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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (34 page)

—Esperaremos aquí —susurró—. Preparad las esferas. Cuando empiece el jaleo, yo me ocuparé de la catapulta de la izquierda. Diez Pulgares, tú te quedas con la del medio, y para Bolsillos será la catapulta de la derecha. Apuntad a los tambores tensores; aunque tengan algún recurso mágico para apagar las llamas, el aliento de dragón debería quemar las cuerdas con la rapidez suficiente como para inutilizar las catapultas. Nos reuniremos al otro lado de la plaza e iremos hacia el túnel.

Y resultó que no les quedaba mucho por esperar. Desde la derecha les llegó una grandiosa exhalación de fuego y un coro de gritos enloquecidos, y de repente, los jinetes bárbaros pasaron corriendo en dirección a la plaza a la máxima velocidad de que eran capaces sus monturas.

—¡Ahora! —siseó Malus, y se precipitó hacia la calle, donde echó a correr tras los jinetes.

Veía un oscilante resplandor verde hacia el oeste, en la dirección del alboroto, y supo que Hauclir y sus mercenarios habían tenido un éxito brutal.

Los bárbaros que guardaban la entrada de la plaza se balanceaban sobre los pies y aullaban como muertos coléricos, desgarrados entre las órdenes recibidas y el instinto de correr a luchar. No les prestaron la más mínima atención a los jinetes ni al pequeño grupo de guerreros que los seguían. Los esclavos que se ocupaban de las máquinas de asedio habían sido separados en tres grupos por los furiosos capataces y conducidos a la parte posterior de la plaza, lejos de las catapultas que guardaban. Malus se volvió a hacerles un gesto de asentimiento a los mercenarios, y se dirigió directamente hacia la máquina de asedio que tenía a la izquierda, mientras sacaba de la bolsa una de las esferas.

Al pasar corriendo junto a una de las cuadrillas de esclavos, un capataz armado con un látigo se volvió y le gritó una pregunta en su áspero idioma. Malus continuó adelante y aceleró la carrera. Entre los dedos de su mano derecha brillaba luz verde.

El capataz volvió a chillarle, con un tono más cortante esa vez. Malus gruñó e hizo una mueca que dejó a la vista sus dientes. Sólo le quedaba una docena de metros por recorrer.

A pesar de lo rápido que era, Bolsillos lo era más. Al otro lado de la plaza se produjo un gran alboroto cuando la primera de las catapultas estalló en llamas. Coléricos gritos de alarma resonaron arriba y abajo entre los bárbaros. Echando la cautela por la borda, Malus corrió hacia su objetivo a la máxima velocidad posible.

El noble oyó detrás de sí un furioso grito, y el estruendo de unas botas claveteadas que corrían pesadamente tras él. Llegó a la parte posterior de la catapulta y continuó corriendo hacia el enorme mecanismo donde se enrollaba la cuerda en la parte delantera. Hacia la derecha, la segunda catapulta estaba bañada en una capa de llamas que crepitaban.

Justo en el momento en que llegaba al otro lado de la catapulta, un bárbaro del Caos saltó de detrás de la esquina y se interpuso en su camino, con dos hachas preparadas para golpear. Le disparó al gruñente hombre en la cara con la ballesta, y luego giró sobre sus talones y arrojó la esfera verde contra el enorme tambor en el que se enrollaba el cable.

El vidrio se hizo añicos y el líquido del interior se encendió con un rugido y un cegador destello verde. El aire pasó por Malus como la inhalación de un gigante, y durante un aterrador momento sintió que era atraído hacia el incendio. Dio un traspié, pero recobró el equilibrio y corrió hacia el otro lado de la plaza todo cuanto pudo.

A esas alturas, toda la plaza estaba brillantemente iluminada por luz verde. Un hacha arrojada por alguien pasó silbando junto a su cabeza, y él accionó con rapidez el mecanismo de recarga de la ballesta. Las sombras lo llamaban desde veinte metros de distancia. En ese momento le parecían veinte kilómetros.

