El sol desnudo (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Hasta entonces, los asesinatos, tanto consumados como en grado de tentativa, se habían perpetrado de la manera más directa posible. No había nada de delicado ni de sutil en la acción de asestar un golpe en la cabeza, de introducir veneno suficiente para aniquilar a una docena de hombres en una copa, o de disparar sin ambages una flecha envenenada contra la presunta víctima.

Luego se dijo, igualmente preocupado, que mientras saltase de una zona horaria del planeta a otra, era muy poco probable que comiese a horas regulares. Tampoco podría dormir con regularidad,, de continuar así.

El robot se aproximó:

—El doctor Leebig dice que le llame mañana a cualquier hora. Ahora, se halla ocupado en un trabajo muy importante.

Baley saltó como disparado por un resorte, rugiendo:

—Dile a ese tipo...

Pero se detuvo. De nada servía gritarle a un robot. Es decir, si lo deseaba podía gritar, aunque no conseguiría mejores resultados que al hablarle en un susurro:

En tono normal, prosiguió:

—Dile al doctor Leebig o a su robot, si es con éste con quien has hablado, que realizo una investigación sobre el asesinato de un colaborador suyo y que, además, era un buen solariano. Dile también, que no puedo esperar a que termine su trabajo, y que si no es posible visualizarle dentro de cinco minutos, tomaré un avión para dirigirme a su hacienda y le veré antes de una hora. Utiliza la palabra «veré», para evitar cualquier confusión.

Volvió a concentrarse en su bocadillo.

Aún no habían transcurrido los cinco minutos cuando Leebig, o al menos un solariano que Baley supuso sería Leebig, lo contemplaba iracundo.

Baley le miró también con cólera. Leebig era un hombre flaco, que se mantenía rígidamente erguido. Sus ojos, oscuros y saltones, mostraban una mirada de intensa abstracción, en la que, en aquellos momentos, se mezclaba la ira. Uno de sus párpados le colgaba ligeramente.

—¿Es usted el terrestre?—le apostrofó.

—Soy Elías Baley, agente de policía C—7, encargado de las pesquisas en el caso del asesinato cometido en la persona del doctor Rikaine Delmarre. ¿Quiere hacer el favor de darme su nombre?

—Soy el doctor Jothan Leebig. ¿Cómo se atreve usted a molestarme en mi trabajo?

—Muy fácil —repuso Baley con calma—. Es mi profesión.

—En este caso, usted y su profesión váyanse y déjenme en paz.

—Antes tengo que hacerle unas cuantas preguntas, doctor. Según tengo entendido, colaboraba estrechamente con el doctor Delmarre. ¿Es eso cierto?

Leebig apretó un puño con fuerza y se dirigió apresuradamente hacia la chimenea, sobre la cual un diminuto mecanismo de relojería realizaba complicados movimientos periódicos que ejercían un influjo hipnótico sobre quien lo mirase.

El visualizador se mantenía enfocado sobre Leebig, y la figura de éste seguía en el centro, aun durante su desplazamiento. En realidad, lo que parecía moverse hacia atrás, en pequeñas oscilaciones, era la pared posterior de la estancia.

—Si es usted el extranjero que Gruer amenazó con traer...

—Sí, soy yo.

—Entonces, está contra mi parecer. Visualización terminada.

—¡Todavía no! No interrumpa el contacto.

Baley levantó la voz y apuntó con el índice al roboticista, que se encogió visiblemente como para rehuirlo, mientras su boca adquiría una mueca de disgusto. Baley prosiguió:

—No bromeaba al decir que iría a verle, se lo aseguro.

—Déjese de procacidades terrestres, por favor.

—Yo no digo las cosas a la ligera. Si no puedo hacer que me escuche de otra manera, le veré personalmente. Le cogeré por el cogote, si es preciso, y le obligaré a escucharme.

Leebig le miró, estupefacto.

—Es usted un animal asqueroso.

—Piense lo que quiera, pero haré lo que le digo.

—Si trata usted de invadir mi hacienda, le... le...

Baley enarcó las cejas.

—¿Me matará? ¿Suele proferir a menudo semejantes amenazas? —No le he amenazado.

—Entonces, conteste a mis preguntas. Con el tiempo que hemos perdido hablando, ya podríamos haber hecho algo positivo. Usted era un íntimo colaborador del doctor Delmarre, ¿no es cierto?

El roboticista inclinó la cabeza. Sus hombros subían y bajaban ligeramente, al compás de su respiración lenta y regular. Cuando levantó la mirada, volvió a ser dueño de sí mismo. Incluso, consiguió esbozar una breve y árida sonrisa.

—Lo era.

—Según tengo entendido, Delmarre se interesaba por los nuevos tipos de robots.

—En efecto.

—¿De qué clase?

—¿Es usted roboticista?

—No. Explíquemelo en términos comprensibles para un profano. —Dudo poder hacerlo.

—¡Inténtelo! Por ejemplo, creo que deseaba unos robots capaces de imponer disciplina entre los niños. ,Qué representaría eso? —dijo Baley.

