como un león en el centro del ejército enemigo y derribó a mandobles a varios caballeros. Seguimos su ejemplo y cargamos con nuestras espadas contra ellos, pero antes de que pudiéramos llegar a su altura consiguieron asestar un espadazo en su hombro derecho y Su Majestad soltó la espada. Entonces lo rodearon varios jinetes y lo alancearon. Combatimos durante algunas horas, pero la muerte del rey provocó que el pánico se extendiera entre nuestra filas y ante la superioridad del enemigo huimos. Sus caballos estaban más frescos, pese a ser mucho más pesados y lentos que los nuestros, y nos persiguieron durante varias millas, asesinando a todos cuantos alcanzaban. Unos pocos lograron refugiarse tras las murallas de Tudela y nosotros continuamos hasta Zaragoza.

—¿Cuántos han muerto? —inquirió Juan.

—No estoy seguro, tal vez seiscientos, quizá más —respondió el oficial apesadumbrado.

—¡Malditos cobardes! Habéis huido como mujerzuelas pusilánimes. No oísteis a mi padre en la arenga que os dirigió antes de partir. Podríais haber alcanzado hoy mismo el Paraíso, pero habéis obrado mal y os consumiréis eternamente en las llamas del infierno. ¡Guardias!, arrestad a estos hombres —ordenó el príncipe visiblemente alterado.

—No hay tiempo que perder —le susurró Juan—. Debéis ser proclamado rey hoy mismo, antes de que sea demasiado tarde.

—Sí, tienes razón. Avisa al imán de la mezquita mayor y al cadí principal. Antes de la oración de la noche tomaré posesión del reino.

Juan y el resto de consejeros se afanaron para que en apenas tres horas todo estuviera dispuesto. Ya era de noche cuando en la mezquita aljama el cadí proclamaba a 'Abd al-Malik ibn Ahmad ibn Yusuf ibn Ahmad ibn Sulaimán ibn Hud como nuevo rey de la taifa de Zaragoza y todos los congregados le prestaron juramento de fidelidad; adoptó el nombre de 'Imad al-Dawla, «Pilar de la Dinastía». Era lunes, primer día del mes de rayab del año 503 de la hégira, 24 de enero de 1110.

Dos días después de su proclamación, el rey ordenó la ejecución de los soldados que habían huido del campo de batalla dejando el cuerpo de al-Musta'ín en poder de los cristianos. 'Imad al-Dawla sentenció a muerte a los cincuenta sobrevivientes; fueron ejecutados en la sari'a ante los ojos atemorizados de los zaragozanos.

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