Pezuñas de bestias repiqueteaban sobre el adoquinado, a la derecha del noble. Un jinete espoleaba a su montura de ojos desorbitados directamente hacia él, con una pequeña lanza preparada para arrojársela. La saeta de la ballesta encajó en la ranura de disparo con un chasquido sonoro, y Malus se detuvo durante el tiempo justo para apuntar y disparar contra el pecho del bárbaro. El guerrero del Caos le arrojó la lanza en el mismo momento, y el arma impactó contra el hombro derecho de Malus, aunque rebotó sobre la armadura encantada. No obstante, el golpe fue lo bastante fuerte como para hacer que el noble diera media vuelta, momento en que se encontró retrocediendo con paso tambaleante ante casi una veintena de bárbaros que gritaban y se acercaban a la carrera, con las catapultas ardiendo a sus espaldas.

Al verle la cara, los dos que iban en cabeza echaron atrás las hachas y se las lanzaron. La primera erró, pero la segunda se estrelló contra un brazo del noble con la fuerza suficiente como para que le cayera la ballesta. Malus gritó una maldición e intentó manotear dentro de la bolsa para sacar la segunda esfera, pero renunció un momento después y se limitó a arrojarla con bolsa y todo hacia los enemigos que se aproximaban.

La bolsa voló por los aires y cayó a los pies del bárbaro que iba en cabeza. ¡Pero la esfera envuelta en capas de algodón y protegida por la gruesa arpillera no se rompió! Malus maldijo y manoteó en busca de una de sus espadas justo en el momento en que el bárbaro que iba en cabeza apartó la bolsa a un lado con una patada salvaje.

Se oyó una explosiva exhalación de aire. La banda de bárbaros desapareció en una ardiente detonación que absorbió incluso sus alaridos en un torrente de aire. Con una feroz sonrisa que dejaba ver sus dientes, Malus dio media vuelta y prácticamente se lanzó hacia las profundas sombras de un callejón del otro lado de la plaza.

Tragado por la bendita oscuridad, Malus escuchó los furiosos gritos de los enemigos que resonaban por todas partes. Chocaron hachas y espadas al volverse los guerreros de la horda los unos contra los otros a causa de la confusión. El sonido fue dulce para los oídos del noble.

Por encima del ruido del desorden que reinaba entre los enemigos, se alzó otro sonido, alto y penetrante como el silbido de una hoja afilada como una navaja. Los guerreros de la Torre Negra lanzaban aclamaciones.

19. Fantasmas en la oscuridad

Malus soñaba que caía hacia la oscuridad. Un viento frío, húmedo y mohoso como una sepultura soplaba contra la parte posterior de su cuello y le enredaba el cabello negro, mientras él se precipitaba al vacío. De vez en cuando, las puntas de sus pies y las puntas de los dedos de sus manos rozaban la apisonada tierra de las paredes del estrecho pozo. Con bastante frecuencia sentía que retorcidas raíces pasaban por sus dedos, pero nunca durante el tiempo suficiente como para atraparlas y salvarse.

Una lenta risa demoníaca resonaba en sus oídos mientras se precipitaba hacia el Abismo.

El impacto, cuando se produjo, los sobresaltó. Reverberó como el trueno en la ruidosa negrura, y tuvo la sensación de que todos los huesos se le hacían añicos como si fueran de cristal. Y sin embargo, no sintió dolor; sólo un frío que lo invadía poco a poco, que se propagaba por él como aceite.

No pudo calcular durante cuánto tiempo permaneció allí tendido. Sentía que del cráneo roto le caía icor frío que se derramaba por la tierra, debajo de él. Quedó, allí tumbado, deseando morir, pero su cuerpo se negaba a rendirse a las heridas.