Leebig enarcó levemente las cejas antes de responder:

—Para decirlo en términos muy sencillos, prescindiendo de los detalles técnicos, significa que se debería reforzar la integral C, de la que depende la ruta del reflejo en tándem de Sikorovich, al 3 nivel W-65.

—Demasiado técnico para mí.

—No puede decirse de otra manera.

—Inténtelo. Trate de hacerlo más sencillo.

—Significa cierto debilitamiento de la Primera Ley.

—Y eso ¿por qué? Se castiga a los niños por su bien. ¿No es así? En aras de su futuro bienestar.

—¡Ah, el bienestar futuro! —Los ojos de Leebig brillaron y pareció olvidarse de la presencia de su oyente, a consecuencia de lo cual se volvió más locuaz—. No es más que un simple concepto abstracto. ¿Cuántos seres humanos hay que sean capaces de aceptar la más ligera molestia en aras de su bienestar futuro? ¿Cuánto se tarda en enseñar a un niño que lo que ahora le resulta de sabor agradable puede significar más tarde un dolor de tripas, y que lo que le parece de mal sabor le curará, luego, ese mismo dolor? ¿Y quiere usted que un robot sea capaz de entenderlo?

» El daño infligido por un robot a un niño crea un poderoso potencial disruptivo en el cerebro positrónico. Para contrarrestarlo mediante un antipotencial, disparado gracias a la comprensión de un bienestar futuro, se requieren trayectos directos y secundarios que aumentarían la masa del cerebro positrónico el cincuenta por ciento, a menos que se sacrificasen otros circuitos.

—Eso quiere decir que usted no ha conseguido construir un robot que reúna dichas características.

—No, ni creo que lo consiga. Ni yo ni nadie.

—¿Probaba acaso el doctor Delmarre un modelo experimental de robot de ese tipo cuando murió?

—De un robot de ese tipo, no. Nos interesábamos también por cosas más prácticas.

Con la mayor flema, Baley dijo:

—Doctor Leebig, tendré que aprender algo más sobre robótica y voy a pedirle que sea usted mi maestro.

Leebig denegó violentamente con la cabeza, y su párpado colgante aún cayó más, en una terrible parodia de guiño.

—Como usted comprenderá, un curso de robótica no se puede dar en diez minutos. No dispongo de tiempo.

—Sin embargo, debe enseñarme. Solaria huele a robot hasta su último rincón. Si lo que nos hace falta es tiempo, entonces aún se impone más la necesidad de verle. Yo soy un terrestre y no puedo pensar ni trabajar libremente con la visualización.

Baley hubiera creído imposible que Leebig se irguiese con más rigidez, pero así lo hizo mientras decía:

—Sus fobias de terrestre no me interesan. No podemos vernos bajo ningún concepto.

—Me parece que cambiará de idea cuando le diga cuál es el objeto principal de mi visita.

—No me importa. Nada puede hacerme cambiar.

—¿No? Entonces escuche esto: estoy convencido de que durante toda la historia del robot positrónico, la Primera Ley de la robótica ha sido deliberadamente mal enunciada.

Leebig se movió espasmódicamente.

—¿Mal enunciada? ¡Loco! ¡Cretino! ¿Por qué?

—Para ocultar el hecho —dijo Baley, sin perder su compostura—  de que los robots pueden cometer un asesinato.

14
Donde se Revela un Motivo

Leebig fue abriendo lentamente la boca. De momento, Baley se imaginó que iba a refunfuñar hasta que, con sorpresa por su parte, comprendió que era el más desdichado intento por sonreír que había visto en su vida. Entonces dijo el roboticista:

—No diga eso. No lo repita jamás.

—¿Por qué no?

—Cualquier cosa, por pequeña que sea, que pueda crear desconfianza hacia los robots, es mala. La desconfianza hacia los robots es una enfermedad humana.

Parecía como si sermonease a un niño; como si dijese con voz suave y comedida algo que deseaba decir vociferando. Parecía que se esforzaba por persuadir, cuando lo que de veras quería era pedir la pena de muerte.

—¿Conoce la historia de la robótica?

—Un poco.

—En la Tierra deberían conocerla. ¿Sabe usted que los robots crearon, al principio de su existencia, un complejo adverso de Frankenstein? Todos les tenían miedo. La gente desconfiaba de los robots y los temía. Como resultado de ello, la robótica era casi una ciencia oculta. En un esfuerzo por vencer esa desconfianza se grabaron en los robots las Tres Leyes, y aun así la Tierra no permitió jamás el desarrollo de una sociedad robótica. Uno de los motivos

que tuvieron los pioneros para dejar la Tierra y colonizar el resto de la Galaxia fue establecer sociedades en las cuales los robots liberarían a los hombres de la pobreza y el trabajo. Incluso entonces subsistía una sospecha latente, a punto de manifestarse al menor pretexto.

—¿Ha tenido que combatir alguna vez esa desconfianza contra los robots? —le preguntó Baley.

—Muchas veces —repuso ceñudo Leebig.

