Read El señor de la destrucción Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Malus se desenredó de la ropa de cama empapada y se puso de pie, tambaleándose. Tenía la mente espesa debido a la resaca y los efectos de la conmoción. El sueño aún permanecía en su mente con espantosa claridad. ¿Era real? ¿Acaso el demonio estaba ahora conspirando con Nagaira? ¿Cómo podía saberlo con certeza? Miró a Hauclir, pero ¿qué podía decir que no lo oyera también el demonio?
—¿Qué hora es? —preguntó con mirada legañosa.
—Primera de la mañana —replicó Hauclir—. De hecho, es demasiado temprano. Y gracias por preguntar por mi herida. No es ni con mucho tan grave como yo había temido.
—Tenemos que llegar a las cuadras de los nauglirs —lo interrumpió el noble—. Ahora.
Hauclir estudió a Malus con cuidado.
—Todavía estás borracho, mi señor.
—¿Y desde cuándo cambia eso las cosas? Ayúdame a ponerme la armadura —replicó el noble, mientras tironeaba de la manchada camisa de dormir.
Las cuchillas de carnicero subían y bajaban en el exterior de las cuadras de los nauglirs que había en el extenso complejo interior de la ciudadela, y vastos charcos de sangre destellaban al sol de la mañana. Al aproximarse Malus y Hauclir a la baja estructura de piedra, vieron que un grupo de jóvenes sirvientes sacaban los cuerpos de hombres bestia y bárbaros de la parte posterior de un carro, y los tendían en hilera para que los inspeccionaran los carniceros. Varios cientos de nauglirs consumían una gran cantidad de carne en un día, y los druchii no veían ninguna razón para desperdiciar nada que se les ofreciera.
El rugir de la batalla procedente de la muralla interior, situada a menos de ochocientos metros de distancia, había continuado sin disminuir desde el día anterior. Los guerreros del Caos se lanzaban en interminables oleadas contra las altas murallas. Hauclir decía que dentro de poco no iban a necesitar escalerillas, sino que podrían llegar a lo alto de la muralla trepando por las pilas de sus propios muertos.
El antiguo capitán de la guardia cojeaba, dolorido, junto a Malus, y se apoyaba en una improvisada muleta hecha con un par de astas de lanza.
—¿Por qué esa repentina prisa por visitar a tu gélido? —preguntó con un destello de suspicacia en los oscuros ojos—. Si estás pensando en ir a dar un breve paseo por la campiña, no creo que puedas llegar muy lejos.
—Necesito coger algo que llevo en las alforjas —replicó el noble, lacónico.
Su mente aún le daba vueltas a la trascendencia del sueño que acababa de tener. «Debería haber esperado esto», pensó con enfado. Ahora que había conseguido la ayuda de su madre Eldire y se había unido a la Espada de Disformidad, era inevitable que Tz'arkan intentara encontrar maneras de conspirar contra él para conservar la ventaja. Hasta ese momento no tenía ni idea de que el demonio pudiera hablar con Nagaira a través de sus sueños. ¿Sería también responsable de sus muchas pesadillas relacionadas con Lhunara? El pensamiento lo aterrorizaba tanto como lo enfurecía.
Había sido un estúpido al guardar la Espada de Disformidad, con o sin riesgos. Eso iba a cambiar.
Malus pasó corriendo junto a los carniceros manchados de sangre y bajó por la rampa hacia los pesebres. La cámara era oscura, y el húmedo aire estaba cargado del acre olor de decenas de enormes bestias de guerra. Cada nauglir tenía su propio pesebre, no desemejante de los pesebres para caballos, pero hechos de piedra enlucida en lugar de madera y cerrados por una robusta reja de hierro.
Pasaron varios minutos antes de que el noble encontrara a
Rencor
. El nauglir estaba dormitando sobre el arenoso suelo, con el hocico protegido tras la cola enroscada. La bestia de guerra despertó cuando Malus descorrió el cerrojo de la reja y entró en el pesebre.
