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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (22 page)

No obstante, al apartar la doble cortina lo detuvo en seco una escena de carnicería propia de una pesadilla. Por la larga tienda rectangular pululaban las pálidas figuras de los muertos vivientes. Los cadáveres druchii que habían estado arrodillados en actitud suplicante a lo largo de la estrecha nave habían cobrado horripilante vida bajo el mando de alguien invisible, y había atacado a los caballeros que Malus había dejado atrás, como retaguardia. Muchos de los cosidos cadáveres habían sido hechos pedazos, pero el resto se inclinaba ahora sobre los cuerpos destrozados de los caballeros de la Torre Negra, y tenían las manos empapadas de sangre y con trozos de carne desgarrada. Varias caras de floja mandíbula se volvieron en dirección a Malus, que se encontraba en el umbral, y el noble retrocedió ante aquella escena de matanza con una maldición blasfema en los labios.

Detrás de él, el paladín se puso en pie de un salto y recogió sus espadas. Malus miró rápidamente a su alrededor sin ver más que llamas a derecha e izquierda, y tomó una decisión. Inspiró profundamente, alzó las espadas de Shevael y se lanzó de cabeza a través de la lona encendida de la izquierda.

El calor y el humo lo envolvieron durante un instante abrasador, y luego se encontró dando traspiés por los oscuros confines de la tienda adyacente, donde pieles y cojines para dormir formaban una gruesa capa. Malus se abalanzó de cabeza hacia el otro lado de la tienda y abrió tajos en la pared de lona con ambas espadas. Una corriente de aire fresco le acarició el rostro, y él saltó a través de la tela hecha jirones para salir al aire de la noche. A través de la oscuridad salpicada de llamas sonaban alaridos y aullidos salvajes por todo el montículo, mientras los integrantes de la horda del Caos salían a la carga de sus posiciones ocultas situadas fuera del campamento y acometían a los jinetes druchii. Sabedor de que cada segundo contaba para los aislados grupos de caballería e infantería, el noble se llevó a los labios el cuerno de Shevael y tocó a retirada general con toda la fuerza de que fue capaz. Repitió el toque tres veces, dirigiendo el cuerno hacia el este, el norte y el oeste, y luego dejó caer el instrumento, que quedó colgando a su lado, y se encaminó a la máxima velocidad posible hacia los caballeros que aguardaban. Dado que el pabellón de Nagaira estaba en llamas, Malus se abrió paso con las espadas a través de otras dos tiendas que se interponían entre él y los guerreros montados, y por el camino apartó a puntapiés pilas de cráneos y dorados objetos producto del saqueo.

Al fin emergió, ensangrentado y manchado de hollín, y se encontró ante los nerviosos miembros de la caballería real. Estaban formados en amplio círculo, mirando hacia fuera, oyendo los resonantes gritos de los enemigos y esperando a que diera comienzo la acometida. Incluso los nauglirs percibían que el peligro se acercaba, pues pateaban el suelo y bajaban la cabeza amenazadoramente.

—¡Aquí,
Rencor!
—llamó Malus mientras avanzaba hacia el círculo con paso tambaleante.

Los caballeros se sobresaltaron ante la fantasmal aparición del noble.

—¡Mi señor! —gritó uno de los druchii—. Temíamos lo peor...

—Y teníais razón al hacerlo —replicó el noble, ceñudo, mientras envainaba la espada de la mano izquierda—. Os he conducido directamente a una emboscada.

Sin esperar a que
Rencor
se echara, el noble inspiró profundamente y saltó sobre la silla. Para asegurarse, sacó el cuerno de guerra y tocó a retirada una última vez, cosa que provocó un coro de salvajes aullidos en la oscuridad circundante.

—¡Ya está! ¡Formación compacta! Nos retiramos hacia la posición de los lanceros, y no nos detendremos por nadie ni por nada. —El noble alzó la espada que llevaba en la mano derecha. —¡Caballeros reales! ¡Adelante! —dijo Malus, y espoleó a
Rencor
para que echara a correr justo cuando la primera turba de hombres bestia salía aullando de la noche en llamas.

Malus y los caballeros salieron de la periferia del campamento en llamas y bajaron por la pendiente, perseguidos por una horda que les pisaba los talones entre bramidos. Fieles a su palabra, atravesaron o pisotearon todo lo que se interpuso en su camino. De la espada del noble caían gruesos hilos de sangre que volaban a través del viento cargado de ceniza, y los hocicos de los nauglirs brillaban con los fluidos vitales de hombres bestia y bárbaros que habían sido atrapados ante la avalancha de acero y escamas.

Más de una docena de nauglirs sin jinete saltaban tras la formación, siguiendo al resto de la manada, ahora que ya no tenían un jinete vivo que los guiara. Algunos caballeros habían sido derribados de la silla de montar por horrores que les habían saltado encima, o los habían matado hachas arrojadizas o lanzas. Cada baja era un golpe para el orgullo de Malus, una marca de fracaso que le hacía más daño que cualquier espada y se sumaba al desastre que se desplegaba a su alrededor.