—¿Por esto usted y otros roboticistas tratan de deformar los hechos, para evitar en lo posible tales sospechas?

—¡Tal deformación no existe!

—¿No cree, por ejemplo, que las Tres Leyes se han enunciado mal? —¡No!

—Puedo demostrarle que sí, y a menos que usted me convenza de lo contrario, lo demostraré ante toda la Galaxia.

—Está usted loco. Puedo asegurarle que sea cual sea el argumento que piense esgrimir, es por completo falaz.

—¿Está dispuesto a discutirlo conmigo?

—Si eso no nos ocupa demasiado tiempo...

—Cara a cara. ,Viéndonos?

El enjuto semblante de Leebig se contrajo.

—¡No!

—Adiós, doctor Leebig. Me voy en busca de oyentes más amables. —¡Espere! ¡Hombre, espere!

—¿Nos veremos?

Las manos del roboticista se levantaron para mantenerse indecisas al nivel del mentón, hasta que se introdujo lentamente el pulgar en la boca. Entonces, miró a Baley con ojos inexpresivos.

El terrestre pensó: ¿estará regresando a su edad pueril, para ir un motivo legítimo que le permita verme? —¿Nos veremos? —repitió. Leebig denegó lentamente con la cabeza.

—No puedo, no puedo —gimió, con palabras ahogadas por el pulgar que aún tenía introducido en su boca—. Haga lo que le plazca. No me atormente más.

Baley vio como su interlocutor se volvía para quedarse de cara a la pared. La erguida espalda del solariano se doblaba, mientras Leebig ocultaba el rostro entre sus manos temblorosas.

—Muy bien, pues —dijo Baley—. Estoy de acuerdo en que nos visualicemos.

Sin volverse, Leebig dijo:

—Disculpe un momento. Vuelvo enseguida.

Baley atendió a sus propias necesidades durante aquel intervalo. Después, contempló su cara recién lavada en el espejo del cuarto de baño. ¿Empezaba a comprender a Solaria y a sus habitantes? No estaba seguro.

Suspirando, oprimió un contacto y apareció un robot. Baley no se volvió para mirarlo cuando le preguntó:

—.Hay algún visualizador en la granja además del que estoy utilizando?

—Existen otras tres instalaciones, señor.

—Di entonces a Klorissa Cantoro..., es decir, a tu dueña, que utilizaré este visualizador de momento, y que deseo que no me molesten.

—Sí, señor.

Baley volvió a ocupar su posición inicial, donde el visualizador seguía enfocando el centro vacío de la estancia que había ocupado Leebig. Como éste aún no había regresado, Baley se sentó a esperar.

Al cabo de poco tiempo, Leebig entró en la habitación y ésta volvió a bailotear siguiendo los pasos del hombre. Era evidente que el enfoque pasaba inmediatamente del centro de la pieza al del hombre. Al recordar la complejidad de los mandos del visualizador, Baley empezó a sentir cierto respeto por aquella técnica.

Leebig parecía haber recuperado el control de sí mismo. Se había peinado el cabello hacia atrás y cambiado de ropa. Su vestimenta era muy holgada y estaba confeccionada con una tela brillante y tornasolada. Se sentó en una pequeña silla que salió de la pared, y con voz serena preguntó:

—¿Quiere decirme ahora cuál es su idea acerca de la Primera Ley?

—¿No nos escucha nadie?

—No, no se preocupe.

Baley hizo un gesto de asentimiento antes de decir:

—Permítame citar la Primera Ley.

—¿Cree que hace falta?

—Ya sé que no, pero, de todos modos, permítame que la cite: «Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por omisión, permitir que un ser humano sufra daño».

—¿Y qué?

—Pues verá: cuando desembarqué en Solaria, me llevaron a la hacienda asignada en un vehículo terrestre. Este vehículo estaba herméticamente cerrado, con el fin de evitar mi exposición al aire libre, pues como terrestre...

—Lo sé, lo sé —le atajó Leebig con impaciencia—. ¿Y eso qué tiene que ver con nuestro asunto?

—Los robots que conducían el vehículo no lo sabían. Ordené que abriesen el coche y me obedecieron inmediatamente, de acuerdo con la Segunda Ley, que les obliga a obedecer órdenes. Esto me produjo una sensación muy desagradable, desde luego, y casi me desmayé antes de que volviesen a cerrar el vehículo. ¿No es cierto que los robots me causaron un daño?

—En obediencia a las órdenes que usted les dio —rezongó Leebig.

—Citaré ahora la Segunda Ley: «Un robot debe obedecer las órdenes que le dé un ser humano, excepto cuando dichas órdenes infrinjan la Primera Ley». Por lo tanto, el robot debía haberme desobedecido.

Eso es una sarta de necedades. El robot no sabía...

Baley se inclinó hacia delante.

—¡Ah! Ya lo tenemos. Vamos ahora a recitar la Primera Ley tal como debiera haber sido formulada: «Un robot no debe hacer nada que, según sus conocimientos, pueda dañar a un ser humano, ni acatar órdenes que le conste vayan a causar daño a un ser humano».

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