—¿Cómo? No, como usted puede suponer. Comprenda, no somos animales.
Baley dio un respingo.
—¿Vivían en la misma casa? Yo creía...
—Claro que vivíamos juntos. Para esto estábamos casados. Pero yo tenía mis habitaciones y él las suyas. Mi marido desempeñaba funciones muy importantes que le ocupaban mucho tiempo. En cuanto a mí, tenía mi propio trabajo. Nos visualizábamos siempre que nos parecía oportuno.
—Pero él también la
veía
¿no es cierto?
—No está bien hablar de estas cosas, pero sí, me veía.
—¿Tiene hijos?
Gladia se puso en pie de un salto, presa de una evidente agitación. —Esto es demasiado. Mira que salirme con semejantes groserías... —¡Un momento! ¡Un momento! —Baley dio un puñetazo sobre el brazo del sillón—. No me cree usted dificultades. Estoy investigando un asesinato. ¿Comprende usted? Un asesinato. Y la víctima fue precisamente su esposo. ¿Desea ayudarme a descubrir al culpable y que éste sea castigado, sí o no?
—En ese caso, pregúnteme sobre el crimen y no sobre esas... esas indecencias.
—Tengo que hacerle preguntas de todas clases. Una cosa que me importa mucho saber es si ha lamentado la muerte de su esposo. —Con calculada brutalidad añadió—: Parece que no demasiado.
Ella le dirigió una altiva mirada.
—Siempre me apena la muerte de cualquier persona, especialmente cuando es joven y útil para la sociedad.
—¿Y el hecho de que el muerto fuese su marido no aumenta su pena?
—Sepa usted que me lo asignaron y que... Bien, nos veíamos según el plan preestablecido, y..., y... —Hablaba atropelladamente— y sepa usted, también, que si no teníamos hijos, era porque todavía no nos los habían asignado. No comprendo qué tiene que ver todo esto con el sentimiento de pena por la muerte de una persona.
Quizá no tuviese nada que ver, en efecto, pensó Baley. Eso dependía de la organización social, que él desconocía. Optó por cambiar de tema.
—Según me han dicho, está enterada de las circunstancias que rodearon al asesinato.
Por un momento ella se irguió, rígida.
—Fui yo quien..., descubrió el cadáver. ¿Es así como se dice?
—Entonces, ¿no presenció cómo se cometía el asesinato?
—Oh, no—respondió Gladia con voz apagada.
—¿Por qué no me cuenta lo que pasó? Tómese todo el tiempo que quiera y dígalo del modo que le resulte más fácil.
Se recostó en su asiento dispuesto a escuchar.
Gladia empezó así:
—Fue el tres—dos del quinto...
—¿A qué corresponde eso según la hora universal? —se apresuró a preguntarle Baley.
—No lo sé con certeza. A decir verdad, lo ignoro. Pero supongo que no le costará averiguarlo.
La voz le temblaba ligeramente y tenía los ojos muy abiertos.
Baley observó que eran un punto demasiado grises para poder afirmar que los tenía azules.
—É1 había venido a mis habitaciones —continuó ella—. Era el lía que tocaba vernos y yo sabía que él vendría.
—¿Acudía siempre el día asignado?
—Oh, sí. Era un hombre muy escrupuloso, un verdadero solariano. Nunca se saltó un día y siempre venía a la hora fijada. Como de costumbre, no permanecía mucho tiempo a mi lado. No nos habían asignado hi...
No pudo terminar la palabra, pero Baley hizo un gesto de asentimiento.
—De todos modos —prosiguió diciendo Gladia— siempre venía a la misma hora para no crear dificultades. Hablábamos durante unos minutos. Verse es una prueba, pero siempre conversaba conmigo normalmente. Era su forma de ser. Luego me dejaba e iba a ocuparse de alguno de los muchos proyectos que llevaba entre manos. No sé exactamente en qué consistían. Tenía un laboratorio especial en mi sección de la casa al que solía retirarse durante los días de visita. En su sección tenía otro mucho mayor, desde luego.
Baley se preguntó qué tipo de investigación llevaba a cabo en aquellos laboratorios. Quizá se dedicase a la fetología, fuese ésta lo que fuese.
—¿Observó algo desacostumbrado en él? —preguntó—. ¿Se le veía preocupado?
—No, no. Nunca estaba preocupado. —Poco faltó para que se echara a reír, pero se contuvo en el último momento—. Tenía un perfecto dominio de sí mismo; como su amigo.
Con breve gesto su pequeña y delicada mano señaló a Daneel, que permaneció impasible.
—Muy bien. Prosiga, por favor.
En lugar de proseguir, Gladia susurró:
—¿Le importaría que bebiese algo?
—No faltaba más.
La mano de Gladia se deslizó por el brazo del sillón para volver Je inmediato a su posición inicial. Al cabo de unos segundos, un robot entró silenciosamente y Gladia tomó en su mano la bebida caliente. (Baley distinguía el humo que salía de la taza.) La mujer bebió a pequeños sorbos y por último la dejó sobre una mesilla. Comentó:
—Así se habla mejor. ¿Me permite una pregunta de índole personal?