Cuando salieron de los humeantes confines del campamento, Malus miró hacia el borde de la loma baja que tenía delante, y se sintió más animado al ver las largas hileras de lanceros cuyos escudos brillaban a la luz del fuego, igual que las puntas de sus armas. Si podían resistir durante el tiempo suficiente...

Malus señaló con la espada hacia la izquierda, y la caballería real respondió girando elegantemente y pasando con atronador estrépito por el flanco derecho de la muralla de lanzas. Al pasar al galope, el noble vio los rostros de ojos desorbitados de las primeras filas y percibió el miedo que hacía presa en los jóvenes lanceros. Nadie les había dicho qué estaba sucediendo, pero sabían que algo no iba bien.

El noble condujo a los caballeros por la pendiente de la loma y ordenó el alto. Hacia la derecha, a unos cincuenta metros de distancia, había un grupo de unos doscientos soldados de caballería. Un solo estandarte de los seis originales. Malus miró rápidamente a su alrededor y reprimió una maldición al no ver ningún otro. Volvió los ojos hacia sus caballeros.

—¿Quién es el más veterano, ahora que el señor Suheir ha muerto?

Miradas interrogativas pasaron entre los guerreros reunidos. Finalmente, un caballero maduro y de aspecto hosco alzó una mano.

—Soy yo, mi señor. Dachvar de ciar Karond.

—Muy bien, Dachvar. Ahora estás al mando —dijo Malus—. Que descansen tus hombres y atiendan a las monturas. Preveo que voy a necesitaros dentro de poco.

Sin aguardar réplica alguna, hizo girar a
Rencor
y ascendió a la carrera por la pendiente situada detrás de los regimientos de lanceros.

Las tres unidades formaban en Fdas cerradas, casi escudo con escudo, y ocupaban una cuarta parte de la ladera. Cada lancero no sólo llevaba la lanza, el escudo y la espada corta, sino también una pesada ballesta de repetición y una aljaba de saetas negras. Éstas estaban siendo cargadas por las últimas dos hileras de cada compañía cuando el noble llegó a la cima y encontró al señor Meiron y al señor Rasthlan estudiando la rugiente turba de soldados del Caos que se reunía en la ladera de enfrente, situada a unos doscientos metros. A poca distancia sobre la pendiente posterior vio a los exploradores autarii de Rasthlan que, acuclillados en pequeño grupo, fumaban sus pipas y hablaban entre sí en voz baja.

Malus frenó el gélido junto a los dos comandantes, y les devolvió precipitadamente el saludo.

—Te felicito por el despliegue, señor Meiron —dijo el noble, aprovechando la ventaja de la altura a que se encontraba para estudiar la disposición de los regimientos delanteros.

»Había esperado no tener necesidad de tus lanceros, pero ahora parece que tú cerrarás nuestra retaguardia. ¿Ha habido alguna señal de nuestros carros o del resto de la caballería?

—Ninguna, mi señor —replicó Meiron, con gravedad—. Es posible que los carros hayan quedado atrapados en los incendios que se han propagado por el campamento enemigo; hace ya un rato que no oímos el ruido de las ruedas. —Le dedicó un encogimiento de hombros ai noble—. En cuanto a la caballería, a estas alturas podría estar a media legua de distancia. La mayoría de esos jóvenes valentones son como los cachorros de lobo: persiguen a cualquier cosa que se mueva.

—El señor Irhaut piensa como un bandido de las colinas, mi señor —intervino Rasthlan—. Ha entrenado a sus jefes de estandarte para que se retiren ante un enemigo superior, y alejen a los perseguidores del resto del ejército. Lo que el señor Meiron quiere decir es que la caballería ligera podría estar a kilómetros de distancia hacia el este y el oeste, arrastrando detrás de sí tantas fuerzas del Caos como le sea posible.

Por la expresión de Meiron, estaba claro que no quería decir nada parecido; era un comandante de infantería empedernido que no sentía más que desprecio por los soldados de caballería, pero Malus aceptó la explicación de Rasthlan con un asentimiento de cabeza.

—En ese caso, recémosle a la Madre Oscura para que él y sus hombres tengan éxito —dijo el noble con expresión ceñuda— porque da la impresión de que no podremos hacer frente a más de lo que tenemos aquí.

Un rugido discordante inundó el aire en el borde del campamento del Caos. Los hombres bestia echaban la cabeza hacia atrás y le bramaban a la luna envuelta en velos de humo, y humanos tatuados golpeaban los escudos con las espadas y aullaban los nombres de sus dioses blasfemos. Aumentaban en número a cada momento que pasaba, y parecían una negra ola que descendiera por la ladera opuesta. Malus no podía calcular el tamaño de aquella masa, pero tenía la certeza de que superaban muchísimo en número a los druchii. El ruido envolvió a las formaciones de lanceros, entre los que pudieron oírse murmullos de miedo. Los miembros de la Guardia Negra, que ocupaba el centro de la fila, permanecían en silencio e inmóviles como estatuas, y simplemente esperaban a que comenzara la batalla.

