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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (24 page)

—¡Que la Diosa los maldiga! —gruñó Malus, y se volvió hacia los caballeros—. ¡Dachvar! ¡Vamos a intervenir!

Dachvar desenvainó la espada con gesto cansado, tenía un costado del cuello y la cara negros de sangre seca de una herida de lanza de la noche anterior.

—La caballería real está preparada, mi señor —dijo con tono grave.

Entre los caballeros supervivientes ya se propagaban gritos mientras se preparaban para la batalla. Tras una noche huyendo, estaban ansiosos por derramar sangre enemiga.

Ahora los desbandados lanceros marchaban despavoridos; dejaban caer las armas mientras se alejaban a la carrera de los enfurecidos bárbaros. Malus dio la bienvenida a la cólera negra que ascendió como una marea desde su corazón y le inundó las extremidades de fuerza y odio.


¡Sa'an'ishar!
—gruñó—. ¡Alacarga!

Rencor
saltó hacia delante con un gruñido, ansioso ante la perspectiva de comer carne de caballo. Los bárbaros habían tenido el suficiente buen sentido como para atacar el otro extremo de la línea de batalla, alejado de los cansados caballeros, pero los gélidos lanzados a la carga cubrieron los pocos centenares de metros que los separaban en menos de diez segundos. Los bárbaros, perdidos en su orgía de asesinato, no se dieron cuenta de que la muerte se les echaba encima hasta que ya fue demasiado tarde.

Malus dio rienda suelta a
Rencor
, y desenvainó las dos espadas largas en el momento en que el nauglir saltaba sobre el caballo del bárbaro que iba en cabeza. El roñoso equino fue derribado en medio de un relincho monstruoso, con el espinazo seccionado por las fauces del gélido. El jinete saltó al suelo con una salvaje maldición, sólo para que Dachvar le abriera el cráneo de un tajo al pasar como una exhalación.

—¡Sigue,
Rencor!
¡Sigue! —gritó el noble, haciendo avanzar al gélido con las espuelas y la presión de las rodillas.

Rugiendo de hambre, el nauglir se abalanzó hacia otro ágil caballo, le atrapó con los dientes la pata delantera con la que avanzaba y se la cortó de un mordisco en medio de una fuente de amarga sangre. El animal cayó rodando de cabeza, relinchando y retorciéndose, y el gélido le saltó justo encima, donde se puso a morderle el lomo y los cuartos traseros.

Un pataleo de cascos lanzados a la carrera hizo que Malus volviera la cabeza, y vio que un bárbaro corría hacia su espalda, por la izquierda. El noble cogió las riendas con la mano izquierda y tiró con todas sus fuerzas para apartar al nauglir de la presa y hacer girar a la bestia de cara a la amenaza que corría hacia ellos. Sólo lo logró a medias, y el gélido quedó perpendicular al jinete que se les echaba encima. El bárbaro tuvo que escoger entre dar un amplio rodeo que lo situara fuera del alcance de las fauces del gélido y pasar lejos de Malus, o desviarse en la dirección contraria y arriesgarse a recibir un golpe de la mortífera cola del nauglir para poder intercambiar golpes con su jinete. Sonriendo como un demonio, escogió la segunda opción.

Malus recibió al jinete con un alarido furioso y dirigió un tajo a las riendas del caballo con la espada izquierda, seguido por una estocada a los ojos del bárbaro con la espada de la mano derecha. Las riendas fueron cortadas como un hilo, pero el jinete desvió hacia un lado la segunda espada con el borde de acero de su rodela. Riendo, el bárbaro lo acometió con el hacha, y Malus sintió que la hoja del arma impactaba justo por encima de su clavícula y rebotaba sobre la armadura encantada. Quince centímetros más arriba, y le habría abierto una herida en la garganta hasta la espina dorsal.

Rencor
rugió
y
se volvió para lanzar una dentellada a los cuartos traseros del caballo, pero el bárbaro obligó a la montura a pegarse al flanco del gélido
y
continuó aporreando la guardia del noble druchii. El hacha volvió a descender, ahora hacia la cabeza de Malus, pero esa vez el noble trabó la curva hoja del arma contra el lomo de la espada que empuñaba en la mano izquierda, e intentó atraerla hacia sí. Sin embargo, sus cansados brazos estaban más débiles de lo que él imaginaba, y el bárbaro parecía tenerlos de flexible acero. Sin dejar de reír, el guerrero del caos gruñó algo en su idioma bestial
y
retiró el hacha, con lo que arrastró a Malus limpiamente fuera de la silla. Lo siguiente que vio el noble druchii fue la redonda protuberancia central de la rodela cuando el jinete la estrelló contra su cara. Gritó de rabia y dolor, cegado por el golpe, y barrió el aire con un amplio arco de la espada que sujetaba con la mano izquierda, cuyo filo halló las costillas del caballo
y
una pierna del bárbaro. Ambos lanzaron un alarido de pánico, pero el segundo continuó arrastrando la espada del noble con su hacha.

