El sol desnudo (30 page)

Read El sol desnudo Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Leebig dijo con altivez:

—Acaso fingía ignorancia.

—¿Está dispuesto a afirmar como roboticista que cree a la señora Delmarre lo suficientemente preparada como para cometer un asesinato utilizando indirectamente un robot?

—¿Cómo puedo responder a esa pregunta?

—Se la plantearé de otra forma. Quien trató de asesinarme en la granja infantil tuvo que localizarme, antes, mediante la red de comunicación de los robots. Tenga en cuenta que no comuniqué a ningún ser humano el lugar donde me dirigía, y sólo los robots que me llevaban de un sitio a otro conocían mi paradero. Mi colaborador, Daneel Olivaw, consiguió localizarme aquel mismo día, es cierto, pero sólo muy tarde y tras considerables dificultades. En cambio, el asesino debió de hacerlo muy fácilmente, porque además de localizarme a mí, tenía que disponer las flechas envenenadas y encontrar a alguien que las disparase, todo esto antes de que saliese de la granja y prosiguiera mis investigaciones. ¿Cree usted a la señora Delmarre con suficiente habilidad para hacer todo eso?

Corwin Attlebish se inclinó para preguntar a su vez:

—¿Y quién cree usted que posee la habilidad necesaria para ello terrestre?

A lo que Baley replicó:

—Según él mismo reconoce, el doctor Leebig es el primer excepto en robótica del planeta.

—¿Es esto una acusación? ——chilló Leebig.

—¡Sí! —repuso Baley con voz potente y clara.

El furor que brillaba en los ojos de Leebig se fue apagando despacio, para ser sustituido no por una expresión de calma, sino por una tensión voluntariamente reprimida.

—Examiné el robot de Delmarre después del asesinato —declaró—. Sus miembros no eran cambiables. Sólo podían desprenderse mediante herramientas adecuadas, que únicamente pueden manejar los expertos. En esto era como los restantes robots. Por lo tanto, esa no podía ser el arma empleada para matar a Delmarre, y sus argumentos caen por la base.

—¿Quién puede garantizar la verdad de sus afirmaciones? —le preguntó Baley.

—Basta con mi palabra, que nadie se atreverá a poner en duda. —Pues yo la pongo. Le estoy acusando, y ni una sola palabra, por lo que respecta a ese robot, tiene valor alguno. Si alguien quiere respaldarle, entonces será distinto. A propósito, usted hizo desaparecer ese robot con gran rapidez. ,Por qué?

—No existía motivo alguno para conservarlo. Estaba completamente descompuesto. No servía para nada.

—¿Por qué?

Leebig apuntó con el índice hacia Baley, mientras vociferaba:

—Ya me hizo esa pregunta antes, terrestre, y le respondí por qué. Había presenciado un asesinato y se vio impotente para evitarlo.

—Y usted me dijo entonces que eso producía siempre el aniquilamiento total del robot; que se trataba de una regla universal. Sin embargo, cuando Gruer fue envenenado, el robot que le ofreció el veneno sólo tuvo, como consecuencia de ello, una ligera cojera y un defecto en la pronunciación. En realidad, este robot fue el agente de lo que, de momento, parecía un asesinato, y no simplemente el testigo del mismo. Sin embargo, conservó bastante cordura como para responder al interrogatorio.

»Esto quiere decir que el robot que intervino en el caso Delmarre este debió de tener una parte más activa en el asesinato que el robot pie Gruer. El robot de Delmarre debió ver cómo se empleaba su propio brazo para cometer el crimen

—Todo eso es una sarta de disparates —gruñó Leebig— Usted no sabe nada de robótica.

—Es posible. Pero me permito sugerir al director general de Seguridad, aquí presente, que confisque los archivos de su fábrica de robots y taller de reparaciones. Quizás entonces averigüemos si usted ha construido robots con miembros intercambiables, si, caso de ser esto cierto, alguno de ellos fue enviado al doctor Delmarre, y la fecha de este envío.