El señor Meiron se volvió hacia los lanceros y les bramó con una voz ronca que atravesó como una sierra el estruendo.

—¡Manteneos firmes, hijos de puta! —gruñó—. ¡Escudos arriba y ojos al frente! ¡Esos degenerados están reuniendo la valentía necesaria para cargar hacia arriba por esta pendiente y desperdiciar sus vidas! ¡Si fuera un hombre santo caería al suelo y daría gracias al todopoderoso Khaine por unos enemigos tan estúpidos como éstos!

De las filas se alzaron aclamaciones y tenues risas, y los lanceros agitaron sus armas hacia la horda, que continuaba creciendo. El señor Meiron se volvió hacia Malus y sonrió con orgullo.

—No temas, mi señor —dijo—. Nos ocuparemos de estos animales.

—Te tomo la palabra, señor Meiron —replicó Malus con un asentimiento de cabeza.

El noble hizo que
Rencor
diera media vuelta y bajara por la colina hacia el grupo de caballeros. Los jinetes de la caballería ligera eran rezagados de diferentes estandartes y estaban claramente exhaustos, con la cara y la armadura manchadas por varias capas de humo y sangre. Cuando Malus se acercó, los jinetes se irguieron más en la silla e hicieron que las monturas se movieran para intentar algo parecido a una formación. Malus se aproximó con rapidez a la distancia de un grito.

—¡Cubrid el flanco izquierdo de los lanceros! —les bramó—. La caballería real se ocupará del derecho.

El jefe de estandarte acusó recibo de la orden con un saludo militar, y comenzó a gritar a los hombres. En ese momento el noble dio media vuelta a
Rencory
lo lanzó a la carrera hacia los caballeros que aguardaban.

Para cuando llegó junto a Dachvar, los guerreros del Caos se habían puesto en movimiento. Descendieron por la larga ladera como una hirviente masa desorganizada y sedienta de sangre que corría, arrastraba los pies y brincaba con pasos deslizantes de piernas torcidas. Blandían toscas armas por encima de sus cabezas deformes, y pedían a gritos la sangre de sus enemigos. A los ojos de Malus parecía que hubiera más de diez mil, un espectáculo que llenó de pavor incluso su negro corazón. «Las cosas nunca deberían haber llegado hasta aquí», pensó con amargura. ¿Cómo había podido prever Nagaira lo que él haría?

El suelo temblaba debido al estruendo de los miles de pies que corrían. Cabezas cornudas y espadas en alto destacaban como siluetas negras contra el infernal fondo del campamento incendiado del Caos.

Cuando los primeros guerreros enemigos se encontraban a un tercio de la distancia que los separaba del pie de la elevación, Malus oyó el áspero sonido de la voz del señor Meiron.

—¡
Sa'an'ishar
! —gritó.

Al instante, un susurro recorrió los regimientos de lanceros cuando éstos prepararon los escudos e inclinaron hacia delante las largas lanzas.

—¡Filas posteriores! ¡Preparad ballestas!

Una ondulación de formas acorazadas recorrió la línea de batalla cuando los guerreros druchii levantaron las ballestas de repetición y las inclinaron hacia el cielo. El señor Meiron alzó la espada.

—¡Preparados..., preparados..., disparad!

Sonaron las cuerdas de mil quinientas ballestas, y una lluvia de negras saetas silbó por el aire. Ni una sola pudo dejar de encontrar un blanco al caer en la masa de soldados enemigos, y los aullidos de furia se transformaron en alaridos de dolor cuando las flechas se clavaron en los guerreros mal protegidos. Cayeron centenares de humanos y hombres bestia, y sus cuerpos fueron pisoteados por sus compañeros cuando el resto de la muchedumbre continuó la carrera.

Las tropas del Caos lanzadas a la carga habían llegado al pie de la elevación. Un ruido de metal aceitado recorrió arriba y abajo la línea cuando los druchii volvieron a cargar rápidamente sus armas.

—¡Preparados! —gritó el señor Meiron—. ¡Disparad!

Otra sibilante tormenta de saetas salió volando hacia las filas del Caos. Centenares más resultaron muertos o heridos, y sus cuerpos fueron apilándose en la base de la cuesta. Salvajes hombres bestia apartaban de un golpe a los heridos o trepaban por encima de cadáveres acribillados, algunos a gatas en un intento por llegar hasta la línea de druchii.

Volvió a oírse el sonido de las ballestas al ser cargadas para disparar otra andanada. Las primeras líneas de enemigos estaban a menos de cincuenta metros de distancia.

—¡Primeras dos filas, arrodillaos! —gritó el señor Meiron, y los lanceros echaron obedientemente una rodilla a tierra—. ¡Filas posteriores, disparad!

Negra muerte segó vidas de atacantes, y las poderosas saetas atravesaron limpiamente a los enemigos más próximos. Las primeras tres filas de guerreros del Caos cayeron como trigo segado, e incluso Malus sacudió la cabeza con pasmo ante la escala de la masacre. En menos de un minuto, las laderas se habían convertido en un terreno de matanza, alfombrado con los cuerpos de los muertos.

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