Luego, le rozó la cara otro viento, esa vez procedente de lo alto. Hedía a sangre, a enfermedad y a vicios corporales, a toda la depravación que Malus podía imaginar y más. Y entonces oyó la risa una vez más, y se dio cuenta de que procedía de él mismo.

Rodó hasta ponerse de rodillas, sintiendo que los huesos le abrían tajos por dentro como si fueran de cortante vidrio. Su estómago sufrió un espasmo y vomitó una sopa de líquido negro y órganos pulverizados sobre la invisible tierra. El viento le hacía cosquillas en el cuello como una amante, y con un gemido se puso trabajosamente de pie y comenzó a correr.

La risa resonó tras él.

—¡Me encanta cuando huyes! —dijo la voz del demonio a su espalda—. ¡Mira por encima del hombro, Malus! ¡Estoy justo aquí, detrás de ti!

Pero no se atrevía a mirar. Si volvía la cabeza, ni que fuera por un instante, sabía que Tz'arkan podría atraparlo. Mientras continuara corriendo estaría libre.

Malus daba traspiés y tropezaba ciegamente por el largo corredor, con las manos tendidas hacia delante. Se estrellaba a derecha e izquierda contra paredes de tierra apisonada, dura como piedra y que olía a sepultura. Astillas de hueso se le clavaban por dentro de la piel, la atravesaban y luego caían en chorros de fluido negro. Y sin embargo, continuaba corriendo, con el cuerpo unido por nada más que un pánico que lo galvanizaba, y una gélida locura.

Luego, sin previo aviso, llegó al fondo del pasadizo y se estrelló contra una inamovible pared de tierra. Fue lanzado al suelo por el impacto, pero la risa del demonio lo hizo ponerse de pie al instante. Golpeó la pared con los lastimados puños; arañó la tierra de pétrea consistencia, hasta que se arrancó la carne de las puntas de los dedos. La risa se hacía más sonora en sus oídos, y el aire se volvió frío a su alrededor... y entonces una de sus agitadas manos se cerró en torno a algo duro y metálico, que sobresalía de la pared de tierra.

Un escalón de hierro. Lo reconoció de inmediato y comenzó a subir febrilmente, buscando el siguiente con mano frenética, y aferrándolo con una ola de alivio casi histérico. ¿Se encontraba dentro del túnel del subsuelo de la Torre Negra? ¡Tenía que ser así! Ese conocimiento aceleró aún más el ascenso, hasta que pareció que la risa que sonaba detrás de él comenzaba a desvanecerse. Tz'arkan, al parecer, no sabía cómo trepar. Una risilla demente escapó por sus labios manchados.

La trampilla estaba exactamente donde había calculado que estaría. Malus la empujó y se abrió de golpe, y en ese momento una ola de cálida luz anaranjada entró en el pozo procedente del espacio de lo alto. Entonces, le tocó a él el turno de reír mientras salía a la superficie, desesperado por el resplandor de un fuego honrado.

En ese preciso instante, la mano se cerró en torno a su tobillo.

—Tú y yo no hemos acabado aún, Darkblade —siseó el demonio—. Te has entregado a la oscuridad, ¿recuerdas?

Lanzó un grito, pateó e intentó retirar la pierna, pero el demonio era mucho más fuerte. Lenta, inexorablemente, volvió a arrastrarlo hacia las sombras de abajo.

De pronto sintió que un par de brazos fuertes le rodeaban el pecho y tiraban de él hacia arriba como si fuera un niño. Tz'arkan resistió durante un momento, forcejeando en vano, y luego la férrea presa que le rodeaba el tobillo cedió. Podría habérsele llevado el pie, pero en ese momento a Malus no le importaba.

Unas manos fuertes lo sacaron del pozo hacia la luz. El colgaba de esos brazos como un bebé, riendo y llorando de alivio. Una figura sombría avanzó hacia él, silueteada por el fuego. Una mano fría le acarició una mejilla y dejó líneas en la gruesa capa de fango que le cubría la piel.