—Las que usted quiera —repuso Baley.
—Hay una cosa que siempre me ha intrigado. ¡Su mundo es tan raro! —Hizo una pausa para recobrar aliento, y en seguida añadió—: Perdone, no quería decir eso.
Baley frunció ligeramente el ceño.
—Cualquier mundo resulta raro para los que no viven en él.
—Quería decir diferente. De todos modos, deseo hacerle una pregunta un poco... inconveniente. Siendo usted terrestre no creo que la considere una grosería. Como es natural, a un solariano no se la haría por nada del mundo.
—¿Qué quiere saber, Gladia?
—Es acerca de usted y de su amigo... el señor Olivaw, ¿no es así como se llama?
—Sí.
—Ustedes dos se están viendo, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a ustedes dos..., que si se están viendo mutuamente, ahora..., en este preciso instante.
Baley repuso:
—Si lo que quiere decir es que si estamos juntos físicamente, la respuesta es afirmativa.
—¿Podría usted tocarle si quisiera?
—Pues claro que sí.
Gladia paseó la mirada del uno al otro y lanzó una exclamación que podía significar cualquier cosa, desde mero disgusto a repulsión.
Baley acarició la idea de levantarse, acercarse a Daneel y plantarle la mano en la cara. Hubiera sido interesante ver la reacción de Gladia. Pero desistió y dijo:
—Se disponía a contarme lo que sucedió el día en que su esposo vino a verla.
Estaba convencido de que el objeto de aquella digresión, por interesante que le pareciese a ella, era eludir el tema en cuestión.
Gladia bebió otro poco de la taza y prosiguió:
—No hay mucho que contar. Comprendí que tenía trabajo, como de costumbre. Siempre estaba empeñado en ocupaciones constructivas. Así es que yo también volví a mis tareas. Al cabo de un cuarto de hora, oí un grito.
Hubo una pausa, pero Bailey la incitó:
—¿Qué clase de grito?
—Un grito de Rikaine. De mi marido. Un grito sin palabras. No de terror, sino de sorpresa, de sobresalto. Era la primera vez que le oía gritar.
Se llevó las manos a los oídos, como para apartar de sí el recuerdo de aquel grito. Al hacer este ademán, la toalla resbaló suavemente hasta la cintura. Ella no hizo el menor caso y Baley se dedicó con ahínco a mirar su cuardenillo de notas. Después le preguntó:
—¿Y usted qué hizo?
—Eché a correr. No sabía dónde estaba mi marido...
—Me ha parecido entender que usted dijo que había ido al laboratorio situado en su sección de la casa.
—Allí había ido, E...lías, pero yo no sabía dónde estaba situado. Es decir, no lo sabía a ciencia cierta. No había ido nunca. Lo consideraba como sus dominios particulares. Sólo tenía una idea muy vaga de su situación. Sabía que estaba en el ala oeste, pero estaba tan trastornada que ni siquiera se me ocurrió llamar a un robot. Cualquiera de ellos me hubiera guiado, pero, como es natural, al no llamarles, ninguno acudió. Cuando finalmente conseguí llegar al lugar del suceso, lo encontré muerto...
Se interrumpió de pronto, y con gran consternación por parte de Baley, inclinó la cabeza y se echó a llorar. No hizo el menor intento por ocultar el rostro. Se limitó a cerrar los ojos, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. No se la oía sollozar.
Sus hombros apenas temblaban.
Luego, alzó la cabeza y le miró con ojos anegados en llanto. —Era la primera vez que veía a un muerto. Estaba cubierto de sangre y tenía la cabeza... Conseguí llamar a un robot, éste hizo venir al resto, y entre todos se ocuparon de mí y de Rikaine. Aquí mis recuerdos se hacen algo confusos. Yo no sé...
Baley preguntó:
—¿Qué quiere decir con eso de que se ocuparon de Rikaine?
—Que se lo llevaron, y limpiaron la habitación. —En su voz vibraba una nota de reprimida indignación; al fin y al cabo era la señora de la casa que, ante todo, vela por la limpieza y aseo del hogar—. Estaba todo revuelto y desarreglado.
—¿Y qué fue del cadáver?
Gladia movió la cabeza.
—No lo sé. Supongo que lo incineraron, como se hace con todos los muertos.
—¿No llamó usted a la policía?
Ella le miró estupefacta y Baley pensó: «Claro, aquí no hay policía».
Entonces, dijo:
—Pero supongo que se lo comunicaría a alguien. ¿Llegó lo sucedido a oídos de otras personas?
—Los robots avisaron a un médico. Y yo tuve que llamar al lugar donde trabajaba Rikaine. Los robots de allí tenían que saber que Rikaine no volvería.
—El médico vino para atenderla a usted, me imagino.
