El salón dorado (38 page)

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Authors: José Luis Corral

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—El género humano es una raza de víboras. Soy el soberano de este reino y no voy a consentir que nadie, musulmán, cristiano o judío, se coloque por encima de mi autoridad o fuera de ella. Soy vuestro legítimo señor porque así lo ha querido Dios. En ningún caso voy a consentir que nadie de mi reino se tome la justicia por su mano, persiga al inocente o castigue sin juicio al malvado. Dios es Quien hace reír y hace llorar, Quien da la muerte y da la vida, y yo soy la espada de Dios en la tierra. Es mi voluntad que de inmediato volváis cada uno a vuestra casa y reine la paz entre cristianos y musulmanes en esta ciudad. Detrás de mí hay trescientos hombres armados y bien entrenados para el combate. Si alguien osa de ahora en adelante romper la paz, mi justicia caerá sobre él de tal manera y con tal fuerza que lamentará haber nacido.

Ahmad giró su caballo hacia los musulmanes, a cuyo frente se encontraba el imán 'Abd Allah, que agachando la cabeza comenzaron a disolverse en dirección hacia la medina. Poco después, los mozárabes descendieron de las gradas y en filas retornaron a su barrio, entonando himnos de esperanza. El gélido viento del noroeste azotaba la ciudad golpeando con fuerza los rostros de musulmanes y cristianos y arrastraba hacia el sureste finas columnas de humo negro.

El hijo mayor de Yahya, que había oído en la escuela que muchos jóvenes zaragozanos dos o tres años mayores que él se estaban alistando para vengar la ofensa de Barbastro, le pidió a su padre que le permitiera combatir bajo la enseña de Alá. Un capitán forjado en las fronteras del norte estaba formando un escuadrón llamado Los combatientes de Dios, en el que se habían enrolado los hijos de la aristocracia zaragozana y de los más ricos comerciantes. Yahya se opuso con rotundidad a los deseos de su hijo. Le recomendó que se dedicara al estudio y se olvidara de semejantes veleidades guerreras. El muchacho, que ya había cumplido dieciséis años, no dudó en dirigirse al rey en persona en petición de audiencia, pero su padre, avisado por un servidor de la corte que lo conocía, fue a buscarlo y lo devolvió a casa custodiado por dos siervos. El joven fue encerrado en una habitación sin comida, sólo alimentado con pan y agua. A los dos días llamó a su padre para pedirle perdón y jurarle que renunciaba a alistarse en el ejército. Días después, a requerimiento del rey, Yahya tuvo que contribuir con mil dinares de oro para los gastos militares.

Al igual que en la campaña de 1063 contra Ramiro de Aragón, el ejército de Ahmad ibn Sulaymán se concentró en la Almozara el primero de yumada I del 457 de la hégira, 9 de abril de 1065. En el mes anterior se habían requisado en todo el reino más de trescientos caballos. Dos años después de la victoria de Graus, el ejército hudí volvía a la guerra, ahora sin la ayuda de sus aliados castellanos. Seiscientos ballesteros formaban la vanguardia del ejército, junto con quinientos jinetes árabes, enviados por el rey al-Mu'tadid de Sevilla, que se unieron a las tropas de Ahmad entre las aclamaciones de los zaragozanos. El monarca hudí quería que la campaña para recuperar Barbastro fuera reconocida como una obra enteramente suya y que en ella participaran sólo los seguidores del Profeta.

Juan leía una lluviosa mañana, sentado en un banco de la biblioteca de Abú Yalid, un tratado de astronomía, ciencia en la que había profundizado durante el último año.

En el patio de la mezquita se oyó una algarabía de gritos y vítores.

—¿Qué alboroto es ése? se preguntó indignado Muhámmad ibn Bakr, el director de la biblioteca, saliendo al patio a indagar lo que ocurría.

—¡Victoria, victoria! ¡Dios es grande! —exclamaban por todas partes decenas de musulmanes agitando estandartes con la leyenda «No hay más dios que Dios».

Todos los lectores que en esos momentos estaban en la biblioteca salieron al exterior.

—¡Los politeístas han sido derrotados, Barbastro es de nuevo tierra del islam! —exclamó un joven entusiasta que agitaba su turbante al aire a modo de banderola.

—Ya has oído, Juan, vuestras conquistas son efímeras. La voluntad de Dios ha querido que los musulmanes volvamos a vencer —aseveró Muhámmad.

—Dudo que Dios, al menos el dios en el que yo creo, desee la guerra —respondió Juan.

—¡Contén tu lengua, cristiano. Dios, el único dios, ha querido que Su poder se extienda por toda la tierra, y los musulmanes somos los que hemos recibido el encargo de tan sagrada misión! —finalizó rotundo Muhámmad.

Juan guardó silencio y comprendió que las ideas se imponen con el triunfo y la intolerancia crece en la victoria.

