El salón dorado (40 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Nadie puede escapar cuando la Negra Señora llama a nuestra puerta. Mi hora ha llegado, hace tiempo que estaba escrito en las estrellas. Dios así lo quiere —balbució el anciano— y le agradezco que me haya permitido vivir más que a la mayoría de los hombres. Durante los últimos meses hemos pasado mucho tiempo juntos te he tomado afecto y te has convertido en mi mejor discípulo. Tienes una mente ágil y lúcida; tu inteligencia es muy superior a la del común de los hombres. Aquí, en mi cuello, pende un amuleto. Es una bolita de cristal de roca engastada en un cilindro de plata; hay en su interior un pedacito de papel en el que está escrita una oración. Coge el amuleto, ábrelo y lee.

Juan se inclinó sobre al-Kirmani y con toda la delicadeza que pudo le quitó el colgante. Abrió el cilindro de plata y se aproximó a luz de la lamparilla desplegando un papelillo que meticulosamente doblado se guardaba en el estuche. El joven eslavo leyó en voz alta:

—Todo glorifica a Dios, lo que está en los cielos y sobre la realeza. A Él la realeza y la alabanza. Tiene poder sobre todas las cosas.

—Este amuleto —explicó al-Kirmani— lo adquirí a un orfebre de Bagdad. El cristal de roca no es una piedra preciosa; su valor no es mucho, pero tiene la cualidad, para nosotros los musulmanes, de traer buena suerte a quien lo lleva. Ya sabes que yo no creo en supercherías, pero sí es cierto que en no pocas ocasiones los hombres nos superamos cuando nos sentimos protegidos por algo. Quiero que guardes este amuleto de la buena suerte y que lo conserves siempre contigo como único recuerdo de este viejo. La oración que has leído ha constituido para mí la causa de todas mis acciones. Tú eres cristiano, pero eso no me importa. Lo trascendente no es el nombre que demos a Dios, sino la esencia de Dios mismo. Nosotros lo llamamos Alá, los cristianos Jesús y los hebreos Yahvé, pero es el mismo dios para todos, el principio creador, la esencia divina del universo. En mi casa guardo una colección de cartas que durante los últimos veinte años he cruzado con mi discípulo al-Husayn ibn Muhámmad, ordénalas y procura que no se pierdan, ellas constituyen los pilares de nuestras enseñanzas, son la base de la filosofía de Los Hermanos de la Pureza.

La voz de al-Kirmani se iba apagando lentamente, como una lámpara a la que se le acaba el aceite. Frase a frase le era más difícil mantener un tono lo suficientemente alto para que Juan pudiera escucharle con claridad. Las últimas palabras del anciano sonaban como un susurro, pero su mente se expresaba lúcida y brillante.

—Allahu Akbar, Allahu Akbar —barbotó al-Kirmani antes de exhalar el último suspiro.

Los ajados miembros del sabio anciano se distendieron y sus arrugados párpados se cerraron plácidamente sobre sus apagados ojos.

La corte en pleno, encabezada por el mismísimo monarca, acudió al sepelio del maestro. Tres días de luto oficial fueron declarados en el reino y los imanes pronunciaron su nombre en las oraciones en las mezquitas. Fue enterrado en el cementerio de la puerta de Alquibla, bajo una sencilla capilla enlucida con purísima cal blanca. Aquella noche, en el cielo de Zaragoza se apagó una estrella en la constelación de Libra y ese año un cometa brilló durante varios días en el cielo. Nadie dudó de que se trataba del alma de Abú al-Hakam 'Umar ibn 'Abdarrahman ibn Ahmad ibn Alí al-Kirmani, que había viajado directamente al Paraíso.

Una semana después de la muerte de al-Kirmani un capitán de la guardia real se presentó en casa de Yahya acompañado por dos soldados. Portaba una carta sellada con el cuño del propio monarca en la que se ordenaba a Juan que acudiera al día siguiente, a mediodía, al palacio de la Zuda occidental para asistir a una audiencia real.

Vestido con una túnica de seda que Yahya le había prestado, Juan se dirigió a palacio. Por las estrechas y entoldadas callejuelas se arremolinaban todo tipo de individuos: abigarrados faranduleros que llamaban la atención de los transeúntes solicitándoles algunas monedas a cambio de unos mimos, molestos equilibristas que realizaban cabriolas en el aire aprovechando algunos ensanches o las pequeñas plazas, malabaristas que jugaban lanzando al aire varias pelotas de colores sin que se les cayeran, prestidigitadores entre cuyas manos desaparecían distintos objetos, estridentes ventrílocuos que hacían hablar a pequeños muñecos mientras los movían con las manos, cuentistas callejeros que subidos en taburetes de madera narraban fabulosas leyendas a cuantos se arracimaban para escucharles, engañosos adivinos que leían el porvenir en la palma de la mano o en un espejo a cambio de una moneda, y mendigos, ciegos, paralíticos, tullidos verdaderos y mutilados falsos que reclamaban entre el fragor de la calle la caridad coránica de los creyentes para con su desgracia; todo ello en medio de un ir y venir de gentes que acudían a los variopintos zocos a realzar las compras entre los gritos de los mercaderes que voceaban desde las puertas de sus tiendas las excelencias de sus productos.

