Mientras la sociedad terrestre rechaza a los robots humanoides, los Mundos Exteriores, antiguas colonias de la Tierra, han basado su economía en el trabajo de los robots, desarrollando así una sociedad altamente tecnológica, mucho más que la terrestre, en la que los individuos no soportan la presencia de sus congéneres: todos los contactos sociales se producen por medio de proyecciones holográficas. Por eso, el detective Baley no sabe por dónde empezar cuando le envían a Solaria a resolver el primer asesinato que se produce en doscientos años, pues todo parece apuntar, paradójicamente, a que ha sido cometido por un robot.
Isaac Asimov
El sol desnudo
ePUB v1.1
adruki10.09.11
Título Original:
The Naked Sun
Año de Publicación: 1957
Traducción: Francisco Blanco
Editorial: Nuevas Ediciones de Bolsillo
ISBN: 978-84-9793-785-6
Edición Digital: Umbriel
Elías Baley pugnó denodadamente por dominar el pánico. Durante dos semanas el miedo había ido en aumento. Empezó a sentirlo desde el mismo día en que requirieron su presencia en Washington para decirle, como si tal cosa, que le habían asignado su nuevo destino.
Aquella convocatoria era de por sí bastante turbadora. Pero, además, había llegado sin previo aviso, como si se tratase de una citación, lo que contribuía aún más a empeorar las cosas. Al propio tiempo le adjuntaban unas tarjetas de embarque que comprendían sendos viajes de ida y vuelta en avión, lo cual resultaba doblemente intranquilizador.
Por una parte, el miedo derivaba de la sensación de urgencia que despertaba la orden de tomar el avión, y por otra, del hecho de tener que utilizar este medio de transporte; ni más ni menos. Sin embargo, por el momento no era más que un temor incipiente y, por ello mismo, fácil de dominar.
A fin de cuentas, Elías Baley ya había volado en cuatro ocasiones. Una vez incluso cruzó el continente. Así, pues, aunque viajar en avión le resultara poco grato, tampoco era como dar un paso en e1 vacío.
El vuelo de Nueva York a Washington sólo duraría una hora, y el aparato despegaría de la pista número 2 del aeropuerto de Nueva York. Esta pista, como todas las oficiales, estaba convenientemente encerrada y cubierta y contaba con una compuerta que se abría para dar salida al espacio libre una vez el avión había alcanzado la velocidad de despegue. La llegada se efectuaría por la pista número 5 de Washington, protegida de forma similar.
Además, como Baley sabía muy bien, el avión no tenía ventanillas, pero sí una excelente iluminación, buena comida y toda clase de facilidades. El vuelo teledirigido se realizaría sin contratiempos, y apenas tendría sensación de movimiento cuando el avión se hallase en el aire.
Se dijo estas cosas a sí mismo y a Jessie, su mujer, que nunca había volado y que se mostraba muy aprensiva en lo tocante a esta clase de experiencias.
De pronto, ella manifestó con disgusto:
—Elías, no me gusta en absoluto que tomes el avión. No me parece natural. ¿Por qué no utilizas los expresos subterráneos?
—Porque tardaría diez horas —repuso Baley con un rictus amargo en su semblante— y porque pertenezco a las fuerzas de policía de la ciudad y tengo que acatar las órdenes de mis superiores si quiero conservar mi grado de C-6 en el escalafón.
Era un argumento irrebatible.
Baley tomó el avión y procuró mantener la vista fija en la cintanoticiario que se iba desenrollando lenta e ininterrumpidamente en el distribuidor, situado a la altura de los ojos. La Ciudad se enorgullecía de aquel servicio, que incluía noticiarios, artículos, notas de humor, temas educativos y alguna que otra novela. La gente pensaba que tarde o temprano se sustituirían las cintas por películas; de este modo el pasajero, calándose un visor, conseguiría abstraerse todavía más de lo que ocurría a su alrededor.
