El salón dorado (78 page)

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Authors: José Luis Corral

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—La muerte de esos hombres ha sido un grave error —advirtió Ibn Bajja a Juan.

—Sí, en efecto. Parte de la culpa es mía. No he sabido forjar la voluntad del joven monarca. Es un muchacho caprichoso y altanero. Su padre sostuvo como pudo la independencia del reino, claudicando no pocas veces ante los almorávides. No tenía fuerzas que utilizar, pero sabía aprovechar la diplomacia como arma eficaz. Al final no resistió la presión y cometió una imprudencia, aunque supo morir como un valiente.

—De nada va a servir su heroico sacrificio. Su hijo perderá el reino, de eso estoy seguro. El partido almorávide es día a día más poderoso. Sus dirigentes, los imanes puritanistas, se reúnen todos los días en la mezquita de la puerta de Alquibla y en cada jornada el número de adeptos que controlan aumenta al menos entre treinta y cuarenta nuevos nombres que se añaden a una larga lista de simpatizantes. De seguir así, en pocas semanas serán mayoría en la ciudad. Los extremistas jariyíes nunca han sido muchos, pero saben excitar a las masas como nadie y ganarse la simpatía de las gentes en épocas de crisis como ésta —añadió Ibn Bajja.

—Bien, parece evidente que al reino de los Banu Hud le queda poco tiempo de vida. O lo conquistan los cristianos o se incorpora al Imperio almorávide. No parece que haya ninguna otra alternativa —admitió Juan.

El enfrentamiento entre proalmorávides y seguidores de los Banu Hud estalló de manera violenta mediada la primavera. Juan, por lealtad a la memoria de al-Muqtádir y de al-Mu'tamín y sobre todo por la promesa que hiciera a al-Musta'ín, se mantenía al lado del rey, quien se mostraba ajeno a los consejos del eslavo, a quien apenas consultaba ningún asunto. A diferencia de sus antecesores, 'Imad al-Dawla no se sentía atraído por la cultura y menos aún por las ciencias. Ni tan siquiera consultaba a los astrónomos sobre la situación de los planetas, y tampoco le interesaban las predicciones de los astrólogos sobre el futuro.

Las peleas entre los dos bandos se incrementaron e incluso Juan discutió agriamente con Ibn Bajja. Su antiguo alumno, convencido de que el gobierno de 'Imad al Dawla era un desastre absoluto, se mostró proclive a aceptar el dominio almorávide y, en contra de la opinión de Juan, comenzó a colaborar activamente con sus partidarios. 'Imad al-Dawla cometió un nuevo error. Mandó detener a los soldados que se habían refugiado en Tudela tras la muerte de su padre. Fueron apresados y conducidos a Zaragoza. Sentenciados a muerte por traición, se les cortaron las manos y los pies y sus cuerpos, todavía vivos, se colgaron de una noria a modo de arcaduces. La agonía de estos desdichados fue larga y cruel. Sus cuerpos mutilados se desangraban lentamente en tanto giraban amarrados a la rueda de la noria, sumergiéndose en el agua y volviendo a la superficie para tornar de nuevo al agua y así vueltas y vueltas cual cangilones durante interminables horas. El deplorable espectáculo desencadenó la rabia de los proalmorávides y por toda la ciudad se extendió la consigna de rebelión.

Juan compareció en el Salón Dorado, en cuyo trono el rey pasaba largos períodos sentado sin hablar con nadie, y le presentó su renuncia como consejero.

—Majestad —le dijo—, creo que habéis ido demasiado lejos. La crueldad con que se ha ejecutado a esos hombres era innecesaria. No se ha logrado sino exacerbar los ya exaltados ánimos de los descontentos. Se ha encendido un fuego que no va a poderse controlar.

—¿También tú me abandonas? Primero fue Ibn Bajja, y ahora tú. Creí que habías jurado a mi padre que me serías fiel —alegó el rey.

