El secreto del Nilo (40 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Cuando volvieron a quedar exhaustos sobre el lecho se hicieron más promesas de amor. Ya no podrían estar separados, pues sus vidas se entroncaban para formar una sola.

—No puedo ofrecerte las riquezas que te proporciona Heny —le susurró Neferhor al oído.

—De nada me valen si su corazón no me pertenece por completo —contestó ella—. Tú posees algo mucho más valioso que te acompañará allá donde vayas. Está en tu
ka
y, como te dije antes, me envolvió la primera vez que te vi en mi casa. El faraón te honra —continuó en tanto sus ojos adquirían un brillo especial—, y eso no tiene valor.

—Entonces te haré mi esposa, si así lo deseas, para que el dios te enaltezca a ti también. Destacarás en la corte entre las demás damas y yo te ensalzaré dondequiera que vaya. Lo mío será tuyo, hasta el fin de mis días, y te cubriré de caricias cada noche hasta que quedes saciada.

Niut le besó en los labios y luego se incorporó para mirarle fijamente. Se encontraba satisfecha por el desarrollo de los acontecimientos, que se habían producido tal y como deseaba. Ahora Neferhor le pertenecía y por fin podría llevar a cabo sus planes. El corazón del joven no tenía doblez y sus sentimientos eran verdaderos; además el escriba había resultado ser un buen amante, y le había dado más placer que el que nunca le proporcionara su marido. Aunque no fuera un hombre hermoso se sentía atraída por él, quizá por aquella esencia que ella aseguraba haber captado desde el primer día. Estaba convencida de que Neferhor llegaría a ser poderoso en Kemet algún día, y que su nombre quedaría grabado en la piedra para hacerlo inmortal. Ella estaría allí, junto a él, para que la posteridad la recordara tal y como siempre había soñado; señoreando entre el resto de las aristócratas, a la vez que sus hijos estarían algún día llamados a ocupar los más altos cargos. Su estirpe se extendería durante milenios, y Niut sería evocada como si se tratara de una verdadera reina.

Ella volvió a mirarle un instante, y luego lo besó apasionadamente.

—Si me haces tu esposa me divorciaré de Heny —le dijo tras despegar sus labios.

Neferhor la abrazó con fuerza y Niut le mordisqueó el cuello.

—Pero… habrá que buscar algún juez que esté dispuesto a fallar a tu favor. Heny se opondrá, y el asunto puede llegar a complicarse.

La joven le dedicó una de sus irresistibles sonrisas.

—No te preocupes, todo saldrá a nuestra conveniencia. Confía en mí.

El escriba la miró convencido de que las cosas ocurrirían tal y como aventuraba aquella diosa.

—Dentro de poco el niño y yo estaremos junto a ti, para no separarnos jamás —señaló Niut.

—El niño —musitó Neferhor, pues casi no se había acordado de él—. Pero su padre no permitirá que..ۀmitirá .

Ella volvió a hacerle callar al poner uno de los dedos sobre sus labios.

—Se llama como tú: Neferhor. Yo elegí ese nombre porque él es tu hijo.

El camino de Maat
1

Sumido en sus cavilaciones, Neferhor navegaba río abajo camino de Menfis. Después de ocho meses de festejos la corte se trasladaba definitivamente al palacio de la capital, residencia habitual del dios. Este hacía algún tiempo que ya se encontraba allí, aunque parte de los funcionarios reales se habían visto obligados a permanecer en Malkata hasta la finalización del jubileo. Durante aquel tiempo volvieron a escenificarse diversos ritos de renovación ante el pueblo, que había continuado visitando Tebas con el objeto de recibir las bendiciones que conllevaba una ceremonia como aquella. El joven escriba hubo de encargarse de supervisar los misterios que siguieron celebrándose, así como de otros importantes asuntos que le encomendó Huy.

—El señor de las Dos Tierras ha decidido trasladar las imágenes de Sekhmet, sitas en su templo funerario, al de la diosa Mut, en la otra orilla del río. Tú me ayudarás a organizar apropiadamente el traslado —le había dicho Huy.

Neferhor no comprendió muy bien el porqué de semejante dictamen, aunque tampoco se le ocurrió preguntárselo. Él ya se había acostumbrado al caprichoso funcionamiento de aquella corte, y poco tenía que decir. Sin embargo, en su fuero interno el joven no dejaba de sorprenderse ante determinados criterios e, inconscientemente, comparaba la vida en palacio con la del templo en el que se había educado. En Karnak no había lugar para las frivolidades, y mucho menos para los fastuosos derroches que había presenciado.

Pero si Nebmaatra había determinado que trasladaran a la diosa Sekhmet al templo de Mut, no cabía sino obedecer. Nada menos que setecientas treinta estatuas de granito negro debían atravesar el río y ser depositadas en el recinto templario situado junto a Karnak.

