El Sistema (14 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

Quizá la linealidad del razonamiento de Gregor resulte excesiva para explicar la situación de nuestro país. Pero algo o mucho de ello está presente en nuestra historia pasada y, lamentablemente, reciente. Carlos Seco Serrano, en su Introducción a
La España de Fernando VII
, dice literalmente lo siguiente:

Para todo el mundo occidental, la época contemporánea queda articulada por dos ciclos revolucionarios, protagonizado el primero por la burguesía liberal y el segundo por el proletariado militante.

Es una idea muy potente y que desarrollaré más adelante. Para Carlos Seco, cada uno de estos ciclos tiene una fecha clave: 1789 (Revolución francesa) para el movimiento de la burguesía y 1864 (Asamblea de Londres) para el movimiento proletario. En nuestro país, los referentes históricos en términos de equivalencia han de fijarse, según este autor, en 1810 (reunión de las Cortes de Cádiz) y 1870 (fundación de la sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores en Barcelona).

En una conferencia que pronuncié en la Universidad de Santiago de Compostela el 15 de noviembre de 1990, dije, al analizar el papel del empresario en los momentos actuales, lo siguiente:

En España o no existió o fracasó la revolución industrial según el modelo anglosajón y este fracaso fue el que determinó el que el Estado centralista y dictatorial asumiera el papel histórico que la burguesía no quiso o no supo asumir. Por eso en España siempre se ha hablado de revolución desde arriba.

Es importante constatar que nuestro país ha necesitado el trauma de dos dictaduras para producir los cambios sociales, económicos y políticos de mayor envergadura para España en este siglo
XX
. Existe actualmente el debate entre los historiadores acerca de si el proceso de transformación española hubiera podido llevarse a cabo sin estas dictaduras. Me parece una discusión altamente interesante porque nos permitiría volver a la idea matriz: con una clase empresarial débil, cuando no surgen suficientes iniciativas en el seno de la sociedad, se genera el caldo de cultivo propenso a la aparición de filosofías intervencionistas.

El pasado reciente español aparece dominado por ideas tales como «protección», «intervención», «nacionalismo económico» y, en su última fase, por la idea de autarquía económica. Todos estos conceptos están relacionados entre sí. Por un lado, disponemos de una clase empresarial débil y escasamente competitiva. Ello genera impulsos claramente proteccionistas que provienen de la propia clase empresarial. Conseguido el mecanismo de la protección, los proyectos empresariales que dentro de ella se abordan son de escasa entidad y están directamente orientados al mercado interno, que es el lugar en donde funcionan los mecanismos protectores del Estado.

Por otra parte, ante la carencia de esas iniciativas empresariales privadas para cubrir las necesidades industriales más evidentes y, también, la acuciante necesidad de impulsar tales iniciativas, los poderes públicos acaban tejiendo una espesa trama de intervenciones en la economía real, lo cual alimenta una idea de nacionalismo económico que termina con la pretensión realmente disparatada de una autarquía económica.

Todo este proceso es esencialmente conservador, pero conservador de lo ineficiente, de lo precario, y solo sirve para consolidar una economía comercial e industrial que, al cerrarse sobre sí misma y orientarse hacia el mercado interno, anula la posibilidad de progresar alcanzado un determinado punto. Se pueden incrementar los niveles de renta de quienes realizan estos negocios al amparo de la protección del Estado, pero nada sólido se está construyendo detrás de ellos. El Estado puede crear un clima de artificialidad en el que se puedan realizar buenas ganancias y obtener fuertes beneficios, pero el entorno seguirá siendo artificial, de forma que cuando las ideas racionales se impongan, cuando desaparezcan los mecanismos generadores de la artificialidad, la propia debilidad del modelo saldrá a la luz, con la consecuencia de no haber construido nada serio en mucho tiempo y haber perdido la oportunidad de alcanzar un desarrollo similar al de otros países industriales.

En definitiva, nuestra realidad es el fruto de nuestra propia historia. La ausencia de grandes grupos industriales es el resultado de la inexistencia de una auténtica clase empresarial potente y consciente de su responsabilidad. Si la burguesía española hubiera asumido su papel histórico, tal y como sucedió en otros países europeos, el resultado hubiera sido distinto. Pero no pudo o no quiso. Hemos tenido que soportar el trauma de dos dictaduras, pero lo más trascendente es, como decía antes, que sin ellas posiblemente no se hubieran producido las grandes transformaciones sociales, políticas y económicas que nuestro país ha vivido en este siglo. Nada más lejos de mi intención que justificar dictaduras. Todo lo contrario. Pero es la debilidad de nuestra propia clase empresarial la que provoca el efecto de que las transformaciones vengan de la mano de regímenes dictatoriales.