—Es cierto, lo prometí. Y también le prometí que os ayudaría. Pero no puedo mantener mi juramento en estas circunstancias; sería atentar contra la ley de Dios —replicó Juan.

—Esas palabras que acabas de pronunciar le hubieran costado la vida a cualquier otro hombre. Márchate y no vuelvas nunca más. Si vuelvo a verte no tendré compasión de ti —amenazó 'Imad al-Dawla.

Juan hizouna reverencia y se retiró. Se dirigió a la torre del observatorio astronómico y se despidió de sus cuatro ayudantes. Después recogió algunos objetos personales que guardaba en el observatorio y en la biblioteca de Palacio y se retiró acompañado por dos criados a su casa. Allí lo esperaba Ibn Bajja.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—He venido para pedirte excusas por mi comportamiento hacia ti. Has sido, y todavía así te considero, mi maestro, y me apena discutir contigo. Perdóname.

—No; eres tú quien debe perdonarme. Tenías razón, el gobierno de 'Imad al-Dawla nos conduce al desastre. Acabo de presentarle mi dimisión. Creo que ha perdido el sentido. Es preciso que su reinado acabe cuanto antes.

—Me alegra oírte decir eso. En toda la ciudad corre el rumor de que el rey está tratando en secreto un acuerdo con los cristianos. Nuestros espías han podido saber que ha ofrecido el reino en vasallaje a Alfonso de Aragón a cambio de que le libre de una posible invasión almorávide. Zaragoza pasaría a formar parte del reino de Aragón y Pamplona, pero se constituiría dentro del mismo como un Estado autónomo gobernado por 'Imad al Dawla. Un Estado musulmán dentro de un reino cristiano; ¡ningún musulmán consentirá eso!, atenta contra nuestra ley.

Abandonado por la mayor parte de sus consejeros, recluido en el Palacio de la Alegría del que no osaba salir por miedo a un atentado, rechazado por la mayoría de la comunidad, Imad al-Dawla se trasladó a la fortaleza de Rueda. Se sentía despechado, rabioso y apenas lograba contener su colérica ira. Pensó incluso en pedir ayuda a los mismos cristianos que habían matado a su padre para dar un escarmiento a tan desagradecidos súbditos.

Un espía de la facción proalmorávide logró enterarse en Rueda de las maquinaciones del rey para pactar con los cristianos y lo comunicó a los cabecillas de la revuelta. Una delegación del partido proalmorávide se trasladó hasta Rueda de Jalón para requerir del monarca que evitase convocar a los cristianos contra los zaragozanos; 'Imad al-Dawla respondió amenazándoles con cortarles el cuello si no desaparecían de inmediato.

Los cabecillas del partido proalmorávide decidieron que había que actuar deprisa y enviaron un mensajero a Valencia solicitando la intervención de su gobernador. El emir Alí ibn Yusuf dio al general Muhámmad ibn al Hayy la orden para avanzar sobre Zaragoza. 'Imad al Dawla, enterado en su castillo de Rueda del avance del ejército almorávide, envió una carta al emir solicitándole que dadas las especiales relaciones de amistad que habían unido a sus padres, respetara la independencia del reino de Zaragoza. Pero era demasiado tarde; el día 30 de mayo, 9 de du-l-qa'da, Ibn al-Hayy se instalaba en el Palacio de la Alegría y sus tropas acampaban en la sari'a. Los ciudadanos le abrieron las puertas de la medina y le entregaron la ciudad.

Casi un siglo después de que Mundir, de la dinastía yemení de los tuyibíes, creara el primer reino taifa independiente del califato cordobés, Zaragoza perdía su autonomía y pasaba a ser una provincia más del Imperio africano y andalusí de los almorávides. Alocaso del sol del sábado 10 de du-l-qa'da del año 503 de la hégira el nombre del emir Alí ibn Yusuf ibn Tasufín fue citado en todas las mezquitas y los muecines anunciaron a todos los vientos desde lo alto de los alminares que un nuevo y poderoso soberano reinaba en la Ciudad Blanca.

