Leebig lo había hecho, lo que animó a Baley a preguntarle:
—¿Qué motivaba esas querellas?
—Creo que será mejor que se lo pregunte a ella.
Desde luego, tiene razón, pensó Baley. Se levantó muy envarado.
—Gracias por la cooperación que me ha prestado, doctor Leebig. Es posible que más adelante vuelva a necesitarle. Espero que podré comunicar con usted sin dificultad.
—Visualización terminada —dijo Leebig, desapareciendo instantáneamente, junto con su segmento de habitación.
Por primera vez, a Baley no le importó tomar un avión para volar por el cielo abierto. No le importó en absoluto. Casi se sentía como en su propio elemento.
Ni siquiera pensaba en la Tierra ni en Jessie. Hacía unas pocas semanas que estaba ausente de la Tierra, pero le parecían años. Llevaba en Solaría tres días escasos y era como si siempre hubiese vivido allí.
¿Con qué rapidez podía adaptarse el hombre a las pesadillas?
¿No se debía todo a Gladia? Pronto la vería; la vería personalmente, no por visualización. Aquello le infundía confianza junto con un extraño sentimiento, mezcla de aprensión y de deseo por verla.
«¿Lo soportaría bien? —se preguntaba—. ¿O se escabulliría a los pocos momentos, tal como hiciera Quemot?»
Cuando entró, Gladia le esperaba de pie al fondo de una larga estancia. Ella casi parecía una representación impresionista de sí misma, pues se hallaba reducida únicamente a sus rasgos esenciales. Mostraba los labios de un rojo desvaído, las cejas apenas esbozadas, los lóbulos de las orejas de un azul débil. Su rostro no llevaba otro maquillaje. Se la veía pálida, un poco asustada y muy joven.
Llevaba recogido hacia atrás el cabello castaño claro, y sus ojos de un azul grisáceo mostraban cierta timidez. Su vestido era de un azul tan oscuro que parecía negro, con un ribete blanco que iba de arriba abajo, y por ambos lados. Llevaba mangas, guantes blancos y zapatos planos. No mostraba ni un centímetro cuadrado de su cuerpo, con excepción de la cara. Incluso su cuello estaba tapado por una especie de gargantilla discreta.
Baley se detuvo donde estaba.
—¿Está bien así, Gladia?
Ella respiraba con rapidez.
—Ya me había olvidado casi de cómo era esto. Se parece mucho a la visualización, ¿no cree? Es decir, si una no piensa que real se ve.
— Para mí resulta muy normal —observó Baley.
—En la Tierra, sí. —Cerró los ojos—. A veces trato de imaginármelo. ¡Muchedumbres por todas partes! La gente va por las calles, unos se cruzan con otros o siguen la misma dirección. Docenas de personas...
—Centenares —corrigió Baley—. ¿Ha visualizado alguna vez escenas de la Tierra en un libro audiovisual, o en alguna novela cuya acción transcurriese en la Tierra?
—No tenemos muchas, pero he visualizado novelas situadas en los otros Mundos Exteriores, donde la gente se ve constantemente. Claro que en una novela es distinto; sólo parece una multivisualización.
—¿También se besan los protagonistas de esas novelas?
Ella enrojeció hasta las orejas.
—Yo no leo esa clase de novelas.
—¿Nunca?
—Verá... Circulan por ahí algunas películas obscenas, y a veces por simple curiosidad... Aunque reconozco que es repugnante.
—¿De veras?
Con súbita animación, dijo:
—Pero la Tierra es muy diferente. ¡Hay tanta gente en ella! Cuando ustedes andan por las calles, Elías, supongo que incluso se to.... se tocan entre sí. Por casualidad, claro.
Baley sonrió.
—Incluso se puede derribar a otra persona por casualidad.
Pensó en las multitudes del ferrocarril subterráneo, en la gente dándose codazos y empellones, saltando de las aceras rodantes y, por un momento, de una manera inevitable, sintió la punzada de la nostalgia.
—No hace falta que se quede ahí —le dijo Gladia.
—¿Le importará que me acerque un poco más?
—No. Ya le diré cuándo tiene que detenerse.
Paso a paso, Baley se aproximó, mientras Gladia le contemplaba con los ojos muy abiertos.