El Plan de Estabilización de 1959 marca un hito muy importante en la historia económica española. Primero, porque parte de dos ideas básicas, correctas sustancialmente en el nivel de los principios: el mercado tenía que sustituir al conjunto de mecanismos intervencionistas que generaban ineficacia y la economía española necesitaba abrirse hacia el exterior. Pero, sobre todo, en los redactores de ese Plan de Estabilización se encuentra el germen de lo que he llamado en el capítulo anterior «inteligencia ortodoxa». Es a partir de ese momento cuando surge ese conjunto de personas que va a jugar un papel tan decisivo en estos últimos años de la historia española.

El hecho de que surjan en la dictadura, que impulsen el abandono de la idea autárquica, que sobrevivan a la transición política hacia la democracia, que sigan ejerciendo su influencia en los Gobiernos de UCD y durante el mandato del PSOE, que sean capaces de conseguir que sus «principios técnicos» se transformen en principios políticos, manejando el poder público del Estado y ejerciendo influencia decisiva sobre el llamado poder económico privado, demuestra hasta qué punto cuando hablo de relaciones de poder no estoy refiriéndome a un eufemismo, sino al auténtico poder real ejercido en la sociedad española. Ser capaces de sobrevivir a distintos modelos políticos e ideologías dispares conservando en todo caso el poder es ciertamente un ejercicio difícil que solo puede encontrar explicación en la tradición autoritaria española. Martínez de la Rosa, en su obra
El espíritu del siglo,
refiriéndose a la composición tan curiosa de las Juntas Provinciales de principios de siglo, escribió:

Tan arraigada estaba en aquellos tiempos la obediencia y el respeto a las clases más elevadas que el pueblo nombró para que le gobernasen a aquellos cuerpos y personas que tenía costumbre de obedecer y reverenciar.

No deja de ser curioso que aquel moderado, enemistado con los reaccionarios realistas y los liberales exaltados, hiciera un diagnóstico de situación que, en gran medida, sigue siendo válido en nuestros días. La tradición autoritaria española no solo se percibe en el comportamiento del pueblo, sino en el de las clases dirigentes y de manera muy significativa en la clase empresarial que no ha sabido o no ha podido cumplir con su papel de baluarte de la revolución liberal. De ello no solo se deriva el escaso nivel de nuestro tejido industrial, sino, también, una estructura de país que ciertamente es muy distinta a la de otros occidentales en donde el sector privado asumió correctamente su papel.

FRAGILIDAD DE LA CLASE EMPRESARIAL Y CAPACIDAD DE CREAR EMPLEO ESTABLE

Las consecuencias de la situación que acabo de describir no solo se miden en términos de monopolio de la inteligencia, atribución de la ortodoxia, ausencia de contrapesos, tejido industrial poco potente, predominio de lo financiero, sino que tienen relación directa con uno de los problemas más graves que padece nuestro país: la capacidad de crear empleo. Esta idea fue expuesta en la conferencia que pronuncié el 25 de noviembre de 1993 en la Bolsa de Madrid.

Una de las características estructurales de la economía española es la endémica capacidad de crear empleo. Pensemos que entre 1960 y 1974 tiene lugar en España un período de gran crecimiento económico en el cual se produce un acercamiento de la economía española al resto de las economías occidentales. En estos años se trabaja en la modernización del aparato productivo y se empieza a prestar una atención creciente a los métodos de gestión empresarial, sin duda influidos por la presencia cada vez más activa de inversiones extranjeras en nuestro país.

La inversión extranjera ha sido masiva en España y, además, fundamental para financiar el déficit público. Pero además de esa función de cobertura del déficit, la inversión extranjera ha jugado un papel ciertamente importante: suplir la escasez de proyectos empresariales rentables en nuestro país. Quizá su efecto más beneficioso ha sido el de acostumbrar a los empresarios españoles a las técnicas de gestión, sin duda más modernas, que se practicaban fuera de España. Ha tenido y sigue teniendo otros costes, pero, en este terreno y a los efectos que ahora importan, ha sido beneficiosa.

Entre 1975 y 1985, España sufre una fuerte crisis que produce un efecto ciertamente devastador en nuestra economía. La confluencia de factores tales como altos tipos de interés, restricción de la demanda, elevación de los salarios reales, dificultades casi insalvables en los procesos de ajuste de plantillas, alza de los precios energéticos, proceso político en fase de consolidación, trajeron como consecuencia cierres masivos de empresas, y el consiguiente desánimo empresarial alcanza una de sus cotas más elevadas.