Neferhor pensó que, debido a su recién renovada naturaleza divina, el faraón ya no creía necesario el amparo de Sekhmet contra las enfermedades, y en un alarde de magnanimidad había optado por enviar las imágenes de la diosa leona a Tebas, para que protegiera a su pueblo, que estaría más necesitado que él.

Aquella misión significó un pequeño paréntesis dentro del desarrollo de sus funciones, que le ayudó a no considerar a cada momento su situación personal. No obstante, los problemas que se derivaban de esta debían ser resueltos cuanto antes, aunque ello no fuera una cuestión fácil. Su corazón solo pensaba en su amada, y ahora que había resuelto tomarla por esposa no veía la hora en la que por fin estuvieran juntos para siempre.

Para Neferhor fue un alivio zarpar para Menfis después de tantos meses de arduo trabajo. Como siempre le ocurriese, el río parecía ejercer sobre él un efecto balހWsámico que le ayudaba a reflexionar y ver las cosas con mayor claridad. Era un viaje magnífico a través de la tierra que tanto quería, y durante la travesía el joven reparó en las consecuencias que la pasión desatada entre ambos amantes les reportaría.

El mayor obstáculo, sin duda, era la obtención del divorcio. Niut le había insistido en que esto no representaría ningún problema pero, como escriba que era, el joven conocía las sorpresas que podía deparar una sentencia al respecto. Fue por este motivo por el que prefirió no correr riesgos y pedir la intercesión de Huy en el asunto. Este no pareció sorprenderse en absoluto, lo cual llevó a Neferhor a avergonzarse ante la certeza de que el anciano estuviera al corriente de sus amoríos. Para un hombre tan recto como Huy, siempre seguidor del camino del
maat
, aquello debía de suponer un pecado terrible. Sin embargo, el escriba se encontró con una de las características sonrisas beatíficas que, de cuando en cuando, le solía dedicar su mentor, y con la promesa de que se encargaría del asunto.

—El amor, en ocasiones, tiene estas cosas —le dijo, aunque semejante enredo le pareciera una inmoralidad.

Cuando su embarcación pasó junto a Ipu, Neferhor estuvo tentado de atracar en el muelle y salir corriendo para entregarse en los brazos de su amada. Ansiaba volver a ver la luz de su mirada, sus labios de terciopelo y fuego, abrazar su cuerpo, colmarse de sus caricias y, sobre todo, conocer a su hijo. Este era un aspecto que le producía una inevitable desazón. Era padre desde hacía más de dos años, y este pensamiento le llevaba a elucubraciones sin fin. ¿Cómo sería el niño? ¿Estaría sano? ¿Qué pensaría Heny de todo aquello? ¿Aceptaría un hecho semejante?

El joven aún recordaba las palabras de Niut antes de despedirse: «Cuando veas al niño, no tendrás dudas acerca de tu paternidad.»

Todas estas cuestiones le habían producido un gran desasosiego, pero se abstuvo de bajar a tierra para encontrarse con la que ya consideraba su familia. Era algo que debía evitar, sobre todo ahora que la vista se hallaba próxima. Con gran dolor de su corazón Neferhor pasó de largo, aunque no se resistiera a hacer llegar a Niut una escueta nota en la que le declaraba su amor a la vez que le prometía que la esperaría en Menfis, donde muy pronto estarían juntos.

Los parajes en los que pasara su niñez fueron de nuevo sinónimo de felicidad y esperanza. Todo cuanto le reservaba la vida parecía nacer de allí, como si aquella región formara parte indisoluble de su propia naturaleza. La llevaba consigo allá donde fuera, pero a él no le importaba.

En Menfis el dios le esperaba para encomendarle nuevos cometidos. La Casa de la Correspondencia del Faraón suponía todo un enigma para el joven escriba.

2

Roy se disponía a presidir el tribunal que aquella mañana se reunía en Ipu para resolver diversos litigios entre particulares. Había de todo; desde denuncias por robo de animales domésticos y abusos del fisco, hasta acusaciones de brujería y malas artes. Sin embargo, el que más le preocupaba era la demanda de divorcio presentada por una dama de nombre Niut que, por poco usual, le causaba perplejidad. Mientras se colocaba la peluca y hacía honor a su rango, Roy renegaba de su suerte ante los dioses y, particularmente, delante de Maat, su santa patrona, por haber sido designado para semejante dislate. Que una señora requiriera el divorcio en los términos en que lo hacía aquella dama no era cosa común; claro que los tiempos estaban cambiando. En la antigüedad, durante la era de las pirámides, la justicia era impartida en el Alto Egipto por seis tribunales que atendían al nombre de Gran Mansión. Al frente de cada uno de dichos tribunales había un juez que formaba parte de un colegio denominado Grandes del Alto Egipto. Ellos eran la ley, y solo el visir como juez supremo y el faraón podían sustituirlos en su cometido.

