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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (37 page)

Mediada la primavera un mensajero llegó a caballo desde el norte. Atravesó a todo galope el puente sobre el Ebro y se dirigió hacia el palacio de la Zuda occidental. Ahmad ibn Sulaymán paseaba por el camino de ronda en lo alto de la muralla despachando con el visir Alí Yusuf cuando el mensajero, acompañado por dos soldados de la guardia, se presentó ante él.

—Señor —jadeó rodilla en tierra—, los cristianos han atravesado los puertos de los Pirineos y se dirigen hacia nosotros con un gran ejército.

—¿Cuál es su destino? —preguntó el rey.

—La fortaleza de Barbastro, Majestad.

—Retírate a descansar y que te den comida y bebida.

El correo se incorporó, besó la mano del rey y se alejó entre los dos soldados.

—Majestad —puntualizó el visir—, al parecer los rumores que durante los últimos meses han corrido por toda la frontera eran ciertos.

—Sí, lo sé, siempre lo supe. Nunca tuve ninguna duda de cuál era la intención de los cristianos. No podían dejar sin venganza la derrota de Graus y la invalidez de Ramiro. Su falso dios es sanguinario y cruel, se alimenta de la sangre de los vencidos y exige constantemente que le ofrezcan víctimas. Se jactan de beber la sangre de su dios y de comer su carne. Son como perros del desierto persiguiendo a su presa, caen sobre ella una y otra vez, la acosan sin descanso, la acorralan sin tregua. Son cobardes y actúan siempre con ventaja. No dejarán de presionar sobre al-Andalus hasta que consigan conquistarlo. Durante siglos hemos mantenido la iniciativa y los hemos relegado a las montañas, pero ahora son ellos los incentivados. El islam está roto en mil pedazos y no será fácil volver a recomponerlo. Durante los últimos cincuenta años hemos estado más pendientes de matarnos entre nosotros mismos que de evitar el crecimiento de los cristianos. Inmersos en batallas intestinas, nos hemos olvidado de los verdaderos peligros; nuestros enemigos crecían a nuestras espaldas mientras nosotros pugnábamos en fratricidas querellas estériles.

—Pero Dios está con los musulmanes alegó el visir.

—Dios no ayuda a quienes no se ayudan a sí mismos. La invasión cristiana está dentro de sus designios. Un príncipe ha de saber aprovechar en cada momento las circunstancias en su beneficio. Esta incursión sobre Barbastro puede beneficiarnos. Mi hermano Yusuf gobierna en Lérida, y Barbastro está cerca de su influencia. Aunque los cristianos ocupen la ciudad, no podrán retenerla durante mucho tiempo. Mi maldito hermano ha abandonado Barbastro a su suerte. Mis agentes lo han convencido, y eso me ha costado mucho oro, de que la fortaleza puede defenderse por sí sola. Estoy seguro de que los infieles la ocuparán. Una ciudad como esa no puede resistir al ejército que se le viene encima. ¿Y qué ocurrirá entonces? No podrán mantenerla bajo su dominio durante más de un año y entonces, cuando sus fuerzas decaigan y el ejército ocupante comience a deshacerse, Barbastro será para nosotros una presa fácil. Yusuf al-Mudfar, el tirano de Lérida, aparecerá como un cobarde y un traidor y podremos iniciar la unificación de las tierras de al-Andalus, recuperar la fuerza de los antiguos califas y salvar al islam de la destrucción. En todo el mundo musulmán se nos aclamará como salvador de la religión del Profeta y nuestro brazo manejará la espada victoriosa de Alá.

El rey miró al visir esbozando una sonrisa de autocomplacencia, se volvió hacia las almenas y apoyando sus manos en uno de los merlones de la muralla contempló el valle. El río serpenteaba entre los huertos y los jardines; decenas de acequias y canales llevaban el agua vivificadora a los campos. El sol caía sobre el Monte Cayo tiñendo el cielo de tonos anaranjados y lilas y en los alminares de las mezquitas los muecines llamaban a la oración del maghrib.

