El Sistema (15 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

La relación entre el protestantismo y el modelo capitalista es muy sugestiva. Sería sin duda interesante profundizar sobre las diferencias de actitud en lo que a la acumulación de riqueza y potenciación del esfuerzo individual se refiere, entre los países de tradición calvinista y los de tradición católica. Es sabido que tanto Calvino como Lutero vivieron la angustia intensa que se generó en toda Europa como consecuencia de la ruptura de la conciencia de seguridad que era característica esencial del Medioevo. De ahí parte la idea del trabajo individual como superador de esas angustias igualmente individuales.

El calvinismo —como ha escrito Theimer— vinculó su doctrina a los círculos de la burguesía, para lo que desarrolló un ideario económico, opuesto al católico medieval, que venía a ofrecer un fundamento moral a la forma económica calvinista. Hasta Calvino, el pensamiento económico había seguido siendo esencialmente agustiniano. El propio Lutero no difería en esto de la patrística: el afán de ganancia y la percepción de intereses estaban mal vistos y la dinámica capitalista únicamente parecía pecadora codicia. Calvino formuló una teoría que consideraba la percepción de intereses y el afán de ganancia no solo como algo admisible, sino, incluso, virtuoso.

El reformador no llegaba a comprender por qué la ganancia procedente del comercio debía ser de peor condición que la nacida de la propiedad de bienes inmuebles. El hombre —en la concepción calvinista— debe trabajar y aspirar a algo más: las virtudes comerciales son consideradas como virtudes cristianas tales como la diligencia, la habilidad, la economía, el orden y la honradez; la riqueza se acumula por honor de Dios y el afán de ganancia recibe así su sanción religiosa.

Es posible que estas ideas de Calvino sobrepasen algunos límites, sobre todo si pretende presentar el éxito económico como un acto de «predestinación de los elegidos». Sin embargo, es cierto que creó un modo de pensar en el que el éxito personal no solo no tenía que ser considerado ilegítimo o condenado a priori, sino que encontraba su justificación en la realización del ser humano. Por ello me parecen tan acertadas las palabras de Theimer cuando añade: «Mediante la promoción de la burguesía y de la economía de empresa, abrió indirectamente el calvinismo a la democracia mucho mayor cauce que —directamente— con sus escritos sobre la libertad y el derecho de resistencia». Recordar esta idea es particularmente interesante en estos meses de 1994 en los que se escucha, desde ámbitos variados y algunos particularmente curiosos, críticas acerbas al movimiento de los años ochenta, insistiendo —a mi juicio de forma algo desordenada y poco matizada— en la expresión «cultura del pelotazo».

En estas críticas poco matizadas, a veces se esconden las frustraciones personales de algunos políticos, o el intento de ocultar el cierto desprestigio que en estos momentos recae sobre los actores de la política, aunque el método elegido no sea, en mi opinión, el más adecuado. En otras ocasiones, parece como si se pretendiera volver a un modo de pensar que destierre el valor del éxito personal, la importancia del afán de triunfo individual, la realización personal a través de los beneficios derivados del trabajo bien hecho. Muy poco o nada contribuyen este tipo de críticas a cimentar un modo de pensar que debió haberse instalado en nuestro país de manera más profunda hace ya algún tiempo, lo que hubiera permitido a la burguesía cumplir el papel que históricamente le había correspondido.

Sin pretender formular una tesis al respecto, me parece que a lo largo de este siglo
las pautas sociales en nuestro país se han dirigido mucho más hacia actitudes contemplativas y abstencionistas que hacia una auténtica valoración del trabajo y esfuerzo individual
. Cuál haya sido la contribución del pensamiento católico o, mejor dicho, la ausencia de un modelo calvinista, es algo excesivamente complejo como para atreverme a formularlo en términos precisos. En todo caso, es suficiente reconocer que este clima existía y, desde luego, no era el más favorable para crear las pautas sociales necesarias para el desarrollo de una economía de mercado.

Si, como tantas veces he repetido, el factor fundamental que explica el nivel de desarrollo de un país es su capacidad de poner en marcha proyectos empresariales rentables en un marco de competencia internacional, eso depende, lógicamente, de la calidad y visión que los empresarios de ese país tengan en un momento determinado. En un mundo como el actual, con la fluidez que tienen las corrientes económicas y financieras, el elemento decisivo no es tanto disponer de los recursos físicos o financieros necesarios, sino la capacidad de emplearlos, la aptitud de utilizarlos adecuadamente en la creación de proyectos empresariales rentables susceptibles de crear empleo estable y permitir una acumulación de riqueza a largo plazo.

