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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (40 page)

Scholz la había tratado con poco menos que desdén. A Fabel le caía bien el colones; le gustaban su actitud relajada y su amabilidad, pero su comportamiento con las mujeres le molestaba. Fabel siempre había tenido a agentes femeninas en su equipo, pero nunca había sido una elección consciente: todos sus subordinados lo eran por sus propios méritos. Le molestaba ver cómo Scholz se mostraba casi despreciativo con Tansu, una agente claramente competente, y hubo algo en su actitud hacia Mila que también desaprobó.

El MediaPark, en la franja norte de la zona de Neustadt, era un elemento bastante nuevo en el paisaje de Colonia.

—La Torre de Colonia lleva abierta unos cuatro años, pero todavía queda bastante espacio de oficinas por ocupar —explicó Scholz mientras recorrían las calles en busca de un lugar donde aparcar. Al final se metieron en un aparcamiento subterráneo y anduvieron bajo la llovizna helada hasta la deslumbrante Torre de Colonia de cristal y acero. InterSperse Media se encontraba en la quinta planta.

No había recepción, y la mayoría de gente que circulaba por el espacio diáfano de oficinas, o que trabajaba en los escritorios detrás de pequeños biombos, parecían tener entre veinte y poco más de treinta años. Todos iban vestidos con informales sudaderas o con camisetas y vaqueros. En entornos como ése, Fabel tenía siempre la sensación de pertenecer a otra época. A pesar de considerarse una persona de espíritu abierto, se daba cuenta de que esas situaciones sacaban al reaccionario que llevaba dentro, al luterano del norte que creía que la gente debe ir a trabajar vestida con corrección, que los únicos hombres que han de llevar pendientes son los piratas y que los tatuajes en las mujeres resultan ordinarios.

—Qué lugar tan enrollado… —dijo Scholz, claramente alejado del conservadurismo de Fabel. Una mujer joven y gorda se les acercó. A pesar de su casi obesidad, llevaba vaqueros y una camiseta que dejaba al aire su amplio michelín. Por supuesto, llevaba
piercing
: un arito en la nariz.

—¿Puedo ayudaros? —les pidió, en un tono que sugería que preferiría hacer cualquier otra cosa antes que ayudarles. Scholz le mostró su identificación de policía y su expresión vaga se apagó todavía más.

—Queremos hablar con David Littger.

—Tendrán que esperar; está reunido.

Scholz sonrió indulgente, como si estuviera ante una niña que acababa de decir algo adorablemente ingenuo.

—No, no… no tenemos nada que esperar. Estamos investigando un asesinato, de modo que vaya a buscarlo o tendremos que entrar nosotros mismos en la reunión. ¿Le ha quedado claro?

La chica salió disparada, ofreciendo a los policías una vista trasera de su figura rotunda y oronda.

—Debería estar más dispuesta a ayudar —dijo Scholz—. Sabe Dios lo que haría nuestro hombre si llega a ver ese culo; prepararía un estofado con el que podría alimentarse medio año.

Fabel no pudo evitar reírse. La chica volvió al cabo de un minuto y los guio de mala gana a la única sala de reuniones, una urna metida en medio de la oficina. Había una mesa larga con una pantalla de ordenador inverosímilmente plana en el centro, un teclado y un ratón sin cables. Tres hombres se levantaron y salieron al ver entrar a Fabel y a Scholz. Éste habló con el que quedó en la sala.

—¿Es usted David Littger? —preguntó, sentándose a la mesa sin que le invitaran a hacerlo. Fabel permaneció de pie junto a la puerta. Littger asintió con la cabeza, mirando a los dos policías con desconfianza. Tenía poco más de treinta años, llevaba el pelo de color arena muy corto y una barba recortada que disimulaba un mentón huidizo—. Soy el Kommissar Scholz, y éste es el Erster Hauptkommissar Fabel.