Los cristianos se precipitaron sobre Barbastro como una plaga de langostas sobre las mieses. Comenzaba el verano cuando el ejército inició el sitio. Durante el asedio se cortó el suministro de agua; los sitiadores destruyeron el acueducto que la conducía a la ciudad y los sitiados, acuciados por la sed y el hambre, se rindieron cuarenta días después. Pocos días antes había dado comienzo el sagrado mes de ramadán del año 456 de la hégira. Los conquistadores entraron a saco en la medina y en el arrabal. Los musulmanes habían ofrecido su rendición a cambio de que se respetasen sus vidas. Al salir de las murallas muchos de ellos fueron pasados a cuchillo por los cristianos, violando el pacto acordado. Los pocos que quedaron con vida se abalanzaron hacia el río ansiosos por beber agua, atropellando a los niños y a los ancianos ante el regocijo de los conquistadores. Unos cuantos, sobrecogidos por la matanza, se refugiaron en la alcazaba, prefiriendo morir de sed y de hambre antes que bajo el filo de la espada de los infieles. Los supervivientes fueron reunidos en una explanada junto a la puerta principal de la medina y distribuidos como esclavos por sus antiguas casas, que se repartieron entre los vencedores. Durante tres días, los soldados del ejército cristiano se dedicaron al saqueo de las riquezas, a torturar a los barbastrinos y a violar a sus mujeres y a sus hijas, en ocasiones ante los aterrados ojos de padres y esposos. A los tres días se permitió salir a los que se habían encastillado en la alcazaba. El general de los cristianos, ante tanta sangre derramada, se compadeció de los supervivientes y obligó a sus huestes a respetarlos, pero en el camino hacia el sur se encontraron con una partida de cristianos que asesinó a casi todos. Los pocos que lograron escapar consiguieron llegar a Lérida, a Huesca y a Zaragoza, donde narraron todo lo sucedido.

La caída de Barbastro obligó a cambiar los planes comerciales a Yahya. Todo su diseño de expansión y de búsqueda de pieles en el norte del reino se había venido abajo. Cuarenta millas al norte del Ebro los caminos no eran seguros porque los cristianos merodeaban como lobos feroces al otro lado de los Montes Negros. Las rutas hacia el sur y el oeste tampoco eran de fiar, pues corría el rumor de que los castellanos estaban preparando un gran ataque contra los musulmanes y que su ambicioso rey Fernando, receloso por la actitud de Ahmad ibn Sulaymán, estaba planeando conquistar Zaragoza.

7

Juan cumplió aquel verano diecinueve años. A Shams, a la que seguía enseñando árabe, apenas la veía dos o tres horas a la semana, siempre en el patio y en presencia de Fátima. La pasión de Yahya por la muchacha era enfermiza y no le permitía el contacto con personas que no fueran mujeres o eunucos. El pequeño Abú Bakr correteaba ya por toda la casa, balbuceando sus primeras palabras. A veces se sentaba en el suelo, entre sus hermanos y Juan, y aparentaba mostrar interés por las enseñanzas del joven eslavo, quedándose quieto como si entendiera de primeras lo que sus dos hermanos aprendían con mucho esfuerzo y después de varias repeticiones.