Lo que acabo de indicar no quiere decir, evidentemente, que ignore la importancia de otros factores, como pueden ser las rentas de situación o la disponibilidad de algún recurso clave como el energético. Todos ellos tienen su influencia, que además es en ocasiones muy poderosa, aunque, a mi juicio, la clave sigue residiendo en la capacidad empresarial de un país en un momento dado. Por tanto, si el clima de pautas sociales no era el más adecuado para ponderar el esfuerzo individual y dado que la burguesía había fracasado en su intento de asumir su auténtico papel, no nos debe extrañar que las consecuencias que se derivaron de ambos hechos fueran, de un lado, la potenciación del sector público y, de otro, la debilidad de nuestro tejido industrial, lo cual, por cierto, era capaz de convivir con la posibilidad de llevar a cabo buenos negocios más o menos artificiales.

Por ello, ese intento de renovación económica suponía un cambio significativo en España, puesto que podía haber contribuido a sentar las bases para consolidar esa nueva forma de pensar que hubiera hecho posible un renacimiento de la clase empresarial, una valoración adecuada del esfuerzo y la creatividad individuales; en síntesis, la creación del clima adecuado para que se aplicara en nuestro país una «revolución» que no había sabido llegar a lo largo del siglo
XIX
y lo transcurrido del
XX
.

En aquellos momentos, cuando estaba viviendo de forma directa ese inicio de cambio en el clima de opinión en España, no eran pocas las veces en las que me acordaba de la reacción que el aula de tercero de Derecho de la Universidad de Deusto tuvo en el año 1968, cuando públicamente defendía estas mismas ideas. Habían sido necesarios veinte años para que el mismo discurso de entonces pudiera ser ahora escuchado. El cambio de clima que se apuntaba permitía reflexionar sobre unas ideas que, a pesar de ser «viejas», no habían sido totalmente experimentadas en España. En todos estos procesos el cambio de «clima» es muy importante. Componer una música de la calidad de las sinfonías de Mozart es mucho más difícil que provocar el ruido de una taladradora de adoquines. Sin embargo, si las hacemos sonar al mismo tiempo, el ruido de la máquina apagará la mejor de las melodías.

Por ello, me parecía importante que el éxito profesional empezara a valorarse positivamente, aunque tenemos que ser conscientes de que, en estos momentos, coinciden y conviven en nuestro país dos culturas diferenciadas: la tradición autoritaria, contemplativa, estática, propia de algunas clases dominantes, y la renovación cultural que se aprecia, sobre todo, en sectores cuantitativamente importantes de la juventud española. Los primeros siguen encasillados en la defensa de estos valores que, en el fondo, no parecen ser más que un mecanismo para preservar sus propias posiciones. Los segundos comienzan a valorar y admirar el éxito derivado del esfuerzo personal, abandonando clichés históricos sobrepasados.

Tratar de devaluar la importancia del éxito personal como resultado del esfuerzo individual es una posición conservadora. La sociedad española es bastante cerrada y resiste mal que elementos ajenos a ella puedan alcanzar cuotas de poder significativas. Estas palabras no van dirigidas al Sistema, puesto que ya expliqué anteriormente que su filosofía básica no es del todo endogámica. Sin embargo, la sociedad española en gran medida sí, y, curiosamente, con perspectivas distintas, la sociedad y el Sistema son ocasionalmente coincidentes en un punto: dificultar todo esfuerzo renovador que no provenga de ellos mismos.

En todo caso, el nuevo modo de pensar —que algunos calificaron de cierta calvinización de la sociedad española— parecía imparable, al menos entre la juventud. Lo curioso del asunto es que su efecto comenzaba a notarse entre las capas menos favorecidas de la sociedad española, que igualmente parecían admirar el éxito profesional, lo cual, en mi opinión, tiene indudable interés. La posición de debilidad económica puede traducirse en un intento de búsqueda de la «seguridad» que proporciona el concepto clásico de Estado del Bienestar, de forma tal que era bastante lógico que entre las clases más desfavorecidas esa búsqueda de seguridad primara sobre la valoración del esfuerzo individual que implica una asunción de riesgo. Ese es el caldo de cultivo en el que han fermentado los postulados políticos de la extrema izquierda clásica. En consecuencia, el abrir una brecha en ese modo de pensar, el conseguir que en esos niveles más desfavorecidos se aceptara el esfuerzo individual como modo legítimo de prosperar y, además, se creyera en la posibilidad de que a través de ese esfuerzo se pudiera alcanzar el éxito sin más límites que la ley y aquellos que uno mismo pudiera autoimponerse era algo de gran importancia.

Por ello, lo que estaba ocurriendo podía haberse traducido en un auténtico movimiento revolucionario en el seno de la sociedad española. Algunas personas sirvieron como símbolos que encarnaban, de una manera u otra, ese éxito, personal en el terreno profesional, lo cual, por otro lado, es lógico puesto que en muchas ocasiones es necesario disponer de ejemplos individuales en los que concretar los movimientos abstractos de opinión.