—Ya estás aquí, amado —graznó la voz de Nagaira. Su media hermana sonrió, y regueros de porquería cayeron por encima de sus destrozados labios cuando se inclinó hacia él. Tenía la pálida piel veteada por palpitantes venas negras, y había sólo negrura donde debería haber tenido los ojos. Malus miró hacia el fondo de esos agujeros y se dio cuenta de que había cosas vivas dentro, seres más antiguos y vastos que el tiempo. Lanzó un alarido e intentó luchar, pero el paladín del Caos lo sujetaba por detrás, y sus manos con guanteletes apretaron los brazos de Malus hasta que entre los dedos revestidos de acero manó un viscoso líquido negro.

—Hemos recorrido un camino muy largo para encontrarte —le dijo Nagaira. Su aliento era frío y pútrido, como aire que escapara de un cadáver. El gélido vacío de sus ojos lo atraía—. Hay muchísimas cosas que quiero mostrarte. Muchísimas que tienes que ver.

Entonces, los labios de ella cubrieron los de Malus, y él sintió el helado sabor de una podredumbre que se retorcía contra su lengua cuando las cosas antiguas que había tras los ojos de Nagaira repararon por primera vez en Malus, y el mundo estalló en dolor.

Cuando abrió los ojos, Malus estaba tendido sobre un frío suelo de piedra, y le dolían los riñones como si se los hubieran pateado.

—Te pido disculpas por eso, mi señor —oyó que decía Hauclir—, pero me dejaste pocas alternativas.

Intentó moverse, y se encontró enredado en algo pesado y voluminoso. Con un gemido, rodó hasta quedar de espaldas y se encontró con que estaba enrollado en la sábana y la manta de una cama. Hauclir se hallaba de pie, a su lado, con una expresión ceñuda en la cara, y sujetaba el garrote con las manos, cubiertas de cicatrices. Por el costado derecho de la cara le bajaban cinco arañazos lívidos.

—¿Esta vez sabes quién soy? —preguntó el antiguo guardia—. ¿O voy a tener que volver a refrescarte la memoria?

—Es más probable que tengas que refrescarme los órganos —replicó Malus con una mueca—. Ayúdame a levantarme, condenado canalla.

Con un gruñido, Hauclir se inclinó y levantó torpemente al noble. Malus miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba de pie en el pasillo del exterior de sus aposentos. Susurró una amarga maldición.

—Otra vez —murmuró.

—¿Quieres decir que no es la primera vez que caminas dormido y atacas a la gente? —refunfuñó Hauclir.

—No, no es la primera vez —replicó Malus, sin reparar para nada en el tono impertinente de Hauclir—. En el nombre de la Madre Oscura, ¿qué está sucediéndome?

—Si no te conociera, diría que estás volviéndote loco —replicó Hauclir—. Desgraciadamente, sí que te conozco. —Miró a su alrededor con rapidez para asegurarse de que estaban a solas—. ¿Es el demonio? —susurró.

Malus frunció el ceño.

—No lo sé. Es posible. Ultimamente yo mismo me he hecho esa pregunta. —Tironeó con irritación de la sábana y la manta que le envolvían las piernas—. Salgamos de este corredor antes de que alguien me vea así. ¿Qué hora es?

—Un poco pasada la media mañana, mi señor —respondió Hauclir mientras dejaba a un lado el garrote y se inclinaba para ayudar al noble a desenvolverse—. El señor Nuarc nos dijo que debíamos marcharnos a descansar mientras pudiéramos, ¿lo recuerdas?

Malus salió del envoltorio de sábana y manta manchadas de sudor, e intentó aclarar sus pensamientos.

—Lo último que recuerdo con claridad es que me arrastraba por el suelo de mi habitación y trepaba a la cama. —Sintió en la boca un sabor que le resultaba familiar, e hizo una mueca—. Hubo vino por medio, ¿verdad?

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