Unas fiebres malignas, achacadas a la glotonería que se había despertado en la primera esposa de Yahya desde que llegó Shams a la casa, acabó a fines del estío con su vida. Una vez amortajado su cadáver y perfumado con algalia y áloe indio mezclado con ámbar de al-Fustat, fue enterrada en el cementerio de la puerta de Alquibla, muy cerca del sencillo amontonamiento de piedras que señalaba las celebradas tumbas de Hanás as-Sana'ni y Alíal-Lajmi, los piadosos santones que según la tradición habían fundado hacía ya tres siglos y medio la mezquita mayor y el más antiguo de los raudas de la ciudad. Buena parte de los que componían el cortejo fúnebre vestían de blanco, como era costumbre hasta entonces; sólo unos pocos acudieron con túnicas negras, siguiendo la nueva moda recién importada de Oriente para indicar el color del luto. Juan asistió al entierro con sincera devoción. En cierto modo, aquella mujer había sido la que le había dado la oportunidad de amar a Helena, de encontrarse aquellos días del verano del pasado año con ella en una habitación cerrada, solos los dos. Ante el ataúd de la esposa árabe de Yahya, en cuyo interior se había colocado una sencilla ofrenda funeraria, un huevo de gallina dentro de una orza de barro, entre los histriónicos gritos de dolor de las plañideras contratadas para el sepelio, pasaron por su cabeza las escenas vividas con la que ahora era llamada Shams. Pensó si no habría sido un sueño, algo parecido a la primera vez que hizo el amor con aquella desconocida muchacha en los palacios del Vaticano. Bajo la quba, un pequeño monumento funerario que cubría la sepultura, se colocó una lápida de mármol blanco en la que se había grabado la siguiente inscripción: «Esta es la tumba de Radiyya, esposa de Yahya ibn al-Sa'igh. Falleció, Dios tenga misericordia de ella, la noche del día 14, en el mes de ramadán del año 456.Testimonió que no hay dios sino Dios y que Muhámmad es su enviado. Dios es verídico».

Durante el otoño y el invierno no hubo otro tema de conversación que la caída de Barbastro. Ahmad ibn Sulaymán ultimaba la estrategia que durante dos años había venido diseñando para la conquista del territorio de su hermano y que pasaba por la reconquista de Barbastro. Un poderoso ejército se preparó y entrenó con todo cuidado. El campo de la Almozara se cerró a cualquier tipo de manifestaciones, quedando reservado para los ejercicios de caballería, lucha con espada y daga y tiro con arco de los soldados. Todos los días entre quinientos y mil combatientes recibían instrucción de los comandantes de los batallones.

Por toda la ciudad crecía un ardor guerrero incontenible y en algunas mezquitas los alfaquíes alentaban el espíritu de guerra santa contra el infiel que había osado ocupar la sagrada tierra del islam. Los predicadores más radicales lanzaban encendidas soflamas sobre la necesidad de la yihad, la guerra santa, y la de acabar con los cristianos, que habían celebrado las recientes Navidades con especiales muestras de alegría, culminándolas con una solemne misa de gallo en Santa María, engalanada con ramos de mirto y concelebrada por varios clérigos vestidos con los más suntuosos ropajes entre cánticos exaltados de un coro de voces infantiles.

A principios de 1065 los mozárabes zaragozanos se sintieron amenazados ante el crecimiento de la ira popular. Eran poco más de dos millares y vivían concentrados en el ángulo noroeste de la medina, entre la iglesia de Santa María, la Zuda occidental, la muralla junto al río y una calle que desde la mezquita mayor se dirigía hasta la propia Zuda. Gozaban de plena autonomía interna y se regían por el LiberIudiciorum, que un conde y un juez se encargaban de aplicar. Desde la conquista de la ciudad, hacía ya más de trescientos cincuenta años, vivían en paz con los musulmanes y los judíos, que también tenían su propio barrio en la esquina de la medina opuesta a la de los mozárabes. El propio Al-Muqtádir había nombrado ministro de su corte a un cristiano llamado Ibn Gundisalvo. Los cristianos habían mantenido su culto en torno a la iglesia de Santa María, ubicada en plena mozarabía, a orillas del Ebro, y a la de Santa Engracia, entre la medina y el río Huerva, en el antiguo convento de las Santas Masas, en el que se veneraban los restos de los mártires zaragozanos asesinados durante las persecuciones romanas.