Por ello, es significativo que, en las encuestas de opinión de los primeros años de la década de los ochenta, una parte muy importante —cuantitativamente hablando— del colectivo empresarial español muestre su preferencia por el hecho de que sus hijos se inclinen por la actividad profesional fuera del ámbito empresarial familiar. Esas mismas encuestas demuestran que el sector público era la aspiración de los más inquietos y mejor preparados.

La situación cambia a partir de 1985, y hasta el año 1990 la economía española entra en una fase de indudable bonanza. Sin embargo, hoy, en 1994, nos encontramos con una situación de desempleo que genera un clima difícilmente sostenible a largo plazo. Y las perspectivas no son ciertamente positivas.

¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Por qué las bonanzas económicas se saldan con una creciente incapacidad de la economía española de crear empleo? ¿Dónde está el factor diferencial con otros países que sufren las consecuencias del paro aunque en términos absolutos y relativos muy inferiores?

Es evidente que la legislación laboral española, fruto del pacto de la dictadura consigo misma, tiene una enorme carga de responsabilidad en todo ello y, mientras no se produzca una auténtica transformación de la misma, España seguirá manteniendo esa incapacidad estructural de crear empleo. Pero hay algo más.

Si queremos seguir un razonamiento lógico, habremos de convenir que de lo que se trata es de crear empleo real estable. Empleo artificial existe en nuestro país en el sector público y también en el sector privado, debido a la legislación laboral que dificulta los procesos de ajuste de plantillas. En consecuencia, el objetivo debe ser crear empleo real y estable, lo cual solo es posible, en un clima de libertad de mercado y competencia internacional, mediante la puesta en marcha de proyectos empresariales auténticamente competitivos.

Si anteriormente hemos puesto de manifiesto que la ausencia de una auténtica clase empresarial capaz de poner en práctica proyectos empresariales rentables fue la razón última de la aparición de las dictaduras y que estas provocaron la mayor transformación económica, social y política de la España de nuestro siglo, llegaremos a la conclusión de que esa misma razón se aplica a la aparición de proyectos empresariales en un entorno de artificialidad y que, en consecuencia, no han resistido el proceso de apertura de la economía española.

Dicho de una manera más clara: la razón última de la gran dificultad que encuentra la economía española para crear empleo estable se cifra en la escasez de proyectos empresariales capaces de ser rentables en un entorno competitivo. En consecuencia, las carencias estructurales que se observan en la situación empresarial española actual —fruto, en gran medida, de nuestro pasado más o menos reciente— afectan a nuestra capacidad de crear empleo, a las expectativas de futuro de nuestro país, a la fortaleza de nuestra sociedad civil. De ahí la importancia de los intentos de renovación económica que se hicieron perceptibles a partir de 1987.

3. EL INTENTO DE RENOVACIÓN ECONÓMICA DE LOS OCHENTA
EL INICIO DE UN CAMBIO EN LOS MODOS DE PENSAR

A partir de 1985, un conjunto de personas parecen iniciar en nuestro país un movimiento que podría calificarse de intento de renovación económica, hasta el extremo de que algunos pretendieron establecer un cierto paralelismo entre la democratización de nuestro sistema político y la siguiente fase de modernización de la estructura del poder económico. Es muy posible que hablar de «renovación económica» sea exagerado, pero lo cierto es que «algo» comenzaba a surgir en la sociedad española que tenía indudable importancia.

En las páginas anteriores he utilizado el concepto de «modos de pensar», propio de la terminología del político y pensador francés Jospin. Es muy posible que tal expresión refleje una idea muy similar a la que se contiene en las «representaciones colectivas» de Maurice Duverger. En todo caso, lo importante es que en toda sociedad que quiera avanzar, que esté dispuesta a caminar en la dirección del progreso colectivo, es necesario que, previamente a ese deseo de avance y progreso, exista un conjunto de pautas sociales o modos de pensar colectivos que favorezcan ese desarrollo. Si partimos de la base —que es, sin duda, mi posicionamiento— de que el progreso de una sociedad debe producirse en el entorno de una economía de mercado —con los ingredientes correctores a los que ya me he referido en estas páginas—, es necesario que preexista un modo de pensar colectivo que favorezca, precisamente, el desarrollo efectivo de este modelo de organización de la vida social.

Max Weber, en su obra
El espíritu del capitalismo y la ética protestante,
publicada en 1904, expuso la tesis de que el desarrollo del capitalismo moderno se ha visto favorecido por las pautas sociales derivadas de la concepción religiosa propia del protestantismo, que permitía una acumulación de riqueza más allá de las necesidades estrictas del consumo, al tiempo que consideraba el trabajo como la clave del perfeccionamiento individual. Esta idea me parece muy productiva: considerar el trabajo como la clave del perfeccionamiento individual.

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