Capítulo X

El declive de la media luna

1

Sólo los bienes de los Banu Hud fueron confiscados, pero no hubo ninguna persecución, ninguna represalia, ningún castigo. Todos los cargos públicos fueron confirmados y la población acogió a los almorávides como a libertadores. Tan sólo judíos y cristianos sintieron amenazadas sus vidas y haciendas, pero los cadíes tranquilizaron a los jefes de ambas comunidades, asegurándoles que nada les ocurriría en tanto respetaran como hasta entonces el gobierno musulmán.

El nuevo señor de Zaragoza, el gobernador almorávide Ibn al-Hayy, reunió a un grupo de ciudadanos notables para organizar la nueva administración. Se estableció que la moneda oficial sería el dinar almorávide, con lo que se recobró la confianza en los mercados, muy deteriorada desde que las monedas hudíes se habían devaluado de tal manera que los dinares oro no circulaban y los dirhemes no eran sino finas láminas de cobre apenas teñidas por un baño de plata.

Pero lo que más urgía era la preparación de un plan para la defensa de la frontera. Apenas hubo tiempo para ejecutarlo.

A principios de julio, el rey de Aragón se acercó a Zaragoza. A su encuentro salió Abú Yahya, hijo de Ibn al-Hayy, que abandonado por los zaragozanos que acompañaban a la expedición almorávide murió en un encuentro con las tropas de Alfonso cerca de Tudela. El aragonés avanzó por el curso del Ebro hasta situarse a la vista de las murallas de Zaragoza; lo seguía el destronado 'Imad al-Dawla, que desde su castillo de Rueda no cesaba de hostigar a los almorávides. Zaragoza parecía perdida, pero en esos días llegó el gobernador de Murcia Ibn A'isa con refuerzos y los aragoneses, ante la manifiesta superioridad de los musulmanes, huyeron.

La intransigencia almorávide fue en aumento. De Sevilla llegaron noticias de que los libros de al-Gazzali, uno de los tres grandes maestros de la filosofía islámica, habían sido quemados en una explanada en las afueras de la ciudad.

El ejemplo de Sevilla se extendió por todo al-Andalus. En Zaragoza fueron saqueadas varias bibliotecas y los libros que los almorávides consideraban blasfemos o que atentaban contra la ortodoxia islámica fueron quemados. Un vendaval de puritanismo recorrió toda la ciudad y el propio gobernador ordenó que los tapices y pinturas del Palacio de la Alegría que representaban figuras humanas o animales fueran arrancados de las paredes y destruidos.

Juan guardaba desde hacía años en su casa las cartas y los tratados de la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza que le confiara al-Kirmani poco antes de morir. Temeroso de que aquellos valiosos escritos fueran requisados por los almorávides y destruidos, los envolvió cuidadosamente en una piel de ternera junto con su enciclopedia de astronomía y los escondió en un silo en el suelo del patio de su casa, debajo del pavimento de losas, donde no sería fácil que los descubrieran.

Ibn al-Hayy decidió clausurar el observatorio astronómico, pues quería dedicar el Palacio de la Alegría tan sólo para fines militares y de protocolo. Juan, que había recuperado su puesto de director tras el derrocamiento de 'Imad al-Dawla, recibió la noticia de boca de Ibn Bajja, quien apesadumbrado lo animó a seguir trabajando en otro lugar.

—Podrás seguir con tus observaciones en la azotea de mi casa, si así lo deseas.

—Estoy demasiado viejo para empezar de nuevo. Hay que trasladar todo el instrumental, volver a situar los relojes, los astrolabios, replantear tantas cosas —lamentó Juan.

—Debes continuar trabajando; nunca te has rendido, ¿no irás a hacerlo ahora? —se interrogó Ibn Bajja.

—El tiempo corre contra mí. ¿Quién sabe cuánto nos queda hasta que ese aguerrido y ansioso rey de Aragón conquiste nuestra ciudad?

—Eso no ocurrirá nunca —afirmó rotundo Ibn Bajja.

