El Sistema (16 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

Frente a la cultura del esfuerzo, se habló de la cultura del dinero, cuya síntesis era la obtención de riqueza en el menor tiempo posible y casi sin importar el método. Poco a poco se fue creando un clima que era ciertamente destructivo para la revolución cultural que comenzaba.

Muy pocos destacaban el esfuerzo para conseguir los resultados, limitándose a poner de manifiesto los símbolos externos que su posesión atribuía, y, en tales condiciones, era difícil conseguir que un nuevo modo de pensar llegara efectivamente a calar de forma estable en la sociedad española. Pero, posiblemente, de eso se trataba: de evitarlo a toda costa.

Me llamaba la atención cómo poco a poco se instalaba la expresión «cultura del pelotazo», que, curiosamente, ha pasado a formar parte del lenguaje habitual de algunos políticos. En cierta medida, es comprensible que así fuera porque ese nuevo modo de pensar implicaba una cierta desvalorización de la clase política que conduciría antes o después a la revolución pendiente: la de la sociedad frente al Estado. El tratar de implantar la expresión «cultura del pelotazo» como la síntesis del movimiento de los años ochenta no solo es demagógico e inexacto, sino que posiblemente refleje un movimiento de fondo de contenido político.

Comprar y vender empresas es una actividad normal en cualquier sociedad que tenga una economía desarrollada y, por ejemplo, en Estados Unidos muy pocos tendrían la opinión de que esta actividad merece una valoración negativa por parte del cuerpo social. Por el contrario, ser capaz de entrar en un negocio cuando las circunstancias son propicias, desarrollarlo, mejorarlo y saber venderlo cuando la evolución futura lo hace aconsejable es algo valorado positivamente en un modo de pensar como el que defiende la sociedad americana.

En la comparecencia del ministro de Economía y del gobernador del Banco de España ante el Parlamento de la nación el día 30 de diciembre de 1993 —que examinaremos posteriormente en este libro—, algunos partidos hicieron constantes referencias a la «cultura del pelotazo». No tengo duda de que trataban de calificar mi comportamiento dentro de esos tintes negativos. No quiero que suene a excusa o justificación, pero lo cierto es que era difícil encuadrar mi trayectoria en ese modelo: había adquirido un paquete significativo de acciones en Banesto que resultó de gran importancia cuando se planteó el intento de opa hostil por parte del Banco de Bilbao, y creo no desvelar ningún secreto al afirmar que, en aquellos momentos, tuve la oportunidad de venderlo y, además, con una importante plusvalía. Pero no pretendo encontrar algún mérito en no haberlo hecho: sencillamente creía en el proyecto Banesto y, por tanto, dedicar unos años de mi vida al mismo me resultaba personalmente mucho más atractivo que realizar una gran plusvalía en muy pocos días.

No se trata de que me pareciera bien o mal el haber vendido mis acciones, sino de que prefería seguir el camino de intentar la renovación de Banesto.

Quizá quienes empleaban aquella expresión se referían a la venta de Antibióticos, S. A., lo cual, en mi opinión, resultaba algo frívolo, puesto que quien conozca la verdad de lo sucedido podrá percatarse de que adquirimos la empresa en un momento delicado, fuimos capaces de transformar su gestión, de situarla en niveles de beneficios importantes y de alcanzar un grado de internacionalización del que carecía. También conseguimos, años después, venderla cuando una planificación estratégica del futuro previsible de la entidad aconsejaba, dados los condicionantes del mercado farmacéutico y las características de Antibióticos, S. A., encuadrarla en un grupo europeo que garantizara de mejor manera su estabilidad y desarrollo futuro.

También es verdad que cuando tomé la decisión de no vender mis acciones y continuar en el proyecto de modernización de Banesto no conocía las claves del funcionamiento del Sistema. No dominaba cuáles eran las relaciones reales de poder en el seno de la sociedad española. No había profundizado en lo que en estas páginas he llamado «código del Sistema». No sabía hasta qué punto su funcionamiento era acompasado y correcto en la defensa de sus intereses. Todo eso lo ignoraba. Lo que sí sabía es que el destino —o lo que fuera— me había puesto en las manos una oportunidad de tratar de desarrollar algunas de mis más íntimas convicciones. En determinados momentos de la vida eso es exactamente lo que cuenta. No había ningún intento de multiplicar a corto plazo, sino de desarrollar un proyecto a largo plazo y eso, insisto, me parecía mucho más atractivo que una plusvalía ingente en apenas semanas.