Hauclir, que aún tenía la ropa manchada de sangre fresca, decidió prudentemente no seguirlo.
—Ahí estás, bestia de la tierra profunda —dijo Malus.
Al oír la voz de su amo, el gélido se puso rápidamente de pie. La fuerza de la costumbre hizo que el noble inspeccionara las zarpas del gélido, sus dientes y la piel en busca de signos de enfermedad.
—Parece que esos imbéciles están tratándote bien —murmuró, mirando la arena manchada de sangre en las proximidades—. Y tu apetito es bueno.
Malus desplazó la inspección a la silla y los arreos, y luego a las alforjas, aún sujetas al lomo del nauglir. Las que contenían las reliquias continuaban bien cerradas, y a su lado se encontraba el largo envoltorio que encerraba la Espada de Disformidad. Imaginó que ya podía sentir el calor de la ardiente arma como si fuera un brasero con ascuas latentes que esperaban ser avivadas. El noble inspiró profundamente y tendió las manos hacia la espada.
Al instante, un espasmo de lacerante dolor recorrió el cuerpo de Malus. Se dobló por la cintura con un agónico gemido, y sus manos se curvaron como temblorosas garras.
Rencor se
sobresaltó y se volvió a mirar a Malus con un gruñido de advertencia.
El demonio se movió bajo la piel del noble.
—¡Ah, no!, pequeño druchii —ronroneó Tz'arkan—. Me parece que no.
—¿Mi señor? —gritó Hauclir—. ¿Estás bien?
Pero el noble no podía hablar; de hecho, apenas si podía respirar debido al dolor que le atenazaba el pecho y los brazos. Vagamente vio que
Rencor
se alejaba de él con lentitud y cautela, y su experto ojo reconoció de inmediato que se encontraba con un grave problema. Por encima del rugido que le inundaba los oídos, oyó que el gélido gruñía desde lo más profundo de su garganta.
Puso hasta la última pizca de voluntad en obligar a las palabras a atravesar sus apretados dientes.
—Su...éltame —dijo con voz ronca.
—¡Ah, sí que lo haré!, pequeño druchii —dijo el demonio—, pero antes tal vez dejaré que esta bestia tuya te corte el brazo de la espada. Podría obligarte a meterle el brazo dentro de la boca si quisiera. ¿Te apetece verlo?
Un violento temblor sacudió el cuerpo del noble... y su brazo derecho comenzó a levantarse lentamente, vacilante.
—¡Mi señor! —gritó Hauclir—. En el nombre de la Oscuridad Exterior, ¿qué estás haciendo?
Desde el otro lado del pesebre,
Rencor
lanzó un colérico bramido. De inmediato, los otros nauglirs de la cuadra recogieron el rugido, y el aire se estremeció con sus atronadores gritos.
—¡Qué carne tan débil y tosca tienes, Darkblade! —dijo el demonio—. No será una gran pérdida si una parte de ella es arrancada. De hecho, estaré encantado de permitir que tu maloliente bestia te corte los dos brazos de una dentellada, si es lo que tengo que hacer para mantenerte lejos de esa espada. Verás, ahora dispongo de nuevos aliados. Ellos pueden acabar el trabajo comenzado por ti y darme lo que quiero.
Por los labios de Malus salió un agudo, desesperado lamento, mientras observaba cómo su brazo derecho se extendía del todo. Su cuerpo se movió como una muñeca al volverse con movimientos convulsivos hacia el gélido.
Rencor
tenía la cabeza baja y movía la poderosa cola como un látigo por el suelo arenoso. Estaba a punto de atacar.
De repente, una forma ataviada con ropón se lanzó a través de la arena y derribó a Malus al suelo en el momento en que atacaba el nauglir. El rectangular hocico de la bestia se cerró justo donde Malus había estado de pie un instante antes, y saltaron gotas de saliva venenosa.
