Se dirigió a paso largo, directamente hacia la casa de Aquiles. Aunque en el trayecto tuvo que ayudar a unos niños a cruzar un hoyo en el suelo, sacar a una mujer que había caído en un pozo y consolar a otra que lloraba desgarradoramente. Su corazón estaba abatido. Sentía que aquel terremoto había movilizado hasta las fibras más internas de Gaia.
Estaba sediento y sudando. Su camisa blanca arremangada estaba adherida a sus pectorales y a su espalda. En aquellos momentos sacó todas sus fuerzas. Llevaba varios días viviendo una vida agitada, confusa, llena de movimiento.
Las palabras iniciales de Aquiles le resonaron en su mente. "Adán, te necesito aquí en Atenas con urgencia." Pero seguía sin comprender qué hacía ahí. "Los designios del destino son extraños", pensó. "Sólo quiero encontrar a Alexia y salir de aquí."
Por un momento, un sentimiento de amor se apoderó de él, al sentir el impulso apasionado de estar con ella. Y se dio cuenta de que quería estar con ella mucho tiempo, quizá toda la vida. Pudo verse a sí mismo junto a la hermosa geóloga, investigando, amándose y con hijos. Pudo, por un breve instante, soñar despierto, traer a su mente un anhelo de belleza y unidad.
Cuando llevaba más de una hora tratando de llegar a la casa de Aquiles, esquivando gente que corría de un lado a otro, caminando sobre escombros y cadáveres, atento a no tocar ningún cable con electricidad, no supo si lo que vio a continuación, fue un espejismo o una realidad.
Doblando la esquina, por la calle en la que él estaba de pie, distinguió el pesado cuerpo del arqueólogo arrastrando una pierna, con su cabeza llena de polvo y suciedad, sangrando y cojeando a duras penas, apoyándose con un brazo en el hombro de su hija.
Adán sintió que su corazón explotaba de emoción.
La sincronicidad del universo se estaban poniendo de manifiesto frente a sus ojos.
En Roma, la noticia del fuerte terremoto que acababan de sufrir Atenas y en otras zonas de Grecia fue como un balde de agua fría para el cardenal Tous. Después de escuchar la confesión de Aquiles y quedar incomunicado, había hablado por teléfono directamente con El Cerebro, quien desde Estados Unidos le había explicado en clave los preparativos militares de la Operación M.
Tous había intentado llamar a El Búho pero había sido imposible, enseguida se había puesto a hablar con varias personas influyentes, a recibir información y a plantearse las salidas más inteligentes frente a la situación del planeta. Sólo lograba repetirse que necesitaba obtener la Piedra Filosofal.
El Papa había hablado nuevamente en la plaza de San Pedro, enviando mensajes de calma y fe a través de las principales cadenas de televisión. La labor del Sumo Pontífice estaba siendo ardua para calmar la angustia y el pánico de la gente que se hallaba atormentada por todos los desastres geológicos y climáticos. Encima de todo, un astrónomo australiano independiente filtró la noticia de que posiblemente un meteorito se dirigía hacia la Tierra.
La ola de rumores era controvertida. La mayoría de los creyentes cristianos sentía que aquellas eran las señales del Apocalipsis, mientras que los devotos de otras religiones, la mayoría presas de miedo, seguían rezando a su dios, sin saber a qué atenerse. En los países más pobres, donde se habían presentado los terremotos, se registraban robos y asaltos a supermercados y tiendas. La gente se llevaba lo que podía, otros simplemente lloraban sin consuelo, tras perder sus casas o sus seres queridos. Una situación dantesca se apoderó de casi todo el globo terráqueo. Era como si el genial Salvador Dalí pintara sus más inimaginables creaciones.
"Las líneas están saturadas", respondía una voz automática cada una de las once veces que El Mago intentó hablar con El Búho. "Espero que estés vivo", pensaba entre suspiros. Sentía rabia e impotencia. Como un león enjaulado. Odiaba esperar, su ansiedad era allí más fuerte que su inteligencia. Pero en aquel caso, no podía hacer otra cosa. En Atenas, entre escombros y paredes derrumbadas, Eduard Cassas pudo arrastrarse con un hombro dislocado y una pierna rota en dirección a la única salida que había. Avanzó unos metros. El dolor era intenso y la sangre le salía a borbotones de una herida en la cabeza. Todo estaba en penumbras. Un leve hilo de luz entraba por un tercio del techo que se había caído, ahora tenía un árbol encima. Eduard pudo ver a varios metros el cuerpo inerte de Claude Villamitrè, completamente aplastado por un bloque de concreto. Giró la cabeza. No vio ni a Alexia ni al arqueólogo. Sintió enojo, rabia y dolor. Más que el dolor físico, era un dolor interno porque había fracasado en su esfuerzo. La grabadora había sido destruida por un pedazo de puerta que fue arrancada de cuajo. No tenía nada, ni confesión ni prisioneros. Se sintió abatido.
