La NASA, el HAARP, el Área 51, las fuerzas militares de Estados Unidos y varios medios de prensa manipulados por el Gobierno Secreto se encontraban bajo lo que denominaron
Operation M
, en referencia a la M de misil, meteorito y mayas.
Todo estaba confabulado para que la gente comenzara a ser influenciada con un doble discurso. Ellos enviarían las armas nucleares y los misiles para destruir el meteorito en completo secreto.
—¿Y las consecuencias? —preguntó Jackson, tajante.
—Debemos pensar en eso —completó El Cerebro—. ¿Qué sucede si el meteorito se parte formando luego varios trozos más pequeños? Podrían ser igual una amenaza.
—Creo, señor, que si uno de los misiles nucleares alcanza a destruirlo, los restos no harían peligrar al planeta.
A través de los medios de prensa dirían que el meteorito pasaría cerca de la Tierra pero que gracias a tecnologías avanzadas con las que contaban, como un diseño nuclear láser, y la influencia en la ionosfera de parte del HAARP, todo estaba bajo control. No querían tener la autorización oficial frente a Naciones Unidas, sino hacer aquella operación encubierta. Enviar armas nucleares al espacio podría ser un trámite burocrático a gran escala que necesitaría el consenso de los demás países. Eso era algo por lo que el Gobierno Secreto no iba a esperar. Por otro lado, el pánico colectivo y la alarma mundial sería beneficiosa para que ellos fuesen los que aportaran tranquilidad, serían considerados los "salvadores" de la humanidad.
En varias partes del planeta existían numerosos grupos de seguidores de las profecías mayas que no sentían miedo. Manifestantes en varios lugares del mundo anunciaban el cambio de vibración y hacían énfasis en estar preparados. Por otro lado, fanáticos religiosos anunciaban un fin del mundo caótico, lleno de pena, vociferando; culpaban a diestra y siniestra a todos.
A través de la televisión, la prensa e internet, se hablaba de los impactos de los seis terremotos, los tornados y algunos
tsunamis
que habían arrasado varias partes de Japón, Australia, la costa este de África, Palma de Mallorca, las Bahamas, el norte de Brasil, entre otros sitios.
Parecía que la Tierra quisiera despertar y desperezarse de un largo sueño. Los cambios geológicos habían producido desastres, miedo, desolación y angustia. Varios volcanes mostraban señales de activación. Vientos fuertes y tornados azotaban la costa de Los Ángeles, Perú y Chile. Las señales indicaban que de un momento a otro podrían producirse más terremotos en Europa y Estados Unidos. Las placas tectónicas crujían como si fueran hojaldre caliente dentro de un horno. En la capital de Estados Unidos los líderes estaban dirigiendo el proyecto desde todos los ángulos.
Stewart Washington se encontraba en su despacho privado con sólo media docena de miembros de inteligencia, comentando varios temas, incluso la posible suspensión de los Juegos Olímpicos.
—No nos conviene que se suspendan, es mejor que mantengan entretenida a mucha gente mientras nosotros operamos.
"Pan y circo", pensó El Cerebro.
—Convenceremos al Comité Olímpico —contestó el pelirrojo Patrick Jackson.
Washington les dirigió la mirada a los presentes para cambiar al tema más importante de aquel encuentro, la Operación M.
—¿Cuándo se producirán los envíos de los misiles? —preguntó El Cerebro, quien engulló dos aspirinas, mostrando cansancio en el rostro.
Valisnov, que después de idear aquel plan pasó a ser su mano derecha, se adelantó a responder.
—Según me informaron, señor, los primeros envíos se producirán exactamente en diez días. Se tendrán preparados cuatro misiles intercontinentales, especialmente diseñados para impactar con algo tan grande.
El Cerebro hizo una mueca de extrañeza. Era la decisión más importante de su vida.
Suéltame! —le gritó Alexia a Eduard mientras éste le ataba las manos por detrás a una silla.
—No estás en condiciones de dar órdenes ni de preguntar nada, perra. ¡Camina!
Eduard le señaló la dirección con un movimiento de su pistola. Alexia volvió el rostro con sigilo e hizo lo que le ordenaron. La geóloga pudo ver de cerca la sombra de un hombre atado al final de la habitación. Su corazón se aceleró. No podía ser. Era mucho para su mente.
—¿Papá? —susurró entre dudas.
En el rostro de Eduard se dibujó una expresión irónica.
—¡Qué conmovedor!
Villamitrè la custodiaba por el otro lado. Alexia vio a Aquiles totalmente abatido, con una tremenda expresión de desfallecimiento y cansancio. La espalda estaba llena de sangre. Los ojos entrecerrados y la mirada perdida.
—¡Papá! —exclamó con fuerza y con la impotencia de no poder abrazarlo—. ¡Estás vivo!
El arqueólogo parecía no dar crédito a lo que escuchaba. Con mucha dificultad abrió los ojos.
—Alexia —dijo con la voz muy débil—, ¿eres tú? ¿Te han encontrado?
Los ojos de Aquiles estaban enrojecidos.