El cuerpo expedicionario se había presentado a mediados de abril ante Barbastro. Los zapadores minaron la muralla, colocaron leña y prendieron fuego. Un lienzo de diez pasos de anchura se derrumbó y por el boquete penetraron los musulmanes. La ciudad fue ocupada el día 17 sin demasiada resistencia por parte de los defensores cristianos. La muerte en una escaramuza del conde Armengol III de Urgel, uno de los principales cabecillas cristianos, había desmoralizado al ejército ocupante. Los musulmanes recuperaron buena parte del botín y numerosos pertrechos y útiles de guerra, entre otros, varios centenares de corazas francas, las más afamadas para el combate.

Ahmad ibn Sulaymán regresó de inmediato a Zaragoza, donde le esperaba un triunfal recibimiento. Desde varias millas antes de las puertas de la ciudad centenares de campesinos se habían congregado a ambos lados del camino para dar la bienvenida al ejército. La carretera de Lérida aparecía jalonada por largas filas de musulmanes que en las veredas agitaban palmas y ramos de flores y ofrecían bebidas refrescantes y almojábanas a los soldados. Los expedicionarios atravesaron el puente y entraron en la ciudad. La multitud se agolpaba en las calles y en las azoteas. El pavimento se había alfombrado con juncos y ramas; guirnaldas de rosas y azucenas colgaban de un lado a otro de los edificios. Un penetrante aroma a jazmín inundaba el aire y el viento desparramaba por todas partes un intenso olor a albahaca.

En la Almozara, frente a la alcazaba, se había levantado un estrado de madera adornado con enormes banderas azules y amarillas con los emblemas de la dinastía de los Banu Hud, el león dorado rampante frente a la media luna creciente. Miles de personas se arracimaban en la explanada para recibir al vencedor de los cristianos, el que por segunda vez en dos años había derrotado y humillado a los infieles, y en esta ocasión sólo con fuerzas del islam, sin la ayuda de los castellanos. Ahmad ascendió con la confianza del vencedor los peldaños de madera del estrado al son de los atabales y los albogues y alzó sus brazos ante los clamorosos rugidos de los zaragozanos. En su pecho lucía un jacinto blanco, queriendo así destacar la pureza de su acción militar contra los cristianos. Según una antigua leyenda, la piedra de la Kaaba, el santuario nacional panárabe de La Meca, había sido en su origen un jacinto blanco que bajó del cielo el arcángel Gabriel; una mujer impura lo tocó y se transformó de inmediato en una piedra negra.

—Os prometí una victoria y aquí la tenéis —anunció el rey entre las aclamaciones de la multitud.

El visir subió también al tablado y dirigiéndose a su rey propuso:

—Señor, ningún monarca musulmán desde an-Nasir había logrado un triunfo tan resonante para los seguidores del Profeta. El califa 'Abdarrahman tomó el título de an-Nasir, y vuestro pueblo os ofrece a vos el de Al-Muqtádir Billah, «el Victorioso por Dios»; os rogamos que lo aceptéis en agradecimiento por haber librado a los creyentes del yugo de los politeístas.

Los asistentes, entre los cuales se habían distribuido agentes del monarca y miembros de la policía secreta, estallaron en aclamaciones y vivas. Ahmad ibn Sulaymán ordenó silencio con un gesto de su mano y dijo:

—Agradecemos vuestro ofrecimiento. Y como es vuestro deseo, y como príncipe vuestro deseamos que la voluntad de nuestros súbditos sea satisfecha, proclamamos que a partir de este momento seamos llamado Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud Al-Muqtádir Billah.

—¡Viva Al-Muqtádir! —gritó entonces uno de los agentes a sueldo.

—¡Viva! —contestaron centenares de gargantas.

Ibn Darray al-Qastallí, el mejor de los poetas del reino hudí, subió al estrado para recitar una oda en alabanza a su rey; la acababa de componer en honor del conquistador de Barbastro. Cuando el poeta comenzó a declamar sus versos, una fina lluvia se precipitó sobre los congregados.

8

La fama de Al-Muqtádir creció en todo al-Andalus como la masa de harina con la levadura. El rey decidió que su poder necesitaba de un nuevo espacio en el que encarnarse. Las dos residencias reales no eran dignas de un gran monarca. La de la Zuda occidental, junto al barrio cristiano, era un castillo militar, sin apenas espacio para las manifestaciones protocolarias de la corte, y el palacio ubicado entre el puente y la mezquita mayor era viejo y sus dependencias mostraban un aspecto destartalado. Se hacía preciso un nuevo palacio en el que se mostrara la grandeza de la dinastía de los Banu Hud y el poder de su actual soberano. Al-Muqtádir ordenó a sus arquitectos que estudiaran la construcción de un nuevo palacio real. Una comisión de expertos recorrió durante varios días toda la ciudad, buscando el lugar idóneo para ello. Ningún espacio parecía reunir las cualidades necesarias. Dentro de la medina no había sitio y fuera de ella las condiciones defensivas no eran apropiadas. Jalid ibn Yusuf, maestro arquitecto del reino, sugirió ir a la alcazaba y desde su torre escrutar la campiña zaragozana para localizar un emplazamiento. La comisión, compuesta por seis miembros, se desplazó una luminosa mañana hasta la alcazaba, situada en un extremo del campo de la Almozara, a unos cuatrocientos pasos del muro de tierra.