A pesar de que tenía su móvil en el bolsillo, no tuvo ánimos para comprobar si funcionaba y hablar con Tous. Sintió vergüenza de su fracaso. Se sintió derrotado, peor aún que cuando había sido abandonado en el altar.
Su cara era como la de un guerrero antiguo saliendo de una sangrienta batalla; y, llevando su mano derecha a la pierna que tenía quebrada, se desvaneció de dolor, perdiendo otra vez el conocimiento.
Alexia! ¡Aquiles! —exclamó Adán a pleno pulmón, al tiempo que corría hacia su encuentro. Su cuerpo experimentó una descarga de adrenalina.
Dirigió su mirada hacia la geóloga, que estaba abatida por cargar el pesado cuerpo de su padre que arrastraba las piernas. Rápidamente se aproximó hacia ellos y los sujetó, uno con cada brazo. Ella le dio un fuerte abrazo. Su cara estaba llena de polvo, sangre y sudor. El rimel oscuro con el que se había maquillado los párpados se había corrido y le resbalaba por los pómulos dándole una apariencia fantasmal.
—¡Están vivos! ¡Están vivos! ¡Qué alegría! —exclamó Adán, dibujando una enorme sonrisa en el rostro.
Aquiles, agotado, no pudo hacer más que una mueca. Alexia simplemente esbozó una débil sonrisa.
—Tenemos que ir al hospital.
—No —pudo decir Aquiles, entre quejidos.
—¿Cómo que no? ¡Están heridos!
—Estamos exhaustos, pero no heridos.
—Pero, ¡mírate, Aquiles! —exclamó Adán—, tienes toda la espalda ensangrentada y llena de lastimaduras.
—Mi espalda resiste —dijo el griego, quien siempre se había jactado de ser un hombre muy fuerte—, sólo quiero ir a mi cama y descansar. Tenemos que hablar de manera urgente.
Alexia miró a Adán.
"Es terco", pensó, pero no se lo dijo.
Los tres se dirigieron a una calle más abajo hacia la casa de Aquiles, entre bolsas de basura desparramadas, coches chocados unos contra otros y árboles caídos sobre la acera. El arqueólogo tenía el anhelo de que a su casa no le hubiera sucedido ningún daño. Si bien su residencia estaba lejana al epicentro del terremoto, podría haber sucedido lo peor. La mayoría de los daños se concentraba en Plaka, la zona más antigua de Atenas.
—Falta poco —gimió Adán con el corazón agitado y la respiración entrecortada. Hacía mucha fuerza para tenerlos en pie.
Una vez frente a la casa, Aquiles notó que el terremoto había destruido la puerta y una pequeña parte de la pared.
—No necesitaremos llave para entrar —bromeó.
—¡Papá! —lo reprimió Alexia con la voz firme, aunque disfrutando el humor negro de su padre antes de saberlo muerto.
Una vez dentro, Adán le ayudó a quitarse la camisa vuelta harapos y lo recostó sobre la cama, tras limpiarle las heridas. Alexia se sentó sobre el sofá, exhausta. Tenía medio vestido roto y le dejaba al descubierto la pierna derecha, donde tenía marcas de raspones y golpes.
—¡No puedo creer que nos hayamos encontrado al mismo tiempo! —Adán estaba sorprendido a la vez que alegre—. ¿Seguro que no vamos al hospital? Podrían tener alguna costilla rota, algún golpe serio.
Alexia lo negó con un movimiento suave, al tiempo que bebía más de media botella de agua mineral. Adán colocó un paño mojado sobre la frente de Aquiles, quien seguía con los ojos semicerrados.
—Tú también tienes que acostarte —le dijo Adán a Alexia, al tiempo que la cargaba y la llevaba hacia una pequeña cama en la habitación contigua donde solía quedarse—. Descansa —le dijo mirándola con expresión dulce—. Mañana hablaremos. Necesitas reponer fuerzas. Yo me ocuparé de tu padre.
Alexia lo miró con los ojos húmedos por la emoción.
—Estoy feliz de verte —le dijo, abrazándolo.
—Yo también —le susurró Adán al oído—. Alexia, quiero que sepas que eres muy valiosa en mi vida.
Se quedaron un largo rato abrazados, sintiendo el calor y la energía del otro. Unieron el alma en aquel contacto. Aquel abrazo fue un bálsamo entre tanto caos. Y allí, apenas allí, envuelta entre sus brazos, Alexia se pudo relajar. Adán se despertó sobresaltado. Se había quedado dormido en el sofá. Le dolía la espalda. Lo importante era que Alexia y Aquiles estaban vivos. Agradeció a la fuerza suprema por tener otro día para vivir. Sintió que su vigor se había renovado. Estaba vivo y ellos también, eso era un motivo de celebración suficiente para enfrentar el nuevo día. Se levantó y preparó café. Alexia se despertó poco después.