De pronto, le dijo:
—¿Le gustaría ver algunas de mis coloraciones de campo?
Baley estaba solamente a dos metros. Deteniéndose, la miró. ¡Qué pequeña y frágil parecía! Trató de imaginársela blandiendo algo en su mano (¿qué podía ser?), para asestar un furioso golpe a la cabeza de su marido. Se esforzó por imaginarla loca de rabia e impulsada al homicidio por el odio y la ira. Tuvo que admitir que era posible imaginársela así. Incluso una mujercita de cincuenta kilos de peso podía destrozar un cráneo si disponía del arma adecuada, y estaba lo suficientemente furiosa para ello. Baley había conocido asesinas (en la Tierra, naturalmente) que, en inactividad, parecían inocentes criaturas.
—¿Qué son las coloraciones de campo, Gladia? —preguntó.
—Una forma de arte.
Baley recordó la referencia que había hecho Leebig, a las aficiones artísticas de Gladia, y asintió.
—Me gustaría ver algunas.
—Haga el favor de seguirme.
Baley la siguió, manteniendo cuidadosamente dos metros de separación entre ambos. Esa distancia era menos de una tercera parte de la que había exigido Klorissa.
Penetraron en una habitación resplandeciente de luz. Brillaba hasta el último rincón y en todos los colores imaginables.
Gladia se mostraba complacida. Parecía hallarse en su elemento. Miró a Baley con expresión jubilosa.
La reacción de Baley debió de ser la que ella esperaba, a pesar de que no dijo nada. Se volvió lentamente, tratando de discernir lo que veía, porque todo estaba hecho de luz, sin materia.
Los bloques de luz se alzaban sobre sendos pedestales. Eran una geometría viva, líneas y curvas de color, que se entremezclaban formando un conjunto coalescente, pero manteniendo una distinta identidad. No había dos ejemplares que se pareciesen ni remotamente.
Baley trató de hallar las palabras adecuadas, y se limitó a preguntar:
—¿Tiene algún significado?
Gladia rió con su agradable voz de contralto.
—Significa todo lo que usted quiera. No son más que formas luminosas que pueden despertar su ira, su alegría, su curiosidad o el sentimiento que sea, y que yo experimentaba al crearlas. Puedo hacer una suya, una especie de retrato. Quizá no salga muy bien, porque será una rápida improvisación.
—¿Puede hacerlo? Me interesaría mucho verlo.
—Muy bien —dijo ella, corriendo hacia una figura luminosa que se alzaba en un ángulo, y pasando sólo a unos centímetros de Baley al hacer este movimiento. Aunque ella no pareció advertirlo.
Tocó algo en el pedestal de la figura luminosa, y el glorioso resplandor se apagó instantáneamente.
Baley se quedó boquiabierto, y dijo:
—¿Por qué lo ha hecho?
—No vale la pena. Ya estaba harta de ver esa figura. Voy a disminuir la intensidad luminosa de las restantes, para que no me distraigan.
Abrió una puerta en una de las lisas paredes y movió un reóstato. Los colores disminuyeron de intensidad, hasta hacerse apenas perceptibles.
—¿No tiene un robot para eso, para cerrar los contactos?
—Cállese ahora —le atajó Gladia, con impaciencia—. Aquí no tengo robots. Estos son mis dominios. —Le miró frunciendo el ceño—. Lo malo es que yo no le conozco bastante.
No miraba el pedestal, pero sus dedos rozaban su bruñida superficie. Tenía diez dedos curvados, tensos, expectantes. Un dedo se movió para describir un semicírculo sobre la lisa superficie. Surgió una barra de viva luz amarilla, que se elevó oblicuamente en el aire. El dedo retrocedió imperceptiblemente, y la luz adquirió un tono algo menos luminoso.
Ella lo contempló un momento.
—Sí, eso es, más o menos. Una fuerza sin peso.
—¡Cáspita! —exclamó Baley.
—¿Le he ofendido?
Gladia levantó los dedos, y la línea oblicua de luz amarilla permaneció solitaria e inmóvil.
—En absoluto. ,Qué es esto? ¿Cómo lo ha hecho?