Juan atravesó el barrio mozárabe. Ante la iglesia de Santa María pensó que aunque seguía siendo cristiano hacía ya mucho tiempo que no pisaba un templo. Los años pasados en Constantinopla y en Roma le parecían lejanos, vanos como un sueño.

Tuvo que esperar largo rato en la antecámara de la sala de audiencias, que ya conocía por alguna de las visitas realizadas semanas atrás acompañando a al-Kirmani. Unos criados le sirvieron tortitas con croquetas de pollo, pastelillos de hojaldre rellenos de carne picada de pichón con pasta de almendras, buñuelos de alcachofa, galletas de mantequilla y agua perfumada con esencia de rosas.

Al-Muqtádir lo recibió a media tarde. El monarca observaba distraído un lienzo de pergamino en el que su jefe de ingenieros militares le mostraba el mapa de las fortificaciones que defendían los alrededores de Zaragoza. Juan permaneció de pie, inmóvil en el centro de la sala de audiencias.

—¡Ah!, eres tú —dijo Al-Muqtádir sin levantar la vista del pergamino—. Te he hecho venir para que sigas con el trabajo que comenzaste con el maestro al-Kirmani. Antes de morir me recomendó muy encarecidamente que te permitiera continuar inspeccionando las obras y colaborando con mi arquitecto. Mañana mismo, uno de mis secretarios comprará tu libertad a tu actual dueño. Tendrás un salario de medio dinar diario y el usufructo de una casa en el arrabal del sur. De tu salario pagarás cada semana una cantidad sin intereses hasta que liquides la deuda por tu libertad. Puedes retirarte.

—Majestad —cespitó Juan sorprendido—, yo, yo…

—He dicho que puedes retirarte —finalizó Al-Muqtádir.

Juan salió de la sala de audiencias atolondrado. No estaba seguro de haber entendido bien las palabras del rey. Un secretario lo cogió por el brazo y le indicó que lo siguiera.

—Ven, es preciso rellenar unos documentos para ejecutar las órdenes de nuestro Señor. Esta noche deberás dormir todavía en casa de tu actual dueño, pero mañana temprano serás un hombre libre y podrás trasladarte a tu nueva residencia. Unos criados te acompañarán para ayudarte en lo necesario.

A la mañana siguiente, el secretario se presentó ante Yahya con el certificado en el que Juan era adquirido por Al-Muqtádir y a la vez se le liberaba de la esclavitud. Cincuenta dinares, pagaderos en monedas de oro y en efectivo, era la cantidad que su antiguo dueño recibía por él.

Yahya cogió las monedas con agrado y se despidió de Juan:

—No he hecho un mal negocio contigo. De todas maneras, más pronto o más tarde tenía pensado concederte la libertad, quizá cuando acabaras de educar a mi pequeño Abú Bakr Muhámmad. Me alegro por ti y también por mí. Cincuenta dinares no es poco, sin embargo creo que vales mucho más. Aunque ya eres un hombre libre, quiero pedirte algo personal. Gracias a tus enseñanzas, mis dos hijos mayores han atesorado una serie de conocimientos que les serán muy útiles. Me gustaría que aceptaras ser el preceptor de Abú Bakr. Tiene ahora, como sabes, poco más de tres años, y tú has dicho muchas veces que pese a su corta edad demuestra poseer una agudeza y una inteligencia fuera de lo común.

—Siento un gran afecto por ese niño. Cuando enseño a vuestros dos hijos mayores, Abú Bakr suele sentarse junto a nosotros y sigue mis explicaciones como si las entendiera. Contad conmigo para su educación.

—Por supuesto que te pagaré por ello —asentó Yahya.

—Por supuesto —remarcó Juan.

El rico mercader cogió a su antiguo esclavo por los hombros y lo abrazó. Aquel muchacho espigado y fibroso que hacía cuatro años había llegado a su casa como esclavo salía de ella como un hombre libre.

Capítulo VI

El brillo del alabastro

1

Dos criados y un oficial del rey acompañaron a Juan a su nuevo hogar, en el arrabal del sur. La ciudad le pareció distinta. Las calles atiborradas mostraban la misma multitud de siempre, pero los gritos de los comerciantes casi le sonaban ahora como música, las acémilas cargadas con pesados fardos que circulaban de un lado para otro no eran tan molestas y las legiones de mendigos y tullidos que acosaban a los transeúntes en demanda de limosnas parecían haberse esfumado. El aroma de los ungüentos del zoco de los perfumeros, el cálido olor del pan recién cocido de las tahonas y la sutil fragancia de los jazmines y los rosales habían sustituido en el aire a cualquier otra sensación.

Desde la casa de Yahya recorrieron la gran calle que desde la puerta del Puente se dirigía hasta la del Sur. El arrabal había crecido de manera considerable en el último siglo y en cierto modo era más agradable vivir allí que en la medina. Los edificios no estaban tan amontonados y la sensación de agobio apenas existía.