Baley mantenía la vista fija en la cinta, no sólo para distraerse, sino porque así lo requería las normas de cortesía. En efecto, había observado que en el avión viajaban otros cinco pasajeros, y cada uno de ellos tenía derecho a sentir en su fuero interno todo el temor y la ansiedad que su naturaleza y educación le llevasen a experimentar. Desde luego, a Baley le habría molestado que fisgonearan en su estado de ánimo. No deseaba que ojos extraños viesen cómo se le ponían blancos los nudillos cuando sus manos oprimían los brazos del asiento, ni la mancha de sudor que dejaban sobre la tapicería.
«Estoy encerrado; este avión es como una ciudad en miniatura», se dijo. Pero no quería engañarse a sí mismo. Tenía poco más de dos centímetros de acero a su izquierda, lo tocaba con el codo. Y al otro lado, nada... ¡Bueno, sí, aire! Pero eso era lo mismo que nada. Mil quinientos kilómetros de aire por un lado, mil quinientos por el otro y kilómetro y medio, quizá dos, bajo sus pies.
Casi hubiese preferido poder echar un vistazo hacia abajo, avizorar la superficie de las Ciudades subterráneas que estaban sobrevolando: Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington... Se imaginaba los ondulantes, bajos y apiñados conjuntos de cúpulas que jamás había visto, pero que sabía se encontraban allí. Y debajo de este conglomerado, a mil quinientos metros de profundidad, extendiéndose docenas de kilómetros en todas direcciones, se hallaban las ciudades con sus interminables corredores rebosantes de gente, y las viviendas, cocinas comunales, fábricas, autopistas subterráneas, todo ello impregnado con el calor reconfortante de la presencia humana.
Mientras tanto, Baley se hallaba aislado en medio del aire frío y amorfo, encerrado en una pequeña cápsula de metal que avanzaba por el vacío. Le temblaban las manos y se esforzó por fijar la atención en la tira de papel y leer un poco. Era un cuento que trataba de la exploración de la Galaxia. Saltaba a la vista que el protagonista era un terrestre.
Baley masculló algo entre dientes, exasperado, pero en el acto contuvo el aliento, avergonzado por la descortesía que suponía aquella moderada irrupción en el silencio reinante.
Ello no impedía que el relato se le antojase un galimatías sin pies ni cabeza, de un infantilismo rayano en la idiotez. La sola idea de que los terrestres pudieran invadir el espacio era de una necedad injustificable. ¡Exploración de la Galaxia! La Galaxia era un fruto vedado para los terrestres. Los hombres del espacio tenían prioridad sobre ella, pues sus antepasados, que muchos siglos atrás habían partido de la Tierra, fueron los primeros en alcanzar los Mundos Exteriores, donde fundaron un nuevo hogar. Sus descendientes habían cerrado la puerta a la inmigración, convirtiendo la Tierra en un redil y a sus primos los terrestres en unos borregos. Luego, la civilización urbana de la Tierra completó la obra: los terrestres se enclaustraron en las Ciudades y alzaron en derredor suyo una muralla de temor a los espacios abiertos que los hizo recular de las zonas agrícolas y mineras de su propio planeta, explotadas por mano de obra robotizada. Ni siquiera allí se atrevían a acercarse.
Baley pensó con amargura: «¡Somos unos estúpidos! Si la situación no es de nuestro agrado deberíamos hacer algo por remediarlo y no dedicarnos a perder el tiempo con cuentos de hadas». Pero sabía muy bien que estaban atados de pies y manos.
Cuando el avión hubo aterrizado, él y los restantes viajeros salieron del aparato y se alejaron sin intercambiar mirada alguna. Baley consultó el reloj y se dijo que aún le quedaba tiempo de darse un baño antes de tomar el ferrocarril subterráneo que le llevaría al Ministerio de Justicia. Se alegró de tener tiempo disponible. El bullir de la vida, la enorme cámara abovedada del aeropuerto de la que partían los corredores a distintos niveles que conducían a la Ciudad y todo cuanto oía y veía, le hacía sentirse a salvo, envuelto en las cálidas entrañas de aquel mundo estanco, sepultado bajo tierra. En la terminal le ofrecieron un bono para ocupar un baño individual, lo que constituía un signo de deferencia (de iodos modos, estampillaron el bono con la fecha de llegada, para evitar cualquier abuso) y le entregaron, también, un plano de reducidas dimensiones para que pudiera localizar sin pérdida el establecimiento de baños.