Queremos hablarle sobre una de las páginas web que ustedes sirven y de la cual hicieron el diseño.

—Me temo que no puedo divulgar ese tipo de información. InterSperse Media se guía por unas estrictas normas comerciales de confidencialidad…

—Mire, picha boba —dijo Scholz, sonriendo todavía como si estuviera conversando tranquilamente con un conocido—. No he venido aquí a escuchar tonterías. Estamos investigando un caso de múltiple asesinato y tengo en el bolsillo una orden de la oficina del Staatsanwalt. Si me obliga a aplicar esa orden, sus oficinas quedarán precintadas, todos sus archivos decomisados y sus operaciones cerradas durante el tiempo que nos haga falta para hallar la información que necesitamos.

Pero creo que no es eso lo que ni usted ni yo queremos, porque si tengo que hacerlo tardaré bastante más en encontrar a los desgraciados pervertidos que están detrás de esa página. También daré a entender que ha obstruido usted nuestra causa por algún motivo; tal vez porque está más metido en el caso de lo que querría admitir. En ese supuesto usted y yo nos veremos con mucha frecuencia en el curso de las próximas veinticuatro horas. Y será en mi territorio, no en el suyo.

—¿Cómo se llama la página? —preguntó Littger en un tono apagado. Si estaba alterado, no lo parecía. Scholz le dio una hoja de papel.

—Se hacen llamar los
Anthropophagi
—explicó Scholz. Consultó su libreta—. Es, como ellos mismos lo describen, «un punto de encuentro on-line para personas y grupos interesados en el intercambio de información sobre
hard vore
y canibalismo».

En otras palabras, Pervertidos y Enfermos Reunidos. Esta tecnoempresa suya tan enrollada y moderna ha puesto esa mierda en la red y les ha diseñado la página web.

Littger seguía sin alterarse.

—Lo recuerdo. Los cargamos en nuestro servidor hace unos seis meses, pero no nos encargamos del mantenimiento: les proporcionamos un diseño general y una plantilla para que lo fueran actualizando. Y, en cuanto al contenido… nosotros no somos responsables del mismo. Nos limitamos a proporcionar la puerta, el acceso a la red, pero no existe ninguna regulación: Internet es el Far West, la anarquía. No podemos comprobar todas las páginas web que servimos.

—¿Y si alguien cuelga fotos de violaciones de niños? —preguntó Fabel.

—Tenemos una política de tolerancia cero ante ese tipo de cosas —dijo Littger—, pero tenemos que certificar que ocurren antes de desconectarlos y pedir vuestra intervención. —Suspiró—. Miren, les daré el nombre y la dirección, pero tendrán que ejercer su orden. Tengo mucha mierda de mis clientes con la que pelearme cada día.

Estoy dispuesto a cooperar, de modo que les agradecería que no interfieran con mi negocio de la manera que me ha anunciado. Les daré toda la información pertinente; simplemente, oblíguenme legalmente a entregársela.

—Oh, bueno… no es tan fácil, Herr Littger. —Scholz puso cara de «me encantaría ayudarte, pero…»—. Verá, si hacemos las cosas con el procedimiento correcto y se chiva usted a sus clientes, o si la prensa se entera de que su empresa está implicada en esta investigación, sabe Dios quién más puede enterarse de todo antes de que estemos preparados para ello. Estoy dispuesto a darle mi palabra de que nadie sabrá de dónde ha venido la información.

—¿Sabe qué, Herr Scholz? —dijo Littger—. No me creo que tenga una orden.

La sonrisa de Scholz se esfumó y se le enturbió la expresión.

—¿Me está poniendo a prueba?

—¿Nadie se enterará?

—No, a menos que los graciosos de ahí fuera o cualquiera de sus empleados se chiven. Pero ellos no tienen por qué saber que hemos tenido esta conversación.

Littger se inclinó sobre la mesa y escribió algo en el teclado sin cables.