—¡Atrás, maldito montón de escamas! —rugió Hauclir mientras blandía la muleta hacia la cara del gélido con una mano, e intentaba arrastrar a Malus lejos de él con la otra.
Rencor
atacó con una dentellada al ofensivo palito y lo hizo astillas, pero eso le dio a Hauclir suficiente tiempo para arrastrar a Malus hasta la mitad del pesebre. El noble pataleaba contra el suelo de arena para intentar ayudarlo. El gélido lanzó otro furioso bramido y abrió surcos con las zarpas en la arena, pero antes de que pudiera encogerse para cargar, Hauclir sacó al noble por la puerta y cerró la reja de golpe.
—Por los Dioses del Inframundo, mi señor, ¿de qué iba todo eso? —quiso saber Hauclir con la respiración entrecortada. Tenía manchas de sangre fresca en el vendaje del muslo.
Antes de que Malus pudiera hablar, el demonio le susurró una advertencia al oído:
—Ten mucho cuidado con lo que digas, Darkblade —le avisó—. O la próxima vez que te despiertes encontrarás a todos tus preciosos sirvientes degollados.
El noble apretó los dientes.
—Sólo..., sólo estaba inspeccionando mis pertenencias —respondió—. A la condenada bestia simplemente no le gustó mi olor. Demasiado vino, como tú dijiste.
El antiguo capitán de la guardia frunció el entrecejo.
—¿Estás seguro de que eso es todo? —preguntó mientras sus oscuros ojos escrutaban a su antiguo amo.
—¿Qué otra cosa podría ser? —le espetó Malus con voz amarga. Antes de que Hauclir pudiera replicar, hizo callar al druchii con un gesto de una mano—. Basta de preguntas. Quiero ir a la muralla para comprobar el estado del asedio. Tengo la sospecha de que está a punto de suceder algo terrible.
Columnas de grasiento humo negro se alzaban desde detrás de las murallas interiores de la fortaleza, y el aire estaba cargado de olor a carne asada. Cada ochocientos metros a lo largo de la avenida de dentro de la muralla se alzaba una pira para los druchii muertos, cada una atendida por una veintena de exhaustos sirvientes y un par de oficiales de ojos inexpresivos que anotaban el nombre de cada soldado que era entregado a las llamas. Hacía días que se había abandonado la retirada ordenada de los cadáveres y su traslado a los hornos funerarios. Los muertos se amontonaban con una rapidez mucho mayor de la que podían asumir las cuadrillas, y la mayoría de los integrantes de éstas, además, habían sido trasladados a la defensa de las murallas.
Las pilas de enemigos muertos eran aún más enormes; los montones malolientes en algunos sitios sobrepasaban los tres metros y medio, y rodeaban la totalidad del perímetro de la muralla. Malus estaba pasmado por la descomunal escala de la matanza, y más que un poco inquieto ante el celo casi suicida de la horda del Caos. «Nos enterrarán en sus propios muertos si tienen que hacerlo —comprendió con una mezcla de preocupación y admiración—. Sólo les importan la victoría y la destrucción, y continuarán atacándonos hasta que mueran sus jefes o el último bárbaro haya sido arrojado desde lo alto de la muralla.»
Se sorprendió preguntándose qué clase de cosas podría lograr él con un ejército semejante, y apartó despiadadamente a un lado esos pensamientos.
Con Hauclir cojeando a su espalda, subió por la larga rampa manchada de sangre hasta las almenas que estaban situadas junto al cuerpo de guardia norte. Los soldados limpiaban los restos del último ataque, y en consecuencia, caían cuerpos y trozos de armadura que pasaban junto a los dos druchii como una granizada sangrienta. La última acometida había concluido ya cuando el noble atravesó el complejo interior al salir de las cuadras de los nauglirs. El repentino silencio que reinaba a lo largo de las almenas resultaba inquietante después de lo que habían parecido horas de alaridos y derramamiento de sangre.