Este castillo había sido construido hacía casi dos siglos para defender Zaragoza. Estaba situado en lo alto de una suave colina desde la que se dominaba toda la ciudad. Su ubicación era excelente, pues desde allí se contemplaba todo el valle medio del Ebro. El recinto murado de la alcazaba tenía forma casi cuadrada, con ciento treinta pasos de largo por ciento diecisiete de ancho. Los muros eran de tapial reforzado con mampuesto en la base y revestidos con estuco de cal y yeso. Dieciséis torreones ultrasemicirculares jalonaban toda la cerca, además de una enorme torre de planta rectangular en el lado norte, frente al río. Esta torre había sido desmochada en las revueltas que estallaron en la taifa a la caída de la primera dinastía reinante, la de los tuyibíes, y se estaba reconstruyendo en argamasa. A diferencia de los muros, los torreones eran de sillares de blanquísimo alabastro, perfectamente tallados. La alternancia de muros de hormigón y torreones de sillares confería a la fortaleza un aspecto sobrecogedor, especialmente en las primeras horas de la mañana, cuando los rayos de sol incidían directamente sobre la cara este. Rodeada de olivares y alamedas, la alcazaba parecía un collar de perlas emergiendo en el centro de un mar turquesa.

Los comisionados penetraron en el recinto por la única puerta, ubicada entre dos torreones en la fachada oriental. Atravesaron el arco de herradura decorado con sencillas yeserías vegetales y geométricas y ya dentro giraron a su izquierda para salvar la entrada en recodo que protegía el acceso al castillo. El interior se configuraba en torno a un enorme patio central con edificios de madera y adobe donde se ubicaban las caballerías y los almacenes. Junto a los muros corrían sólidas construcciones de mampuesto y argamasa que se abrían en pequeños vanos hacia el interior, a modo de celdillas de una colmena. Saludaron al capitán de la guarnición, un orgulloso yemení de ojos melados y pelo castaño, que se puso a su disposición. Le pidieron que los acompañara hasta lo alto del torreón de planta cuadrangular, al que accedieron a través del patio. La entrada estaba situada a varios metros de altura con respecto al suelo, por lo que se subía a través de una liviana escalera accesoria de madera que se podía retirar en caso de peligro o asedio. Ascendieron pesadamente los empinados escalones de la escalera interior hasta que alcanzaron la terraza.

Desde allá arriba, a más de cuarenta pies de altura por encima de la cumbre de la colina, se vislumbraba una amplia panorámica de toda la ciudad y su entorno. Destacaba la pesada y compacta masa de la medina, totalmente congestionada de edificios, los prósperos y crecientes arrabales, donde se multiplicaba la actividad constructora, los huertos, almunias, cementerios y jardines, entre el muro de tierra y el de piedra, y los afilados alminares sobresaliendo por encima del abigarrado caserío. Los seis sabios otearon el horizonte una y otra vez en busca del lugar más apropiado para el nuevo palacio. Ninguno de ellos encontraba nada digno de su rey. El capitán de la fortaleza, impaciente por la espera e incómodo por el silencio, apoyado indolentemente en el gran reloj solar grabado en una laja de piedra, señaló:

—Desde aquí se disfruta de la mejor vista de la ciudad y del valle.

Jalid ibn Yusuf se volvió hacia él mirándolo fijamente como si acabara de realizar un gran descubrimiento.

—¡Esto es! —exclamó Jalid ibn Yusuf, el arquitecto reAl-. Lo hemos tenido todo este tiempo delante y no nos hemos dado cuenta. Aquí está el lugar idóneo para el palacio, la propia alcazaba.

Sus compañeros se acercaron a él interesados.

—¿No estarás hablando en serio? —preguntó el joven judío Abú al-Fadl ibn Hasday, uno de los más influyentes consejeros de Al-Muqtádir.

—Pues claro que sí —afirmó Jalid.

—¿Qué mejor sitio podemos encontrar? Nosotros mismos hemos llegado hasta la alcazaba para buscar el lugar ideal, y ¿qué lugar para ser el mejor que aquél desde el que nuestros astrónomos escrutan cada noche los cielos?

En la azotea del torreón había instalado desde hacia tiempo un sencillo observatorio astronómico.

—No sé. Habría que hacer muchas reformas: derribar el interior de la alcazaba, redistribuir los espacios, adecuarlo a un palacio y no a un castillo. Todo eso conllevaría muchos gastos, creo que más de los que podemos asumir —aseveró Abú Marwán, alto funcionario encargado de las finanzas de la corte.

—Un conquistador no debe mirar su bolsa, sino su gloria; además siempre costará menos que hacerlo todo de nuevo —asentó el cordobés Abú 'Umar Yusuf al-Qaysí, secretario de Al-Muqtádir.

—Nuestro monarca nos ha salvado del furor de los cristianos, paguémosle ahora con nuestro esfuerzo —apostilló Jalid acompañándose con un ademán con el que daba a entender que este asunto estaba cerrado.

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