—¡Nadie osará tocar mis archivos! —gritó Leebig.

—¿Por qué, si usted no tiene nada que ocultar?

—Pero ¿qué motivo podía tener yo para querer dar muerte a Delmarre? Dígamelo, por favor. ¿Cuál era el motivo?

—Se me ocurren dos. Usted era amigo de la señora Delmarre. Amigo en exceso. Los solarianos también son humanos, a su manera. Usted nunca quiso casarse, pero eso no le inmunizó de los, por así decir, apetitos carnales. Usted veía a la señora Delmarre —perdón, la visualizaba— en momentos en que ésta iba bastante ligera de ropa y...

—¡No! —gritó Leebig con voz agónica.

Gladia también susurró un enérgico «No».

—Quizá ni usted mismo se daba cuenta de la verdadera naturaleza de sus sentimientos —prosiguió Baley— ose despreciaba a sí mismo por su debilidad y aborrecía a la señora Delmarre por inspirársela. Y, sin embargo, podía odiar al propio tiempo a Delmarre, simple y puramente por envidia, ya que él era su marido. Usted pidió a la señora Delmarre que fuese su ayudante, para dar una menguada satisfacción a sus apetitos. Ella se negó y su odio no hizo más que avivarse. Matando al doctor Delmarre, de manera que todas las sospechas recayesen sobre su esposa, usted se vengaba de ambos.

—¿Hay alguien capaz de creer este repugnante y melodramático novelón? —preguntó Leebig con un ronco murmullo—. Otro terrestre, otro animal, quizá. Ningún solariano.

—Para mí no es el motivo básico —prosiguió Baley— a pesar de que creo en su existencia subconsciente. Usted tenía otro motivo más claro. El doctor Rikaine Delmarre se interponía en sus ambiciosos planes, y había que quitarlo de en medio.

—¿De qué planes está hablando? —preguntó Leebig.

—De sus planes para la conquista de toda la Galaxia, doctor Leebig —repuso Baley.

18
Donde se Responde a una Pregunta

—¡El terrestre está loco! —exclamó Leebig, volviéndose a los reunidos—. ¿No es evidente?

Unos miraban a Leebig, incapaces de hablar, y otros a Baley. Éste no les dio tiempo de tomar una decisión.

—Usted lo sabe muy bien, doctor Leebig —dijo Baley— El doctor Delmarre se disponía a romper sus relaciones con usted. La señor Delmarre creyó que lo hacía únicamente porque usted se negaba a casarse, y esto le disgustó. Yo no lo creo. El propio doctor Delmarre preveía una época en que sería posible la ectogénesis, con lo que el matrimonio se haría innecesario. Pero el doctor trabajaba con usted y por lo tanto, sabía y adivinaba más cosas acerca de su obra que cualquier otra persona. Sabía que usted intentaba realizar experimentos peligrosos, y trataría de impedirlos. Insinuó algo de todo esto al señor Gruer, sin darle detalles, porque aún no estaba seguro. Salta a la vista que usted se enteró de sus sospechas y entonces le dio muerte.

—¡Está loco! —repitió Leebig—.—. No quiero saber nada más de todo esto.

Pero Attlebish le interrumpió:

—¡Que diga todo cuanto tenga que decir, Leebig!

Baley se mordió los labios para no demostrar, antes de tiempo, su satisfacción ante la evidente falta de simpatía que denotaba la voz del director general de Seguridad. Siguió diciendo:

—Durante la conversación en que me habló de robots con miembros intercambiables, doctor Leebig, mencionó también astronaves gobernadas por cerebros positrónicos. Puedo asegurarle que se fue usted de la lengua en esa ocasión. ¿Imaginaba tal vez que, al no ser más que un terrestre, era incapaz de entender el alcance que podía tener la robótica? ¿O fue quizás el alivio que experimentó cuando dejé de amenazarle con la imposición de mi presencia personal, lo que le produjo un momentáneo delirio? Sea como fuere, el doctor Quemot ya me había dicho que el arma secreta de Solaria en lucha contra los Mundos Exteriores consistiría en el robot positrónico.