Pero con el paso de los siglos se habían empezado a crear asambleas de funcionarios que se encargaban de las disputas entre los ciudadanos. Así, había sucedido que alguien que, como Roy, había pasado gran parte de su vida como escriba cumplimentando actas, había terminado por ser nombrado juez y pasado a formar parte del
saru
, un consejo local de notables. Indudablemente, ser juez representaba un honor con el que nunca hubiera soñado. Estos poseían un poder incuestionable, que había llegado a ser proverbial en la historia de Egipto. Roy se sentía orgulloso de ello, y se ufanaba ante sus íntimos. Representar a la diosa Maat entre los mortales no era cuestión baladí, y menos en sus circunstancias. Para un hombre como él, procedente de una familia humilde, el llegar a aquella posición no le había resultado fácil.

Tras haber pasado la mayor parte de su vida redactando actas y recursos, Roy tenía una idea bastante aproximada del funcionamiento de la ley en Kemet. Las influencias que planeaban alrededor de los tribunales podían llegar a ser de consideración, y él había aprendido muy bien a lo largo de los años cómo salir indemne de ellas. Los tiempos en que los jueces profesionales eran investidos de un poder omnímodo ya habían quedado atrás, y ahora era necesaria una gran perspicacia para llevar adelante sus funciones y sobre todo su sentido común.

El caso de divorcio que debía fallar aquella mañana suponía todo un desafío que le había quitado el sueño durante las últimas noches. Era inusual que una dama presentara una demanda por adulterio, y mucho menos en semejantes términos. La señora en cuestión tenía contratos firmados por su esposo en los que este convenía en los términos estipulados a dar la razón a su esposa en el caso de que fuera encontrado en falta. Esto de por sí ya resultaba sorprendente, sobre todo porque hasta hacía no muchos años la mayor parte de los divorcios se producían por la infidelidad de la mujer y no del marido. Incluso él mismo recordaba algún caso en el que el juez había decretado pena de muerte contra la adúltera.

Sin duda los tiempos habían cambiado, aunque lo verdaderamente escandaloso del asunto era el documento en el que un testigo presencial daba fe de que la infidelidad del cónyuge se había producido tal y como aseguraba su esposa. Dicho testigo era nada menos que un escriba de la administración del nomo; inaudito.

El problema que se le presentaba al juez era de consideración, ya que el esposo era uno de los hombres más ricos de la región y, además, había sido favorecido por el dios en persona al elegir los vinos que comercializaba para la celebración de su jubileo.

A Roy se le erizaba el vello al pensar en aquel particular, pues bien conocía él las consecuencias de una sentencia errónea, sobre todo cuando la dama Niut pretendía quedarse con la mayoría de los bienes de la otra parte, ya que así constaba en el contrato.

Durante días, Roy se había maldecido por su mala suerte. Que él supiera, nadie en todo Kemet había planteado un caso de divorcio en semejantes términos, y su decisión sentaría jurisprudencia. Sin embargo, él no tenía ningún deseo de pasar a la posteridad como el primero en fallar a favor de la demandante en un asunto como aquel. Siempre había querido vivir plácidamente, sin sobresaltos, atendiendo como correspondía los asuntos que habitualmente se presentaban y que todos sabían cómo tratar.

Para hacer aún más espinoso el problema, el día anterior el juez había recibido, de forma discreta, una nota en su residencia particular. Un mensajero real en persona se la había dado en mano, ante el estupor de Roy, que se temía lo peor.

Los heraldos en Kemet no solían ser portadores de buenas noticias, y en esta oportunidad no iba a ser diferente. El pequeño papiro venía firmado por Khaemjet, el mismísimo secretario del visir y gran magistrado del Alto Egipto, y en él le recomendaba hacer justicia en un caso tan flagrante como aquel en el que una desvalida dama había sufrido todo tipo de abusos y vejaciones por parte de su inmoral esposo.

«El camino del
maat
es aquel que debe seguir un juez durante toda su vida para dar ejemplo a los ciudadanos con paso firme y pulso inquebrantable.»

Así decía la nota, que dejó boquiabierto a Roy, y tan pálido que parecía que Anubis ya se lo hubiera llevado.

Luego los fluidos regresaron desde sus
metu
a donde debían, y temperó el entendimiento. La tal Niut debía de ser una mujer de cuidado, sin duda, para involucrar al visir en algo como aquello. Si el escriba real Khaemjet, secretario personal del
ti-aty
, le animaba a sentar la mano en tan inmoral esposo, él no era quién para contradecirle. En el fondo hasta sintió un gran alivio, y se congratuló de que existiese un corazón bondadoso dispuesto a arrojar un poco de luz sobre asuntos tan oscuros como el que le había correspondido juzgar. El derecho contractual debía prevalecer, sin ningún género de dudas. Al terminar de aderezarse como correspondía, Roy suspiró profundamente antes de entrar en la sala. Lo sentía por Heny. Aquella mujer iba a dejarlo en la ruina.

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