—¡Imbécil! —le gritó Eduard a Villamitrè—, ¡este hombre está medio muerto! ¡Tendrías que haberlo cuidado mejor!
El francés se sintió humillado. Nunca Eduard le había hablado así. Además él respondía sólo directamente a las órdenes del capitán Sopenski. "¿Quién era aquel enclenque catalán para hablarle así a un francés?" Villamitrè hizo una mueca de disgusto. Él había estado allí, sin salir, vigilando día y noche al arqueólogo. Él había sido el que no había visto la luz del Sol durante varios días. Estaba harto.
—Lo hice lo mejor que pude —balbuceó—, hubieras venido tú mismo.
—Papá, ¡oh, Dios!
Aquiles asintió suavemente con la cabeza. Estaba exhausto. Los brazos estaban amoratados por la tensión de la soga y el flujo de sangre cortado.
—Papá, te quiero —la geóloga tenía lágrimas en los ojos, no podía ver así a su padre, que siempre había sido pura energía y vitalidad.
Eduard se deleitaba al sentirse poderoso y controlar la situación, aunque en el fondo estaba receloso, nunca había tenido en toda su vida ninguna muestra de afecto como aquella con sus propios padres.
—Muy bien. Habiendo tenido lugar este emotivo reencuentro —ironizó—, les diré lo que haremos.
Alexia levantó su cabeza como una leona enojada.
—¿Qué quieres? ¿Te has vuelto loco? ¡Traidor! ¡Fuiste tú el que secuestró a mi padre! ¡Maldito enano insignificante! ¡No eres más que un engreído que se cree algo que no es!
La geóloga estaba furiosa. Tenía los ojos rojos y llenos de rabia.
—Eso a ti no te importa. Lo que sí te tiene que importar es que tu padre recobre las fuerzas porque tendrá que decirnos dónde está lo que ha descubierto de una vez por todas.
—¿O qué? —replicó Alexia, desafiante y con enojo en su voz.
—O simplemente verá cómo mi colega abusa de ti y luego ¡bang! —hizo un gesto como si jalara el gatillo de su pistola contra ella.
—¡Hijo de puta!
Eduard soltó una risa ahogada. Hubiera deseado que el cardenal Tous lo viera actuar con aquella determinación.
—Siempre le dije a mi padre que no me gustabas, que no eras de confiar. ¿No ves que está muy mal?
—Recuperará la fuerza pronto. A ver —su expresión se volvió burlona—. ¿Qué desea el señor? ¿Mussaka? ¿Souvlaki de cordero? —soltó una carcajada de buena gana.
Villamitrè lo miró como a un extraño demonio. Alexia se sentía impotente, atada de manos, no podía distinguir del todo el rostro de su padre. Eduard se aproximó hacia el arqueólogo, que se esforzó por levantar su rostro. El Búho puso cara de disgusto.
—Ah, valiente profesor Vangelis. ¿Sorprendido?
Una ráfaga de
pachuli
, el perfume que siempre usaba Eduard, le impregnó las fosas nasales. El arqueólogo frunció su nariz y trató de inhalar con profundidad.
—¡Sabía que conocía ese aroma! —dijo Aquiles.
—¿Mi perfume? —sólo al escuchar al arqueólogo Eduard reparó en que eso podría haberlo delatado—. ¿Y qué iba a hacer, profesor? —le dijo con sorna—, ¿salir a comprarme un frasco? No es momento para hablar de perfumes. ¡Hey, tú! —dijo a Villamitrè—, dale agua y fruta, ¡rápido! Active su energía, profesor, tendrá que hablar sin demoras, si no quiere ver morir a su hija —al decir esto, el catalán colocó la pistola en la cabeza de Alexia.
Aquiles no estaba en condiciones de negociar. Su tesoro más valioso estaba en juego.
—¡No digas nada! —clamó Alexia.
—¡Cállate! —Eduard estaba colérico. No toleraba que nadie le discutiera. Su ego inflado se apoderó de él y recorrió su ser, como un peligroso virus psicológico.
—¡Yo mando aquí ahora! ¡Y se hace lo que yo digo! —gritó a viva voz. Su tic nervioso le vibraba acompasadamente en el rostro, como el segundero de un reloj.
—Alexia, tengo que salvar tu vida —dijo Aquiles con los ojos llenos de resignación.
—¡Papá, de todas formas no nos dejarán salir de aquí!
—¡He dicho que te calles! —gritó Eduard desencajado—. ¡Es él quien debe hablar!
Visiblemente nervioso, fue hacia la computadora y activó el Skype. En sólo unos segundos El Mago comenzó a observar todo a través de la cámara.
Villamitrè le acercó a Aquiles Vangelis un plato con frutos secos, otro con frutas y una botella con agua. "Ahora el jefe está viéndolo todo."
Aquel sitio empezaba a caldearse. Calor, sudor, tensión y nerviosismo. Sin embargo, a pesar de su desventaja, el arqueólogo parecía ser el más sereno. Estaba resignado. Sabía que quedaba poco tiempo y sería muy difícil escapar de allí. Aunque era vana, sin embargo, tenía la esperanza de que liberaran a su hija si él hablaba.