—Aquí está —dijo—. El tipo se llama Pieter Schnaus, y ésta es su dirección. Está en Buschbell, una zona de Frechen.

—De acuerdo —intervino Fabel—. Creo que le haremos una visita a Herr Schnaus.

Supongo que podemos confiar en su discreción; me molestaría mucho que Herr Schnaus supiera antes de hora que vamos a visitarlo. Mientras tanto, nos podría poner la página web
Anthropophagi
. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre la misma.

Littger se encogió de hombros y tecleó la dirección en el teclado. La página apareció.

—¿Qué significa
Anthropophagi
? —preguntó, mientras se cargaba la página.

—Es un término griego —dijo Scholz—. Significa «caníbales». En algunas tradiciones se refiere a unos hombres sin cabeza, con los ojos y la boca en el pecho, que se alimentan de carne humana.

—Qué agradable…

Fabel tomó el ratón y navegó por la página. Había una galería de fotos, un foro y una sección de anuncios clasificados.

—¿Ves esta mierda? —preguntó Scholz.

—Sí —dijo Fabel—. Rarito, ¿eh?

—Bueno, sí… pero esperaba encontrar todo tipo de porno depravado, y eso es sólo raro —dijo Littger—. Lo único que puede verse que, con mucha imaginación, pudiera calificarse de erótico, es una serie de fotos muy mal hechas de una putilla en bikini a la que un pez se traga entera.

—Eso, lo crea usted o no, para esa gente es pornografía. Es un fetiche llamado vorarefilia. Se excitan fantaseando con que se comen a alguien, o con que alguien los devora. La foto que describe usted es lo que se llama
vore
blando, como si fuera
softcore
. Muestra a un ser humano o a un animal siendo devorado entero, sin sangre.
Elhard vore
implica cortes o desgarros de carne con mucho derramamiento de sangre. Lo crea o no, y cuesta bastante de creer, hay voraréfilos que se excitan mirando documentales de animales. Ya sabe, leones comiéndose a un antílope y cosas así.

Scholz movió la cabeza, incrédulo.

—Joder… como te he dicho antes, a veces me cuesta imaginar cómo cono llega la gente a un estado así, a una idea de la sexualidad tan deformada.

—Sinceramente creo que este tipo de mierda en Internet lo alimenta. Les ofrece un espacio en el que pueden intercambiar fantasías y convencerse los unos a los otros de que no son raros. Sádicos, pederastas y violadores, todos hacen exactamente lo mismo —argumentó Fabel.

Littger se encogió de hombros como queriendo decir «eso no tiene nada que ver conmigo». Fabel pinchó en la sección de anuncios clasificados.

—Esto es lo que queremos… sí, aquí está. —Leyó uno de los anuncios en voz alta—: Mordiscos amorosos… Buen señuelo, ¿eh? «Depredador hambriento de amor busca presa sumisa para juego
vore
. Deberá ser delgada pero con un culo lo bastante grande como para hincarle el diente. Sólo respuestas sinceras. No profesionales, sólo peritas entusiastas y lo bastante maduras para ser devoradas. Responder a Lovebiter, apartado AG1891.» —Fabel se dirigió a Littger—. ¿Sabe la manera de llegar hasta quien puso este anuncio?

—Sólo podemos averiguar la dirección IP, y ésta podría provenir de cualquier lugar: un cibercafé o cualquier sitio con WiFi. Y tampoco se puede rastrear a través de la tarjeta de crédito. Tuvo que pagar el anuncio, pero la página no tiene habilitado un espacio de seguridad para tarjetas de crédito. Los anunciantes han de mandar copia de la transferencia al número de apartado de correos citado.

—Pero ese tipo, Schnaus, ¿podría tener los detalles de quienquiera que haya puesto el anuncio? —preguntó Scholz.