Gladia asintió, advirtiendo por primera vez que la toalla le había resbalado hasta las caderas. Volvió a cubrirse, no sin murmurar desolada:
—Le ruego me disculpe.
Baley se sentía muy violento al verla tan desvalida y agitada, con el semblante contraído a causa de tan pavorosa evocación.
Era el primer muerto que veía. Nunca había presenciado efusión de sangre ni había visto una cabeza destrozada. Y aunque las relaciones matrimoniales en Solaria fuesen tan superficiales y endebles, no dejaba de tratarse de un ser humano con el que ella había convivido.
Baley apenas sabía qué decir para continuar el interrogatorio. Sintió el impulso de disculparse, aunque, como policía, cumplía con su deber.
En aquel mundo no existía policía. ¿Comprendería Gladia que él cumplía con su deber?
Hablando despacio y con la mayor delicadeza, preguntó:
—Gladia, ¿oyó usted algo más, o sólo el grito de su esposo?
Ella levantó la mirada, y él reparó en que, a pesar de la congoja, su rostro no había perdido un ápice de belleza. Respondió a Baley:
—No, nada.
—¿No oyó pasos? ¿Ninguna voz?
Ella negó con la cabeza.
—Nada en absoluto.
—Cuando usted encontró a su marido, ¿estaba completamente solo? ¿No había ninguna otra persona?
—No.
——¿Tampoco había señales de que hubiese estado allí alguien más?
—Yo no vi a nadie. Además, no podía ser de otra manera.
—¿Por qué dice esto?
Ella mostró una momentánea sorpresa, añadiendo luego con desaliento:
—Claro, usted es un terrestre. Siempre se me olvida este detalle. Nadie más podía estar allí. Mi marido no se veía con otras personas, excepto conmigo. Desde su adolescencia no se relacionaba con nadie. Era muy poco sociable. Rikaine era un hombre de rígidos principios morales y muy tradicional.
—Puede que se tratase de un intruso. ¿Y si alguien se hubiese presentado sin ser invitado, sin que su esposo lo supiera? De ser así, por más tradicional que fuese, no hubiera podido evitar ver al individuo en cuestión.
Gladia dijo:
—Quizá, pero hubiera llamado de inmediato a los robots para que echasen al intruso. ¡Vaya si lo hubiera hecho! Además, nadie se atrevería a visitar a mi esposo sin ser invitado. Lo contrario hubiera sido inconcebible. Por otra parte, a Rikaine jamás se le habría ocurrido invitar a nadie. Semejante idea es ridícula.
Baley dijo quedamente:
—Mataron a su esposo de un golpe en la cabeza, ¿no es cierto? Usted así lo había admitido.
—Sí, eso creo. Estaba..., todo...
—En este momento, los detalles no me interesan. ¿Quedaban en la habitación vestigios de algún artilugio mecánico que hubiese podido servir al agresor para aplastarle el cráneo mediante un mando a distancia?
—Desde luego que no. Al menos que yo sepa.
—De haber estado dicho aparato allí supongo que usted lo hubiese visto. De ello podemos deducir que alguien empuñó un objeto capaz de aplastar el cráneo de un hombre y le asestó un golpe. Para ello era preciso que ese alguien estuviera un poco más de un metro de distancia de su marido. Por lo tanto, alguien acudió a visitarlo.
—Es imposible—dijo ella con seriedad—. Un solariano como él se hubiese negado a recibir a nadie.
—Pero a un solariano capaz de cometer un asesinato, no le importaría mucho visitar por un momento a un semejante suyo, ¿no le parece?
(Esta deducción le resultaba muy poco convincente. En la Tierra había intervenido en el caso de un despiadado asesino que fue apresado gracias al hecho de que no se vio capaz de violar la costumbre que imponía silencio absoluto en los baños comunales.)
Gladia movió negativamente la cabeza.
—Usted no comprende lo que significa todo lo relacionado con la visión personal. Los terrestres se ven en cualquier momento, y ello explica que usted no comprenda...
La curiosidad le estaba aguijoneando. Sus ojos se iluminaron cuando ella preguntó:
—El hecho de ver le parece a usted perfectamente normal, ¿no es así?
—Siempre me ha parecido una cosa normalísima —dijo Baley.
—¿No le pone violento?
—¿Por qué tendría que ponerme?
—Verá, es que las películas no lo dicen, y yo siempre he querido saber... ¿Me permite que le haga una pregunta?
—Diga —dijo Baley pacientemente.
—¿Le han asignado una esposa?
—Estoy casado. Eso de
asignarme
, suena un poco raro.
—Según he leído, usted y su esposa pueden verse siempre que lo deseen, sin que ello les importe lo más mínimo.
Baley asintió.
—Bien, y cuando usted la ve, suponga que usted sólo quiere... —Levantó ambas manos, e hizo una pausa, como si buscase la expresión adecuada. Intentó proseguir—: ¿Es que ustedes pueden..., en cualquier momento..?
Dejó la frase inacabada.
Baley no hizo ningún esfuerzo para ayudarla.