Lo que ha venido en llamarse de forma coloquial la «cultura del pelotazo» representa el beneficio obtenido exclusivamente a base de movimientos especulativos, sin comprometerse con el destino o gestión de una empresa, sin planteamientos a largo plazo, sin diseño o proyecto empresarial. El punto álgido se alcanzaría cuando a un beneficio especulativo se corresponde, además, la retirada del sujeto del mundo de los negocios para administrar sus ganancias. Esto es legítimo en las sociedades modernas siempre que se lleve a cabo por medios legales. Pero nada tiene que ver con un proyecto empresarial, con comprometer el capital en una empresa, dirigirla y asumir los riesgos de que el proyecto funcione o no. El exacerbar los aspectos especulativos sin darse cuenta de la profundidad del movimiento de fondo no ha sido ciertamente positivo para la consolidación de las nuevas pautas sociales.

Por eso me parecía muy importante dar una cobertura intelectual al nuevo movimiento que se apuntaba. En este sentido, mi experiencia en la Universidad de Santiago de Compostela, al pronunciar la conferencia de 1990 en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, resultó muy positiva. A primera vista el hecho no parece revestir especial dificultad, pero en aquellos días recibí la sugerencia de algunas personas desaconsejándome el asistir a la ciudad de Gelmírez. La razón que aducían era la siguiente: se trata de una universidad en general y de una facultad en particular de fuerte tradición de izquierdas, por lo que el que yo pudiera dar una conferencia defendiendo ideas de iniciativa privada, de mercado, de éxito individual, etcétera, podía constituir un fracaso abrumador. Pero, independientemente de que ello fuera o no cierto, no podía dejar de hacerlo. Ya he contado mi experiencia de muchos años atrás y, por tanto, estaba acostumbrado a que la defensa de estas ideas pudiera ser recibida de manera fuertemente negativa por el auditorio.

Por eso acepté y la conferencia fue pronunciada. Es muy posible que mis palabras sonaran con cierto tono de sacrilegio, siempre que fuera cierta esa pretendida tradición particularmente izquierdista o contraria al mercado de la Facultad de Económicas de Santiago de Compostela. Lo cierto es que, entre otras cosas, dije:

Creo que el auge actual de vocaciones empresariales y la mayor preparación y profesionalidad con que se emprenden los proyectos son fenómenos que deben saludarse con mucha esperanza, por lo que son en sí y porque la generalización de este proceso es, en cierta medida, una novedad en nuestra historia.

No obstante, es imprescindible tener conciencia del tiempo y darse cuenta de que la consolidación de una clase empresarial emprendedora, que mire más allá de nuestras fronteras, que sea capaz de organizar recursos humanos, físicos y financieros para crear proyectos rentables, es algo que requiere un largo período de tiempo que decante los aspectos más superficiales y asiente los valores permanentes del esfuerzo y de la tenacidad.

En estas palabras hay que destacar dos cuestiones: la primera de ellas, el haber sido pronunciadas donde lo fueron, y la segunda, que, al contrario de lo que ocurrió veinte años atrás en la Universidad de Deusto, la respuesta del auditorio fue muy positiva. En ellas se contiene el germen de la preocupación que entonces sentía por la posibilidad de que el nuevo modo de pensar no se asentara adecuadamente al destacar los aspectos más accidentales, al buscar lo externo frente a lo interno, al no distinguir adecuadamente entre causas y efectos. Era demasiado lo que estaba en juego para no denunciarlo. Yo creo que muchos lo comprendieron así, pero determinados sectores influyentes de la opinión española no estaban dispuestos a aceptar la consolidación de ese modo de pensar y por ello siguieron trabajando en dirección contraria. Es también posible que encontraran cómplices movidos por la frivolidad o por sus frustraciones personales. Pero poco importa. Lo realmente preocupante sería que el movimiento se hubiera abortado en su totalidad. Estoy muy lejos de creerlo así, pero pudiera haber ocurrido.

AUSENCIA DE UNA IDEOLOGÍA BÁSICA QUE SUSTENTARA EL MOVIMIENTO

Un segundo factor de enorme importancia para el fracaso de ese intento de renovación económica de los ochenta fue la ausencia de una auténtica ideología empresarial de fondo en sus actores más característicos. Hubo un cambio de personas, pero no necesariamente de forma de pensar de los actores. Lo que hubiera resultado muy positivo para España es que este conjunto de personas no solo fueran nuevas en cuanto a nombre y apellidos o a tradición empresarial, sino que, además, fueran nuevas en cuanto a modos de pensar se refiere. Y si realmente lo que se había demostrado en los siglos
XIX
y
XX
era la incapacidad de los empresarios para formular iniciativas empresariales al margen del poder, lo que habría significado un cambio profundo habría sido que esas personas hubieran entendido las relaciones empresariales con el poder desde el plano de la independencia y no desde la sumisión.