Quemot, al verse aludido inesperadamente, reaccionó con violencia, exclamando:

—Yo quería decir...

—Ya sé que hablaba usted en términos de sociología. Pero sus palabras dan mucho que pensar. Compárese una astronave gobernada por un cerebro positrónico con otra tripulada por seres humanos. Esta última no podría utilizar a los robots en la guerra, pues un robot sería incapaz de aniquilar a los seres humanos que tripulasen las astronaves enemigas o que viviesen en los mundos enemigos. Sería incapaz de distinguir entre amigos y enemigos, en una palabra.

»Desde luego, podría decirse a un robot que a bordo de la nave adversaria no había seres humanos. Podría decírsele, también, que el planeta que se bombardeaba estaba deshabitado. Aunque esto resultaría bastante difícil de realizar, el robot vería que su propia nave transportaba seres humanos; sabría que en su propio mundo habitaban hombres. Por lo tanto, supondría que lo mismo ocurriría tratándose de naves y mundos enemigos. Haría falta un verdadero experto en robótica, como usted, doctor Leebig, para manejarlos debidamente en ese caso, y tales expertos no abundan.

»Pero una astronave que fuese equipada con un cerebro positrónico atacaría a la nave que le ordenasen atacar, me parece a mí, pues supondría que todas las restantes astronaves tampoco irían tripuladas. Una astronave gobernada por un cerebro positrónico, podría ser preparada de tal modo, que fuese incapaz de recibir mensajes de las naves enemigas que tratasen de ponerla en guardia. Con todo su armamento y defensas bajo el gobierno inmediato de un cerebro positrónico, podría hacerse la maniobra mejor que con cualquier nave tripulada, al transportar más blindaje, más armas y ser más invulnerable que una astronave ordinaria. Una nave provista de un cerebro positrónico, podría aniquilar flotas enteras de naves ordinarias, ¿no es cierto?

Esta última pregunta se dirigía al doctor Leebig, que se había levantado de su asiento y permanecía en una postura rígida, casi cataléptica, presa de ira o de horror.

El roboticista no respondió. Aunque lo hubiese hecho, no se le hubiera escuchado. Alguien rompió el silencio y los restantes se le unieron, vociferando como energúmenos. Klorissa se había convertido en una auténtica furia e incluso Gladia se puso de pie para blandir el puño en actitud amenazadora.

Todos se habían vuelto hacia Leebig.

Baley aflojó su tensión, cerrando los ojos. Por un momento trató de descansar, de relajar sus músculos y tendones.

Su estratagema había dado buen resultado. Por último había conseguido pulsar el botón adecuado. Quemot estableció una analogía entre los robots solarianos y los ilotas de Esparta, afirmando que los robots no podían sublevarse, lo cual garantizaba la tranquilidad de los solarianos.

Pero ¿qué ocurriría si alguien amenazaba con enseñar a los robots la manera de dañar a los seres humanos; de enseñarles a sublevarse, dicho en otras palabras?

¿No sería aquel el peor de los crímenes? En un mundo como Solaría, ¿no se volverían todos contra quien pretendiese tal cosa, aunque no pasara de ser una simple sospecha? En Solana, los robots sobrepasaban en número a los seres humanos en la proporción de veinte mil a uno.

Attlebish vociferó:

—¡Queda usted detenido! Le prohíbo que toque sus libros o archivos antes de que el gobierno los haya inspeccionado...

Siguió hablando de manera casi incoherente, sin que apenas se le oyese en aquel pandemónium.

Un robot se acercó a Baley.

—Un mensaje, señor, del señor Olivaw.