Malus no podía respirar porque la sangre que le manaba de la nariz partida llenaba su boca. Parpadeando para librarse de las lágrimas, miró hacia arriba y vio que el jinete alzaba el escudo manchado de icorj lo dirigía hacia su cuello estirado. Con un grito, Malus giró dolorosamente la cintura
y
estocó hacia arriba con la espada que tenía libre. La punta de la hoja se clavó en un costado del bárbaro, justo por debajo del borde de su ancho cinturón de cuero. El jinete se puso rígido
y
su risa cesó por fin. Oscura sangre roja corrió en abundancia por el plano de la hoja del druchii; a Malus se le empapó el puño mientras retorcía el arma dentro de la herida. Arrancó la espada con un convulsivo tirón, y el jinete se deslizó de la silla, sin vida.

Mientras el caballo sin jinete se alejaba a la carrera, Malus volvió a subir a la silla de montar de
Rencory
se frotó el dolorido rostro con el dorso del guantelete izquierdo. La batalla ya había acabado; apenas un puñado de bárbaros corría de regreso a la seguridad de las elevaciones, y los miembros de la caballería real permanecían sentados sobre sus monturas en medio de un campo abarrotado de cuerpos de humanos y caballos destrozados. Una cansada aclamación se alzó de las filas de la Guardia Negra, pero el sonido se perdió en el resonante y prolongado trueno que les llegó desde el norte.

Con el ceño fruncido, Malus miró hacia la línea de montañas y vio que en el cielo hervía una masa de nubes negras y purpúreas. En medio de ellas restallaban pálidos rayos, y un frío viento que sabía a sangre vieja agitó el polvo y rozó las caras de los vapuleados druchii.

Entonces, quedó claro el propósito de los constantes ataques. Los bárbaros habían enlentecido la retirada del ejército hasta la velocidad de un caracol para que el resto de la horda pudiera darles alcance.

El señor Meiron les gritaba salvajes maldiciones a los supervivientes del regimiento desbaratado, y los hacía volver a la formación. La caballería real hizo que sus monturas volvieran a situarse detrás de la línea de batalla, mientras los jinetes lanzaban miradas de inquietud hacia las montañas del norte. Malus se quedó donde estaba durante un momento, mientras sopesaba las probabilidades. Miró hacia el sur, en dirección a la lejana imagen de la torre. Estaba tan cerca..., ¡tan condenadamente cerca!

Perdido en la poco prometedora reflexión, se sobresaltó al oír la voz del señor Meiron.

—Os pido disculpas, mi señor —dijo, malhumorado—. El capitán del regimiento fue uno de los primeros que resultaron muertos en la carga. He asumido personalmente el mando de la unidad, y te aseguro que no le volverán otra vez la espalda al enemigo.

El noble dirigió la mirada hacia la línea de las montañas.

—Está a punto de estallar una tormenta, señor Meiron.

—Eso he visto, mi señor —replicó Meiron, con calma.

—No nos queda mucho tiempo —dijo Malus—. Calculo que aún estamos a unos buenos ocho kilómetros de la torre. ¿A qué velocidad pueden correr tus hombres?

—¿Correr, mi señor? —preguntó el comandante de infantería—. Ya hemos corrido todo lo que podíamos. No, aquí es donde nos quedaremos a resistir.

Malus miró al señor Meiron a los ojos.

—No podemos hacerlo —dijo—. Nos cortarán en pedacitos. Eso de allí es el cuerpo principal de la horda.

—Ya lo sé, mi señor. Por eso carece de sentido echar a correr. Nos tienen. Si huimos, sus jinetes simplemente nos atropellarán. —El señor Meiron se irguió en toda su estatura—. Y nunca en mi vida he huido de un enemigo, menos aún de estos animales. Y no voy a empezar ahora.

Malus entrecerró sus negros ojos.

—Podría ordenártelo.

Meiron se puso rígido.

—En ese caso, me convertirías en un amotinado, mi señor —replicó—. Será mejor que pongas en movimiento a los nauglirs y a esos finos caballeros. No creo que nos quede mucho tiempo ya.

Los dos druchii intercambiaron miradas de entendimiento. Malus asintió con la cabeza.

—Muy bien, señor Meiron —dijo con voz tenebrosa—. No olvidaré esto, y tampoco lo olvidará el enemigo, te lo juro.

El señor druchii asintió con solemnidad.

—Te tomo la palabra, Malus de Hag Graef. En esta vida y en la otra. —Sin decir nada más, el comandante de infantería giró sobre los talones y volvió junto a sus hombres.

Malus lo observó alejarse, con el corazón lleno de amargura.

«En esta vida y en la otra», dijo para sí mismo, y sujetó bien las riendas. Taconeó a
Rencor
para que se lanzara al trote, y fue hacia los caballeros que aguardaban. Con la ventaja suficiente, los soldados montados podrían llegar hasta la torre, y lo avergonzaba que una parte de él se alegrara de escapar de la trampa de Nagaira.