El noble se quedó espantado ante la escena de carnicería con que se encontró en lo alto de la muralla. El parapeto de piedra oscura estaba cubierto por una gruesa capa de sangre, serrín y visceras, y los lanceros druchii se sentaban o dormían en medio de la porquería, demasiado exhaustos y entorpecidos como para darse cuenta siquiera. Armas rotas y trozos de armadura y de cuerpos sembraban todo lo largo de la muralla. Grandes cuervos daban saltos y se dirigían graznidos unos a otros mientras buscaban los mejores bocados entre los inmóviles cuerpos de los vivos. Incluso Malus, que recientemente había caminado por las calles tintadas de sangre de Har Ganeth, quedó pasmado ante lo que veía. Se volvió a mirar a Hauclir, y vio que la cara del antiguo capitán de la guardia estaba pálida y ceñuda.
Más allá de las murallas, la ciudad exterior era un erial de edificios quemados y toscas tiendas. Exhaustos guerreros del Caos yacían como manadas de perros salvajes a lo largo de las avenidas sembradas de desperdicios, y el matadero en que se había convertido la zona de delante de la muralla interior estaba alfombrado por cientos y más cientos de cadáveres hasta donde llegaba la vista. Entre las ruinas se alzaban aullidos y gritos de voces que farfullaban maldiciones que parecían ladridos en un idioma que ninguno de los defensores podía entender, pero cuyo significado estaba perfectamente claro. Pronto, demasiado pronto, la matanza volvería a empezar.
Cuando Malus se aproximaba a la puerta del cuerpo de guardia, se produjo una conmoción. Un trío de lanceros se esforzaba por sujetar a un cuarto guerrero, que gritaba y se debatía enloquecidamente.
—¡No pararán! ¡No dejarán de venir! —exclamaba, con los oscuros ojos muy abiertos en el rostro cubierto de sangre seca y suciedad—. ¡No podemos quedarnos aquí! ¡No podemos!
Los soldados que luchaban con el aterrado druchii intercambiaban miradas de miedo. Uno de ellos sacó una espada corta.
—¿Qué es todo esto? —les espetó Malus con un tono tan cortante que lo sorprendió incluso a él mismo.
Los guerreros se sobresaltaron ante la imponente voz de mando, e incluso el druchii aterrado se calmó un poco.
Los soldados se miraron unos a otros, y el más veterano se aclaró la garganta.
—No es nada, temido señor —replicó—. Sólo vamos a retirar a este soldado de la muralla. No se encuentra bien.
—A este soldado no le sucede nada malo —gruñó Malus al mismo tiempo que avanzaba y empujaba a los lanceros para abrirse paso hasta el centro del grupo. Aferró al druchii aterrado por el cogote y lo obligó a ponerse de pie—. Tienes los dos ojos y todas las extremidades —le espetó—, así que, dime, ¿qué te pasa?
El lancero temblaba bajo la presa del noble.
—No podemos quedarnos aquí, temido señor —gimió—. Han pasado días, pero ellos continúan atacando...
Malus sacudió al hombre como si fuera una rata.
—Por supuesto que continúan atacando, condenado estúpido —gruñó—. Son animales. Es lo único que saben hacer. —Empujó al hombre contra las almenas e hizo que se inclinara hacia el campamento enemigo—. ¡Escúchalos! ¿Qué oyes?
—¡Aullidos! ¡Negras maldiciones! —gritó el druchii con enojo—. ¡Nunca callan! ¡Siguen así durante horas!
—¡Por supuesto que sí! —le contestó Malus—. ¡Cada una de las bestias de ahí fuera está sentada en el estiércol y maldice tu nombre en voz lo bastante alta como para que lo oigan todos los Dioses Oscuros! ¿Y sabes por qué? Porque nada desean más que atravesar las murallas y matar a todos los seres vivos que puedan encontrar, pero tú no lo permitirás. Ese es el condenado ejército más grande que jamás ha marchado contra Naggaroth, y tú estás sobre esta muralla con tu lanza, y les impedirás que lleguen a la única cosa que desean.