Baley tomó el mensaje con grave ademán y se volvió para gritar:

—¡Un momento!

Su voz produjo un efecto casi mágico. Todos se volvieron solemnemente para mirarle y en ningún semblante (excepto en el de Leebig, dominado por el terror) se veía señal de nada que no fuese la más grande atención por las palabras del terrestre. Éste dijo:

—Es una tontería creer que el doctor Leebig deje intactos sus archivos en espera de que se efectúe la inspección oficial. Así es que, antes de que empezase esta entrevista, mi compañero Daneel Olivaw salió de aquí en dirección a la hacienda del doctor Leebig. Me acaba de enviar una nota. Ha llegado a la hacienda y dentro de un momento estará con el doctor Leebig para dar cumplimiento a la orden de detención.

—¡Alto! —aulló Leebig, preso de un terror casi animal, y abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Que viene alguien aquí? ¿En persona? ¡No, no!

El segundo «no» fue un verdadero alarido.

—No recibirá usted el menor daño —observó Baley fríamente si nos presta ayuda.

—Pero yo no quiero verle. No puedo. —El roboticista cayó de rodillas sin darse cuenta de lo que hacía. Juntó ambas manos en un desesperado gesto de súplica—. ¿Qué quiere usted? ¿Quiere mi confesión? Sí, el robot de Delmarre tenía miembros intercambiables. Sí, sí. Yo preparé el envenenamiento de Gruer. Yo preparé su asesinato por medio de una flecha emponzoñada. Incluso he proyectado construir astronaves como las que usted ha descrito. Aún no he conseguido hacerlo, pero lo tenía planeado. Pero no permitan que venga ese hombre. No le dejen venir. ¡Que se vaya!

Empezó a farfullar de modo incoherente.

Baley hizo un ademán de asentimiento. Había pulsado bien otro botón. La amenaza de la presencia personal había hecho más por inducirle a confesar que cualquier tortura física.

En aquellos momentos, debido a algún ruido o movimiento producidos fuera del campo visual de los demás espectadores, Leebig volvió la cabeza y abrió la beca. Levantó las manos como si quisiera alejar algo que le amenazaba.

—Váyase —suplicó—. No se acerque. Por favor, no se acerque. Por favor...

Se alejó andando a gatas, hasta que, de pronto, introdujo la mano en un bolsillo de su túnica. Con un rápido gesto, se llevó algo a la boca. Después de tambalearse un momento, cayó de bruces al suelo. Baley quiso gritar: < Estúpido, no es un hombre el que se aproxima, sino uno de esos robots que tú tanto quieres». Daneel penetró en el campo visual como una exhalación, para quedarse mirando la figura postrada.

Baley contuvo el aliento. Si Daneel se daba cuenta de que era su aspecto humano el causante de. la muerte de Leebig, el efecto que esto podía producir en su cerebro, dominado por la Primera Ley, acaso resultara fatal.

Pero Daneel se limitó a arrodillarse para palpar con delicadeza el cuerpo de Leebig. Luego, levantó la cabeza de éste como si fuese un objeto infinitamente precioso, acunándola y acariciándola.

Su rostro de bellas facciones, se volvió hacia los mudos espectadores de la escena para susurrar:

—¡Ha muerto un ser humano!

Baley la esperaba. Gladia le había pedido una última entrevista, pero, aún así, el terrestre abrió mucho los ojos cuando apareció.

—La estoy viendo—le dijo.

—Sí —repuso Gladia—. ,Cómo se ha dado cuenta?

Other books

Theresa Monsour by Cold Blood
Home by Morning by Harrington, Alexis
Damaged Goods by Stephen Solomita
Chinese Ghost Stories by Lafcadio Hearn
Wishing on Willows: A Novel by Ganshert, Katie
The Silver Castle by Nancy Buckingham
Bad Girlfriend by Cumberland, Brooke