La nueva casa de Juan se hallaba al final de un estrecho adarve al que tan sólo se abrían otras tres. Se accedía a ella a través de una puerta con las jambas y el umbral de alabastro. Era de una sola planta, con las paredes encaladas, el tejado de teja y los suelos de tierra amalgamada con yeso, pisada, batida y pulida, con lienzos de anea sobre ellos. Tres habitaciones, el pequeño recibidor, la cocina con despensa y un baño en el que había una sencilla bañera de madera y una letrina rodeaban por tres lados un patio enlosado con baldosas de terracota; el cuarto lado, justo enfrente de la entrada, se abría a un jardincillo cercado de altos muros de tapial de apenas veinte pasos de largo, en el que varios olivos y almendros bien cuidados convivían con un pozo remarcado con un brocal de mampostería encalada pintada en azulete.

—Esta es vuestra nueva casa —observó el secretario—. Nuestro Señor el rey es muy generoso con vos. Hoy en día no se encuentra una como ésta en toda la ciudad por menos de cien dinares. No tendréis que pagar ningún alquiler, pero deberéis conservarla en este mismo estado en tanto la tengáis en usufructo.

Las palabras del secretario le sonaron extrañas pero agradables. Por primera vez alguien se dirigía a él como a un hombre libre y con el tratamiento de un personaje distinguido.

«Valgo dos veces menos que esta casa, pero voy ganando; cuando me vendieron en Constantinopla era menos valioso que un libro, aunque fuera El tratado de las máquinas de Arquímedes», pensó Juan.

—Aquí tenéis la llave y el documento que acredita que podéis habitar la casa libre de rentas. Este otro documento es vuestra carta de libertad. Su Majestad os concede una semana de asueto para que os instaléis aquí. El próximo lunes deberéis presentaros en Palacio para continuar con vuestro trabajo. En esta bolsa hay quince dinares, corresponden al salario de treinta días. Cada semana deberéis pagar a Su Majestad un dinar, así, en cincuenta semanas, justo en un año, habréis completado lo que él pagó por vos. Quedad en paz. —El secretario saludó con cortesía a Juan y se retiró con los dos criados que habían portado hasta la casa dos atillos con ropa y algunos cacharros.

De pie en el centro del patio, Juan giró la cabeza escrutando cada uno de los rincones de su hogar. Estaba limpio y parecía recién encalado, pero apenas había muebles. De las tres habitaciones, una sería su dormitorio, otra la emplearía como comedor y la tercera como estudio, siempre que no pudiera hacerlo en el jardín. Allí colgaría el paño verde para descansar sus ojos de la lectura prolongada. La cocina disponía de un pequeño horno de terracota, suficiente para cocer cinco o seis panes y hacer cualquier asado. En ella había una mesa de madera y dos sillas tapizadas en cuero gris.

Durante la semana que se le había concedido, Juan compró lo imprescindible para poder vivir con comodidad. De los once dinares que le quedaban después de haber guardado cuatro para pagar su cuota de libertad de este primer mes, empleó ocho en comprar algunos utensilios para la cocina, una cama y un colchón de lana, dos mantas, un par de túnicas, tres camisas de lino, un turbante de lana tirazí, unas sandalias de cuero y un sencillo tablero de ajedrez con piezas de madera de ébano y de sándalo. Si quería vivir entre musulmanes tendría que aprender aquel complejo juego de estrategia cuya práctica se hacía inevitable entre los allegados a la corte y en el que se representaba el combate cósmico entre el bien y el mal. El nuevo consejero para las obras del nuevo palacio tenía que vestir conforme a su cargo. Después de todos esos gastos, en su bolsillo apenas había dos dinares y cinco dirhemes; con ello tendría que comprar comida durante todo el mes. De momento no podía permitirse el lujo de pagar a un criado que le limpiara la casa, le preparara la comida y le lavara la ropa, aunque con su salario de ocho dirhemes y medio diarios pronto podría hacerlo: por un dirhem al día era posible encontrar un buen sirviente.

Después de una agotadora jornada de idas y venidas por los zocos para realizar las últimas compras, Juan descansaba tumbado sobre una estera de cáñamo en su jardincillo; había preparado para la cena media docena de huevos rellenos aderezados con cilantro verde, zumo de cebolla, azafrán y canela de Ceilán, rebozados en harina y fritos en aceite y una jofaina de refrescante agua de cebada. En apenas un año habría pagado por completo su libertad y quizá pudiera ahorrar lo suficiente para emprender el largo viaje de regreso a su tierra. Imaginaba su aldea, a orillas del Dniéper, a sus padres viendo incrédulos cómo el hijo que habían creído perder para siempre regresaba cargado de intensas experiencias y profundos conocimientos. Podría instalarse como notario en el mercado de la aldea, seguro de que en estos trece años habría crecido lo suficiente como para ser considerada casi como una ciudad. Repasó los días vividos junto a Vladislav, del que se preguntaba qué habría sido de él y dónde estaría ahora. Recordó a Demetrio, al patriarca Miguel, a León de Fulda, cuya prometedora carrera se había frustrado a la muerte del cardenal Humberto, e incluso al avaro y cruel mercader Escalpini, que había sido su dueño por dos veces.

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