—¿Y bien, profesor? Se me agotó la paciencia.
Aquiles giró su cabeza y le dirigió una mirada compasiva a Alexia.
Ella, con expresión de pena en su rostro, movía la cabeza a los lados en señal de negación.
—Bien —dijo Aquiles, que se había bebido la pastillas con dos vasos seguidos de agua—. Si quieren saber lo que sucedió con mi descubrimiento les diré lo que pasó.
Los ojos de Eduard se llenaron de un brillo maligno. Se cercioró de que El Mago estuviese mirando.
—¡Toma también la grabadora! —le ordenó a Villamitrè.
Aquiles respiró profundo.
—Hablaré, pero quítenos las sogas.
Eduard y Villamitrè se miraron. Después de unos segundos, Eduard hizo un movimiento afirmativo con su cabeza.
—Sólo a usted, profesor.
Villamitrè volvió hacia él y le quitó la apretada atadura.
—¿Profesor? —le dijo Eduard, con voz seca, sugiriéndole que comenzara.
Aquiles le hablaba directamente a Alexia, como si no le importase que los demás escucharan. Si moría, no quería morir con aquel secreto, quería que al menos su hija lo supiera.
—Siempre he buscado la Atlántida —dijo con voz resignada—. He estado convencido durante toda mi vida de que aquella evolucionada civilización existió antes del gran diluvio y de los cataclismos de la Tierra. Estudié con fervor lo que Platón señaló en sus escritos y dediqué mi vida a su investigación. De la misma forma que Schliemann descubrió Troya o Evans desveló las ruinas de los antiguos minoicos, pensé que mi labor en este mundo, mi destino, era hallar los restos de la Atlántida y presentarlos a los cuatro vientos para acallar la VOZ de los escépticos.
—Eso ya lo sabemos, profesor. No se vaya por las ramas. ¿Qué ha descubierto?
Aquiles sintió que se renovaban sus energías, aunque respiraba dificultosamente y su cuerpo seguía adolorido.
—¡Continúe! —le ordenó Eduard.
—Los atlantes antiguos eran muy evolucionados, tenían tecnología avanzada, poderes paranormales, sabían cuál era su posición en el universo y tenían contacto con La Fuente de la Creación de todas las cosas. Sabían que no sólo la Tierra, sino el universo, no tiene fronteras ni pertenece a nadie. Nadie es propietario de nada, todo es un regalo divino. Todo es unidad dentro del cosmos, aun si la mente humana no lo comprende.
Villamitrè escuchaba con poco interés. Alexia sintió emoción al ver el esfuerzo que hacía su padre por hablar.
—Los atlantes podían hacer viajes astrales, salir del cuerpo, contactar con otras dimensiones, estimular su energía y su conciencia expandida. Ellos tenían activado todo el potencial del ADN. A lo largo de la historia hemos sido víctimas de hombres ambiciosos de poder y riquezas, religiones y gobiernos que deliberadamente han manipulado el ADN para que su potencial sea mínimo y mantener a la gente hipnotizada y programada.
—Continúe, profesor —le inquirió Eduard, cada vez más impaciente.
—Poco a poco creyeron que su civilización era mejor que las demás, se volvieron, digamos, más rígidos, menos espirituales y surgió un problema.
—¿Qué problema? —preguntó el catalán.
Aquiles llevó sus fatigados ojos directos hacia Eduard antes de responder.
—El ego.
—¡Hable sobre lo que descubrió! ¡No necesitamos lecciones de historia antigua ni de metafísica!
—Si no te explico esto antes, no entenderás para qué sirve mi descubrimiento. ¿Quieres que te lo diga sin darte el manual de instrucciones?
Eduard bufó por lo bajo como un bravo toro antes de salir al ruedo. Verificó que la grabadora siguiera funcionando y que el cardenal pudiera ver todo; le aterraba la idea de perder la conexión por internet.
—Siga.
Aquiles volvió a mirar a Alexia, quien le sonrió dulcemente. Amaba a su padre, quería abrazarlo, curarle las heridas.
—El ego se les filtró como un virus invisible y comenzó a roer a toda una civilización, igual que un ejército de ratas o de termitas devorando todo a su paso. Poco a poco, el egoísmo —volvió a mirar hacia Eduard— gobernó y arruinó su mundo, por lo que sus poderes comenzaron a decaer. La gente se identificó más con su ego que con su conciencia eterna y se produjo una caída.
—¿Una caída? —preguntó Eduard, con una mueca de incomprensión.
—Todos han escuchado hablar de la Caída Original. La pérdida del Paraíso.
—No le entiendo.
El Mago escuchaba atentamente tras la computadora.
—La famosa Caída del Paraíso bíblica se refiere a la pérdida de la conciencia cósmica. Al entrar el ego en juego y tomar las riendas del destino de una persona, la conciencia pasa a ser inconsciencia, o conciencia dormida. Y comenzaron a vivir a través de creencias, perdieron la conciencia en la vivencia directa, la evolución por la experiencia. Se alejaron del presente, el regalo del momento, el ahora eterno. No es lo mismo creer que existe el agua que tener la certeza de que existe, al beberla.