Sin embargo, si hoy miramos hacia atrás con unas dosis mínimas de sinceridad, tendremos que reconocer que de todo ese movimiento queda muy poco y el intento corre altos riesgos de resultar sustancialmente fallido. Lo más trascendente, en mi opinión, es que en este posible fracaso se ha podido abortar el nacimiento de una forma de pensar muy positiva para la sociedad en su conjunto, dejando, además, sin referentes concretos unas inquietudes que subsisten respecto al futuro de nuestro país. Si solo se tratara de un tema de personas no estaría preocupado en absoluto. Lo que me alarma es que se haya podido frustrar una forma de pensar que lleva casi dos siglos queriendo salir a la luz en nuestro país, sin conseguirlo.

LA ATENCIÓN A LOS FACTORES EXTERNOS DEL CAMBIO EN LOS MODOS DE PENSAR

En mi opinión, son varios los factores que han contribuido a este posible fracaso. Ante todo, la rapidez del cambio: casi sin solución de continuidad nos encontramos con ese movimiento de opinión que, abandonando los viejos estereotipos de la sociedad española, caminaba en la dirección de valorar el sector privado, el esfuerzo individual, el éxito profesional. Incluir el éxito profesional dentro del código de valores compartido de una sociedad no solo no me parece mal sino que, en mi opinión, resulta imprescindible siempre que se cumpla una condición: que se establezcan adecuadamente las preferencias, en el sentido de valorar positivamente el éxito cuando es el resultado del esfuerzo y trabajo individuales. Sin embargo, con esta afirmación no condeno, sin más, los movimientos de corte especulativo, porque la especulación existe y seguirá existiendo en toda economía de mercado y los beneficios conseguidos con ella, siempre que se obtengan por métodos legales, son socialmente legítimos.

De lo que se trata es —como decía— de establecer adecuadamente las preferencias y, por tanto, conceder mayor importancia social a quienes obtienen ese resultado de éxito por la vía del esfuerzo constante que a aquellos que lo generan a través de la especulación accidental. Por ello, teniendo en cuenta la importancia del movimiento que nacía en el seno de la sociedad española, era necesario diferenciar nítidamente al empresario del especulador, aunque no para condenar socialmente a este último ni para anatematizar los beneficios derivados de la especulación legal, sino, sencillamente, para canalizar el movimiento de opinión naciente hacia las partes más constructivas para la sociedad.

Keynes lo expresó con toda claridad:

Convertir al hombre de negocios en un especulador es asestar un golpe de gracia al capitalismo, porque destruye el equilibrio psicológico que permite la perpetuación de recompensas desiguales.

Es interesante esta mención de Keynes al «equilibrio psicológico». Aunque la desigualdad es una constante de la naturaleza y, casi siempre, el fruto de una diferente aptitud de los individuos, lo cierto es que, incluso en un sistema que permita sustancialmente la igualdad de oportunidades, sigue siendo necesario un expediente que permita la justificación de la desigualdad. Quizá por ello, Keynes habla de ese necesario «equilibrio psicológico» que es, en gran medida, la premisa que permite a un sujeto aceptar que otros tengan más éxito o más bienes que él.

Por tanto, ese nuevo clima al que me he referido estaba permitiendo crear el caldo de cultivo necesario para que, a través de ese «equilibrio psicológico» keynesiano, la sociedad española aceptara como normal la existencia de recompensas desiguales, lo cual, por cierto, es consustancial al modelo de economía de mercado y presupuesto necesario para la afirmación del individuo y la creación individual, al margen de los mecanismos correctores que pueda introducir el Estado en un modelo de organización social no abandonado al criterio del «mercado salvaje».

Pero —como decía— el tránsito estaba siendo demasiado rápido y la posibilidad de que esos valores se percibieran solo en sus aspectos externos era un riesgo evidente. Una vez más podía ocurrir que el continente fuera más valorado que el contenido, el resultado más que la causa, el dinero más que el esfuerzo individual. Sin embargo, a pesar de muchas opiniones en este sentido, no estoy seguro de que estuviéramos asistiendo en la sociedad española a un «culto al dinero» por encima del esfuerzo necesario para lograrlo, aunque era el mensaje que quería transmitirse desde algunos sectores inmovilistas de nuestro país.

Probablemente no fuimos del todo conscientes de la importancia del proceso. Era lógico que existieran muchos enemigos de que se instalara este modo de pensar en amplias capas de la sociedad española, porque ello podía producir una verdadera revolución de la estructura del poder económico en nuestro país y, obviamente, eso no interesaba a quienes detentaban ese poder. Tampoco a quienes habían construido su ideología política sobre la base de la negación de la capacidad creativa individual y la definición del Estado como instrumento «nivelador por abajo». Igualmente, las clases instaladas en la pura permanencia en la inactividad no eran acérrimas defensoras del movimiento. Ciertamente, ese modo de pensar en España siempre ha tenido enemigos muy poderosos. Por ello, el despertarlo era una luz de esperanza para muchos de nosotros y un grave riesgo para muchos otros que parecen ser más poderosos, aunque, si hemos esperado siglos, poco importa seguir luchando unos cuantos años más.

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