—¿Quieres café?
—Por favor —respondió ella.
—Tu padre duerme.
—Eso es lo que crees —respondió el arqueólogo desde la cama—. Estoy despierto hace una hora, pensando.
Ambos se miraron. Sin duda Aquiles era resistente como el titanio.
—Cuéntame, ¿qué ha pasado? —le preguntó al tiempo que le servía el café.
Alexia sintió que debía hacer un esfuerzo por recordar, como si todo hubiera pasado hace siglos.
—Eduard nos traicionó —dijo con el ceño fruncido—. Él está dentro del complot de quienes secuestraron a mi padre.
Adán meneó la cabeza, incrédulo, certificando lo que ya intuía.
—¡Traidor!
—Sí —exclamó ella—, te había dicho que nunca me había gustado ese tipo.
—Escúchenme, no se alarmen, pero Jacinto, tu amigo, y yo hemos encontramos a un tipo desagradable, husmeando dentro de tu casa. Me apuntó con un arma y me quería obligar a confesar dónde estabas tú, pero Jacinto me salvó golpeándolo en la cabeza por atrás. Ahora está detenido en Londres, seguramente confesará para quién trabaja.
Alexia mostró irritación en su rostro. Adán le tomó la mano delicadamente.
—Me enteré de que te habían secuestrado y que te traían a Atenas engañada porque lo leí en un mensaje de su teléfono, lo tengo aquí. Por cierto, qué pasó con Eduard, ¿dónde está? ¿Sobrevivió al terremoto?
—No lo sabemos —contestó Alexia, al tiempo que bebía el café—, nosotros pudimos escapar de milagro. ¡Fue horrible!
—Aquí estaremos a salvo de momento, aunque tendremos que salir lo antes posible por las dudas de que esté vivo o de que haya nuevos sismos.
—¡Tenemos que hacer un plan urgente! —dijo Aquiles con énfasis.
—Primero debes curarte de todas las heridas —dijo Alexia.
—Tendremos tiempo para eso, tenemos que hablar —el griego demostró que su voluntad y determinación eran más fuertes que el dolor físico. Se dirigió a Adán—: ¿Has estado en Londres? ¿Has visto a Krüger?
—Sí. Además él ha conseguido algo fantástico. Pudo pasar la información del pequeño trozo de cuarzo que le dejaste a otros miles de cuarzos. Piensa distribuirlos entre la gente.
—¡Eso es perfecto! —exclamó Aquiles al recordar a su viejo amigo.
Hizo una pausa antes de continuar.
—En el Museo Británico fui a investigar el códice Troano, un antiguo documento en piedra encontrado por los arqueólogos de Yucatán. Es una tablilla que tiene 3,500 años de antigüedad. Fue traducida por el historiador Augustus Le Plongeon, y en ella se describe con exactitud el hundimiento de la Atlántida.
Aquiles inhaló con dificultad.
—Se imaginarán la magnitud que ha tenido eso en su momento, pero no ha sido más que una prueba que no ha podido movilizar al mundo científico, simplemente reforzó las hipótesis. En mi caso, me quería asegurar de que, antes de dar a conocer mis descubrimientos, estuvieran a salvo la tablilla atlante de más de 12,000 años que habla sobre el inicio original del
Homo sapiens
y de qué manera fue introducido en la Tierra, además del cuarzo madre, la Piedra Filosofal que todo el mundo ha buscado.
—¿De verdad todo lo que nos revelaste a Eduard y a mí sobre el cuarzo atlante que encontraste es la Piedra Filosofal? —preguntó ella, dubitativa.
Aquiles asintió.
—Tú llevas un trozo colgando de tu cuello.
A Alexia se le erizó la piel y se llevó las manos al pecho para tocarlo, ella había experimentado cambios en su energía y lucidez desde que llevaba aquel regalo.
Aquiles miró a Adán.
—Una vez que abres los archivos que están dentro del cuarzo, la información baja a tu mente en directo. Estos dos hallazgos situarían a la humanidad frente a un nuevo planteamiento. Si se descubre que la tablilla atlante fue un testimonio original de los sacerdotes de la Atlántida y se descubre que significaba concretamente el origen real del primer hombre y su creación por manos de seres dimensionales —pronunció aquellas palabras con delicadeza—, todos los planteamientos religiosos quedarían caducos y sin sentido, pasarían a ser simplemente una fábula olvidada.
Al decir esto, Aquiles se incorporó para ponerse de pie y buscó detrás de un cuadro, en un escondijo secreto, su caja fuerte cerrada con código. Al abrirla extrajo un pequeño paquete envuelto en terciopelo azul. Era el trozo de metal reluciente de un formato similar al de una hoja A4. La tablilla atlante, de más de 12,000 años de antigüedad, según la datación de Krüger, labrada en el metal conocido como oricalco.