—No te engañes. Zaragoza será cristiana; hace tiempo que su destino quedó escrito en las estrellas.

—Nunca has creído en la astrología. Me enseñaste a conocer el lenguaje de los astros sólo para desenmascarar a los embaucadores, no para interpretarlo.

—Los designios de Dios son inescrutables, pero a veces nos indica mediante claras señales el futuro.

Pocos días después de la clausura del observatorio astronómico, el gobernador ordenó el traslado de la biblioteca de Palacio a la mezquita mayor, pero antes un grupo de clérigos almorávides revisarían la lista de libros por si había alguno que debiera ser destruido. Juan protestó ante Ibn al-Hayy, pero éste se mostró inflexible.

Tras varios días de inspección, no menos de cuatrocientas obras fueron enviadas a la hoguera. Juan remitió al gobernador una durísima carta en la que lo acusaba de bárbaro. Sólo la intercesión de Ibn Bajja pudo calmar la ira de Ibn al-Hayy, que estuvo a punto de sentenciar al destierro a Juan.

Desde entonces, el eslavo se recluyó en su casa de la medina, rodeado de los dos efebos, Mu'mina y la pequeña Naryís, la hija de su fiel criado, a quien había prometido antes de morir que la cuidaría como si fuera suya.

Una noche en la que, atormentado por la pérdida de parte de la biblioteca, Juan no podía conciliar el sueño, Mu'mina se acercó hasta su alcoba.

—Mi señor —siseó la joven desde la puerta.

—¿Eres tú, Mu'mina? ¿Qué ocurre?

—Me apena veros tan triste y abatido, mi señor. He creído que quizá pudiera calmar vuestra zozobra.

—Pequeña… Ven —musitó Juan.

Mu'mina se acercó hasta el lecho en el que Juan se había recostado. El eslavo la tomó de la mano y prosiguió:

—Sé que haces esto sólo por agradarme. Jalid fue mi mejor compañero, mi más fiel amigo. Durante más de cuarenta años me sirvió con lealtad y no se separó ni un instante de mi lado. Siempre estuvo presto a cumplir mis órdenes y atento para satisfacer mis más pequeños deseos. Tú fuiste su mujer y eres la madre de su hija, yo no puedo tomarte como concubina. Pero eres una mujer muy joven y atractiva, tu cuerpo rezuma amor y sin duda necesitas de un hombre a tu lado que sea a la vez un buen padre para la pequeña Naryís. Vuelve a tu habitación y descansa.

—Entonces, ¿no os gusto, mi señor?

—Claro que me gustas. ¿Cómo podría rechazar un viejo como yo a una flor tan delicada como tú si no existiera el sentimiento de respeto al amigo? El Profeta ha dicho: «En adelante os están prohibidas vuestras madres, vuestras hijas, vuestras hermanas… vuestras hijastras que están bajo vuestra tutela…»} así te considero yo, no como una sierva, sino como la mujer de un amigo que casi fue para mí como un hermano. Queda en paz y vete.

Mu'mina se arrodilló ante el lecho de Juan, tomó su mano, la besó y deseándole buenas noches salió de la habitación.

Transcurrieron cinco años de calma. El rey de Aragón tenía demasiados problemas en su matrimonio. La reina Urraca había aceptado la nulidad del mismo, pero se arrepintió y regresó al lado de su marido. Alfonso la encerró en la fortaleza de El Castellar, cerca de Zaragoza, y la sometió a vejaciones y golpes. Por todas partes corrió la noticia de que los dos esposos no podían permanecer juntos y que Alfonso insultaba y golpeaba sin piedad a la reina.

Ocupado en sus trifulcas matrimoniales, en los asuntos castellanos y en mantener su posición, Alfonso relajó la presión que ejercía sobre el reino de Zaragoza, que sólo era incordiado por 'Imad al-Dawla, quien desde su inexpugnable fortaleza de Rueda y gracias al enorme tesoro que allí tenía depositado no cesaba de hostigar a los almorávides.

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