Un imán chiíta llamado 'Abd Allah ibn Alíal-Ansarí, seguidor de los partidarios del asesinado califa Alíy que pronunciaba sermones cargados de fanatismo desde el minbar de la mezquita de la puerta de Alquibla, acusó a los mozárabes zaragozanos de instigar a los cristianos del sur de Francia para la conquista de al-Andalus. Los ánimos se fueron caldeando durante la oración del viernes, cuando en esta mezquita, una de las cuatro más importantes de la ciudad, se habían congregado varios cientos de fieles para seguir la plegaria. El predicador, henchido de un espíritu revanchista e intransigente, alentó en una inflamada arenga a los musulmanes para acabar con los cristianos, recalcando «con todos los cristianos». En un tono cada vez más colérico narró los crímenes y violaciones cometidos en Barbastro y profetizó un destino similar para todos los creyentes si no hacían nada por evitarlo. Acabada la oración, el propio imán encabezó una manifestación que se dirigió hacia el barrio mozárabe, gritando consignas en favor de la yihad. Era mediodía cuando dos centenares de enardecidos musulmanes irrumpieron en la plaza de Santa María empuñando espadas, hachas, cuchillos y todo tipo de armas y utensilios contundentes. Las primeras casas frente a la iglesia fueron asaltadas y los que se encontraron en su interior apaleados en medio de la calle y algunos ejecutados. Con maderos y vigas se fabricaron enseguida unas cruces en las que fueron atados varios cristianos, algunos de los cuales fueron asaeteados o muertos a lanzazos en la cruz.

Mediada la tarde, la noticia del asalto a la mozarabía se había propagado por toda la ciudad. El rey, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, decidió acabar con la matanza y ordenó el final de las persecuciones. Algunos de los musulmanes más exaltados desoyeron sus órdenes y salieron en busca de los cristianos que trabajaban en los campos asesinando a cuantos encontraron. Juan pudo presenciar desde la azotea cómo un grupo de unos quince hombres arrastraba por los cabellos por la calle del Puente arriba a una mujer cristiana que gritaba como una posesa rasgando sus vestiduras emponzoñadas de sangre y polvo.

Centenares de cristianos habían logrado huir en los primeros momentos de confusión y deslizándose con cuerdas por las murallas habían logrado alcanzar la iglesia de Santa Engracia. Allí, entre las ruinas del viejo anfiteatro romano, en cuyo centro y para rememorar el martirio de los primeros cristianos zaragozanos se había construido el templo dedicado a la mártir Engracia en el monasterio de las Santas Masas, se atrincheraron armados con palos, azadas, horquillas y cuanto pudieron aprovechar para la defensa. El anfiteatro romano estaba semiarruinado; en la Antigüedad debió de haber sido un edificio imponente, de más de ciento veinte pasos de largo por ochenta de ancho. Aún quedaban en pie las arcadas y las gradas del lado oeste, pero la mayoría de sus piedras se habían desmantelado y habían sido empleadas como cantera para la construcción de las mezquitas y las casas de la ciudad y todo el flanco sur se había desmontado para aprovechar sus sillares en la obra de un dique sobre el río Huerva, al lado de la muralla de tierra, desde el que se tomaba agua para unos baños públicos.

En lo alto de las ruinas medio millar de cristianos se habían fortificado en espera de resistir la acometida de los musulmanes. Estaban excitados esperando morir igual que los mártires a los que veneraban y en el mismo sitio a manos de los infieles. Desde el graderío entonaban canciones en loor de la Virgen y de Cristo y habían clavado sobre la última de las arcadas del desmantelado anfiteatro una gran cruz de madera. Caía la tarde y los enfervorecidos musulmanes congregados al pie del monumento antiguo estaban a punto de asaltar a los encastillados cristianos cuando apareció un escuadrón de la guardia real. Al frente, erguido sobre su rocín negro azabache y vestido con túnica y turbante azules, cabalgaba Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud, rey de la taifa de Zaragoza. El monarca espoleó su caballo hasta colocarse entre los cristianos refugiados sobre las ruinas y los exaltados musulmanes; aquéllos cesaron en su cánticos religiosos y éstos acallaron sus insultos. El soberano habló con voz poderosa y rotunda:

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