—No necesariamente. El anunciante podría haber pagado a través de una transferencia, o incluso haber mandado el dinero en efectivo. Pero a lo que Schnaus sí podría acceder es a la contraseña de entrada al buzón virtual para saber todas las respuestas que obtuvo.

—Tenemos que encontrar a Lovebiter —le dijo Scholz a Fabel—. Habita en el mismo espacio siniestro que nuestro tipo. Puede que tenga relación con él.

—Hasta podría ser él —dijo Fabel.

5

Cuando volvieron al Präsidium, Tansu los estaba esperando.

—¿Ha sido un día productivo? —le preguntó a Fabel. Él le contó lo que habían averiguado mientras Scholz entraba en el despacho para mirar sus mensajes y su email—. Estará de muy mal humor el resto del día —añadió Tansu—. El comité del carnaval de la Policía se está volviendo loco porque la carroza está muy retrasada.

Fabel miró al despacho de Scholz por el cristal y sonrió. El detective de Colonia estaba de pie hablando por teléfono, pasándose la mano libre por el pelo de manera intermitente o haciendo gestos hacia la estancia vacía.

—Oye, Tansu —dijo Fabel—, ahora que tenemos un momento… me pregunto si podría pedirte un favor…

—Desde luego, Herr Erster Hauptkommissar —dijo ella, con una sonrisa maliciosa.

—Es aquí —dijo Tansu. Acababan de ir al domicilio que según las averiguaciones de Tansu era el de Vera Reinarte y no encontraron a nadie en casa—. Aquí es donde trabaja.

Fabel miró al café, al otro lado de la calle. Daba una sensación alegre y cálida en contraste con la apagada travesía invernal.

—¿Qué nombre utiliza ahora? —le preguntó a Tansu.

—Sandow… Andrea Sandow.

Al entrar en el Amazonia Café, Fabel sonrió al ver a una de las camareras.

Realmente se la podía describir como una amazona. De hecho, al primer vistazo se preguntó si no era un hombre travestido. Tenía una complexión muy maciza, con los músculos de los brazos desnudos muy desarrollados y el resto apretado dentro de la camiseta; sin embargo iba muy maquillada y el rubio platino de su cabellera era tan sintético como el bronceado que lucía en pleno invierno. Se sorprendió preguntándose dónde se ubicaba aquella mujer en las teorías de la belleza femenina que Lessing, el antropólogohistoriador del arte, había expuesto.

—Disculpe —le dijo Fabel a la camarera—, estoy buscando a Andrea Sandow…

Creo que es la propietaria de este café.

—Soy yo misma. —La amazona se irguió en toda su altitud y miró con frialdad a Fabel con sus ojos azul brillante—. ¿En qué puedo ayudarle?

Fabel se quedó boquiabierto. Pensó en Vera Reinartz, la chica guapa y con pinta de pajarito de las fotos; en la brillante estudiante de medicina siempre reticente a salir en las fotos.

—Frau Sandow —intervino Tansu—, ¿nos podría confirmar que se llamaba usted originariamente Vera Reinartz?

Los ojos pintados con máscara se estrecharon dentro del rostro masculino.

—¿De qué se trata?

Fabel observó bien el café. Había más o menos una docena de clientes repartidos por las mesas.

—Mire, somos agentes de policía… ¿hay algún lugar privado en el que podamos hablar?

—¿Me puedes sustituir un par de minutos, Britta? —Andrea se volvió de nuevo hacia los tres detectives—. Podemos hablar en la cocina.

—Si no le importa que se lo diga, Frau Sandow, ha cambiado usted notablemente —dijo Fabel. Se hizo a un lado para dejar que Tansu y Scholz lo siguieran hasta la cocina. Andrea Sandow, como ahora se llamaba Vera Reinartz, era casi una cabeza más baja que Fabel, más incluso que Tansu, pero, en cambio, su presencia física parecía dominante en la apretujada cocina—. Por sus fotos no la hubiera reconocido.

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