Durante estos años he podido comprobar cómo personas que pertenecen más o menos a mi generación, que han desarrollado proyectos empresariales de éxito o han sido capaces de continuar, con mayor o menor fortuna, herencias familiares, seguían instaladas en la vieja idea de que debía existir una sumisión de los empresarios al poder. Era una afirmación constante, continua, lineal, diaria. Recuerdo que Jesús Polanco me dijo un día: «
En el sueldo del presidente de banco está incluido el llevarse bien con el ministro de Hacienda»
. Seguramente tiene razón, sobre todo si admite que en el sueldo del ministro de Hacienda está incluido el llevarse bien con los presidentes de banco, incluso con aquellos que, honestamente, critican la política económica, pero esta última afirmación no parece ser compartida.

Obviamente, no se trataba, en aquellos momentos, de promover una dialéctica de confrontación Estado-empresarios que posiblemente no hubiera sido positiva para nadie. Pero resultaba evidente que el movimiento de renovación, para ser efectivo, tenía que sustentarse en una auténtica ideología, en una interiorización del papel del empresario, en percatarse de que no solo estaba en juego el mayor o menor éxito de una empresa o los mayores o menores beneficios, sino algo más profundo: que se disponía de una oportunidad para haber hecho posible lo que la historia de los siglos
XIX
y
XX
demostraba que no se había conseguido plenamente: la revolución liberal en España.

Para ello hubiera bastado con echar la vista atrás y darse cuenta de dos cosas: que con el Estado no se crea nada duradero a largo plazo y que el poder político siempre obedece a sus intereses políticos y, por tanto, las alianzas con él son siempre coyunturales y duran mientras resultan convenientes para el interés de los políticos. Esta aproximación puramente pragmática hubiera resultado suficiente, sin necesidad de tener que llegar a una percepción de la propia responsabilidad que se asumía en unos momentos como los que estaba viviendo España.

Ya he escrito en estas páginas que me resultaba muy peligrosa la magnificación que se estaba llevando a cabo con la economía de mercado. La afirmación lineal de que la derrota del sistema totalitario significaba sin más el triunfo definitivo del sistema de mercado era científicamente incorrecta y peligrosa para la propia clase empresarial. Si en la base de la juventud teníamos el nacimiento de un nuevo modo de pensar, era necesario que los actores del proceso asumieran su responsabilidad y, por tanto, simbolizaran ese modo de pensar mediante la asunción de una ideología que lo sustentara, cuya esencia era la independencia de los empresarios respecto del poder político. Desde la independencia podía construirse una actitud de colaboración en la consecución de un proyecto colectivo. Pero la sumisión sin más esterilizaba todo el proceso revolucionario que se estaba gestando.

Tengo que reconocer, no sin lástima, que en estos años en que he tenido una parcela del poder económico español he podido comprobar el hecho de que los más significativos actores en la vida económica «privada» española proclaman como una máxima incuestionable la necesidad de sumisión del empresariado al poder político. Era demasiado pesada la carga de la tradición autoritaria, la herencia de las dictaduras, la inexistencia de sociedad civil, los negocios desde la artificialidad, la falta de conciencia de la propia responsabilidad en un momento histórico de la sociedad española. Insisto: habíamos cambiado los actores, pero la letra y la música seguían siendo desgraciadamente las mismas.

Lo que me ha sorprendido ha sido la fuerza del proceso de interiorización de esta idea: en mi propia experiencia personal encuentro un testimonio evidente de hasta dónde puede llegar la fuerza política respecto de proyectos empresariales privados. Pero eso debería constituir un motivo de alarma, un acicate para que no continúe siendo así, para darse cuenta de que es necesario un sistema de contrapesos en la propia sociedad, porque, sea cual sea el signo del poder en un momento determinado, lo verdaderamente importante para una sociedad a largo plazo es que exista un mecanismo de contrapesos construido desde la independencia. Pero algunas capas influyentes de la sociedad española no solo estaban yermas de este tipo de ideas, sino que, además, aceptaban como un axioma la subordinación del empresario al poder político.

Pero aparte del peso que significa el arrastre de posturas históricas, es necesario reconocer que la situación política española de estos últimos años ha influido de modo sustancial en el mantenimiento de este principio de subordinación al poder político. Hemos vivido en España una situación caracterizada por dos factores: posición hegemónica del Partido Socialista e inexistencia de una auténtica opción política alternativa procedente del centroderecha español. Lo primero es un hecho; lo segundo, una apreciación mayoritaria.

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