«Pagarás por esto, hermana —pensó—. Lo juro por la Madre Oscura. Sufrirás cien veces más por cada soldado mío que mates.»

Llegó hasta Dachvar y los caballeros, y dio unas pocas órdenes en voz baja, para luego dar media vuelta y encaminarse hacia la caballería ligera. A esta última le ordenó que se pusiera en marcha de inmediato, y cuando echaron a andar hacia la torre, él fue hasta los carros y también les ordenó que se pusieran en movimiento. Los últimos en partir fueron los caballeros, y detrás de todos ellos se situó el propio Malus.

Las negras nubes ya habían superado la línea de las cumbres y avanzaban inexorablemente hacia el sur, en dirección a la torre. Los rayos corrían por el cielo y parecían castigar la espalda de los jinetes con golpes de trueno.

La última visión que Malus tuvo de las vapuleadas filas de lanceros fue una línea de espaldas erguidas y un bosque de lanzas dirigidas hacia la tormenta que avanzaba desde el norte. Atisbo la forma de los cuadrados hombros de Meiron, de pie en la vanguardia de su regimiento, con los ojos fijos al frente, esperando la llegada del enemigo.

A lo largo de las filas posteriores de los regimientos de lanceros, los jóvenes druchii, por cuya expresión era obvio que entendían lo que sucedía, les lanzaban miradas por encima del hombro a los jinetes y caballeros que se retiraban.

Las nubes de tormenta siguieron a los desanimados jinetes hasta la torre misma, y parecían morderles los talones con destellos de pálido rayo mientras los imprecaban con detonaciones de trueno. Tardaron casi una hora en llegar a las altas murallas negras, y durante todo ese tiempo, Malus se sorprendía mirando por encima del hombro y preguntándose si Meiron y sus hombres continuarían luchando.

Sombríos rostros los observaron desde lo alto de la muralla exterior, mientras se encaminaban hacia la puerta de la torre. Al aproximarse al cuerpo de guardia, Malus vio cuatro estandartes cuya gruesa tela ondeaba suavemente al débil viento sobre las almenas. Vio un cangrejo negro sobre campo blanco y con corona plateada, y un estandarte azul con tres mástiles negros. Entre ambos había un estandarte gris con un nauglir verde oscuro rampante, y por encima de todos se alzaba el estandarte de paño de oro de la perdida Nagarythe, con el signo de la corona y el dragón.

Malekith había llegado con su ejército, y los contingentes de Ciar Karond, Hag Graef y el Arca Negra de Naggor cabalgaban con él.

Durante la larga cabalgada hacia el norte había imaginado que regresaría a la cabeza de un ejército victorioso, con la cabeza de su hermana sujeta al frente, y oiría una fanfarria de trompetas que sonaría sobre las murallas. Ahora volvía derrotado, con apenas los quebrantados restos de los guerreros con los que había partido. Sintió el peso de la mirada de cada soldado mientras apartaba a
Rencor
a un lado y observaba a los supervivientes de su ejército mientras entraban en la fortaleza. Cuando el último de los caballeros desapareció dentro de las murallas, un coro de lamentos de cuerno se alzó desde el cuerpo de guardia. Al volverse, el noble vio la blanca llanura que tenía delante inundada por la negra marea de los soldados en marcha. La horda de Nagaira había llegado finalmente a la Torre Negra.

Con un rechinar de enormes goznes, las puertas de la fortaleza comenzaron a cerrarse. Malus dirigió una última mirada hacia el norte antes de espolear al nauglir para que entrara.

Los restos de su ejército aguardaban en la plaza de ejercicios del otro lado de las puertas, en formación de desfile a ambos lados del camino central. En medio de la plaza esperaba un druchii solitario que montaba un enorme corcel negro. Malus se aproximó con cautela al viejo general. Incluso
Rencor
estaba demasiado cansado como para hacer nada más que olfatear en dirección al caballo.

Nuarc cruzó las manos sobre el borrén de la silla y miró al noble de arriba abajo.

—Parece que alguien te ha arrastrado por una carnicería —declaró, sin más preámbulo.

—Una carnicería incendiada —lo corrigió Malus, que le devolvió una mirada feroz.

Para sorpresa del noble, Nuarc asintió con aire sombrío.

—Conozco el lugar —dijo con voz queda. Su expresión se tornó seria y profesional—. Malekith desea oír tu informe.

—Sí, imagino que sí —respondió Malus con un suspiro. Por su cara manchada de sangre pasó una amarga sonrisa.

Nuarc frunció el ceño.

—¿Te divierte algo?

—Estaba pensando en que un millar de valientes druchii acaban de entregar su vida para que yo pueda llegar sano y salvo a mi ejecución —dijo—. Condúceme, Nuarc. No hagamos esperar al Rey Brujo.

Nuarc se ofreció a darle tiempo a Malus para asearse, pero él declinó la oferta con una sonrisa carente de alegría. «Es mejor que el Rey Brujo y los señores reunidos vean qué les depara el futuro», pensó.

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