Baley se sentía contento de pisar nuevamente las aceras rodantes. Le invadía una sensación de exultante placer a medida que iba avanzando de una acera a otra, cada vez más aprisa, en dirección al ferrocarril subterráneo. Cuando llegó, éste iniciaba el arranque.
Baley saltó al interior con ligereza y pasó a ocupar el asiento que por su graduación le correspondía.
Aún no era la hora punta y había muchos asientos libres. Al llegar a la sala de baños vio que ésta tampoco se hallaba atestada. Le asignaron una cabina muy limpia, con un aseo en perfectas condiciones.
Después de aprovechar íntegramente su ración de agua y de refrescar sus ropas, se sintió en mejores condiciones para afrontar la papeleta que le esperaba en el Ministerio de Justicia. Por extraño que pudiera parecer, se sentía satisfecho, casi contento.
Albert Minnim, el subsecretario, era un hombrecillo rechoncho, de contextura maciza, cabellos cenicientos y el perfil del cuerpo apenas marcado. Daba una impresión de pulcritud y limpieza y olía un poco a tónico capilar. Ambas cosas eran indicio de la buena vida que se daban los altos cargos de la Administración, gracias al espléndido racionamiento de que disponían.
Baley, frente a aquel hombre, se sentía como un alfeñique y se avergonzaba un tanto de sus manazas, ojos hundidos y rudeza de modales. Minnim se dirigió a él con la mayor cordialidad.
—Siéntese, Baley. ¿Fuma usted?
—Sólo en pipa, señor.
Sacó una al tiempo que decía estas palabras, y Minnim volvió a guardarse el cigarro que había extraído a medias. Baley se arrepintió al momento de su respuesta. Más valía un cigarro que nada, y le hubiera venido bien aceptar lo que se le ofrecía, pues a pesar del incremento en la ración de tabaco después de su ascenso a C-6, no podía decirse que tuviera excedentes de combustible para su pipa.
—Enciéndala usted, por favor —le invitó Minnim con un ademán.
Esperó con paternal paciencia a que el detective tomase una cantidad de tabaco cuidadosamente medida para llenar con ella la cazoleta de su pipa. Mientras la encendía, Baley manifestó:
—No me han puesto en antecedentes sobre el motivo de mi presencia en Washington, señor subsecretario.
—Sí, me consta —dijo Minnim, sonriendo—; lo sabrá usted en seguida: provisionalmente se le ha asignado una nueva misión.
—¿Fuera de Nueva York?
—Muy lejos de ella.
Baley enarcó las cejas con expresión preocupada.
—¿Por mucho tiempo, señor?
—No lo sé con exactitud.
Baley era consciente de las ventajas e inconvenientes que presentaba todo cambio de destino. En su calidad de transeúnte en una Ciudad, probablemente viviría mucho mejor de lo que le hubiera permitido su categoría social. Pero, en cambio, lo más seguro era que no pudiese llevarse con él a Jessie y a su hijo Bentley. Sin duda, ellos cuidarían de subvenir a las necesidades de su familia en Nueva York. Pero Baley era un hombre muy hogareño y no veía con agrado la idea de una separación.
Por lo demás, un nuevo destino significaba el ser asignado a una misión muy concreta, lo cual era importante en sí, aunque también entrañaba más responsabilidad de la que de ordinario se confiere a un inspector de policía, circunstancia que podía tener su lado desagradable. Pocos meses antes, Baley había tenido que cargar con la responsabilidad de las pesquisas que provocó el asesinato de un hombre del espacio en las afueras de Nueva York, y no le hacía mucha gracia la perspectiva de otra misión parecida.