—Es difícil de explicar —repuso Gladia, contemplando pensativa el pedestal— si se considera que ni yo misma lo entiendo. Según me han dicho, es una especie de ilusión óptica. Se establecen campos de energía a distintos niveles. En realidad son fragmentos de hiperespacio, que no poseen las propiedades del espacio ordinario.
Según cuál sea el nivel de energía, el ojo humano percibe luces de distintos colores. Éstos y sus formas, se gobiernan mediante el calor irradiado por los dedos sobre puntos determinados del pedestal. En el interior de cada pedestal existe un gran número de mandos.
—Quiere decir que si yo pusiese el dedo aquí...
Baley se adelantó y Gladia se apartó a un lado.
El terrestre puso un dedo, con cierta vacilación, sobre el pedestal y notó un suave latido.
—Adelante. Avance el dedo, Elías —le animó Gladia.
Baley obedeció y una cresta de luz de un color gris sucio se elevó hacia lo alto, cruzando la luz amarilla. Retiró el dedo con presteza y Gladia rió, para arrepentirse inmediatamente de haberlo hecho.
—No debo reírme de usted. En realidad, es algo muy difícil de hacer, aun para los que lo han practicado durante mucho tiempo.
Movió con tal celeridad la mano, que Baley apenas se dio cuenta, y la monstruosidad que él había creado desapareció, dejando de nuevo la luz amarilla aislada.
—¿Cómo aprendió a hacer esto?
—Después de muchas pruebas. Es una nueva forma artística, y sólo existen una o dos personas que la dominan...
—Usted es la mejor de ellas —dijo Baley, con brío—. En Solana sólo se encuentra al único que haga una cosa, al mejor o a ambos en una sola persona.
—No se ría usted de mí. He exhibido algunos de mis pedestales: he organizado exposiciones.
Levantó altivamente su cabeza. Su orgullo era inconfundible
—Déjeme proseguir su retrato —continuó ella, moviendo nuevamente los dedos.
La forma luminosa que crecía de acuerdo con sus manipulaciones poseía muy pocas curvas. Dominaban los ángulos, y su color principal era el azul.
—Esto quiere ser la Tierra —dijo Gladia, mordiéndose el labio inferior—. La Tierra siempre evoca en mí el color azul. Toda esa gente que se ve constantemente. La visualización es sonrosada. ¿A usted no le parece?
—Cáspita, me cuesta imaginarme las cosas por medio de colores.
—¿De veras le cuesta? —observó ella, abstraída—. Usted dice cáspita con cierta frecuencia, y eso lo representaremos por una pequeña burbuja violeta. Una burbujita muy marcada porque usted siempre suele soltarla de pronto... Así.
Y la burbujita, muy brillante, surgió algo descentrada, en mitad de la figura.
—Y esto para terminar—dijo Gladia.
E hizo surgir un cubo hueco de color gris pizarra, mate y monótono, en cuyo interior quedó encerrada el resto de la figura. A pesar de ello, la luz interior se veía brillar, aunque más apagada, como encarcelada.
Baley experimentó un sentimiento de tristeza, como si aquello fuese algo que lo aprisionase, que le impidiese alcanzar lo que ambicionaba.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Las paredes que le rodean. Es la nota dominante que le impide salir al aire libre y le obliga a encerrarse. ¿No se ve a usted mismo ahí dentro?
Baley observó la figura, manifestando cierta desaprobación:
—Esas paredes no son permanentes. Hoy he estado al aire libre.
—¿Ah, sí? ¿Y le importó?
No pudo resistir atacarla con sus mismas armas.
—Tanto como a usted le importa verme. No le gusta y, sin embargo, lo resiste.
Ella le miró pensativa.
—¿Quiere que salgamos ahora? ¿Vamos a dar un paseo los dos juntos?
El primer impulso de Baley fue decir: «cáspita, no».
Gladia prosiguió:
—Nunca he paseado con nadie, viéndonos. Aún es de día y hace muy buen tiempo.
Baley miró su retrato abstracto y dijo:
—Si voy, quitará usted el gris?
Ella sonrió, diciendo:
—Eso depende de cómo se porte.
La estructura luminosa se quedó sobre el pedestal cuando ambos salieron de la sala. Permaneció allí, reteniendo el alma de Baley aprisionada entre los muros grises de las ciudades terrestres.
Baley se estremeció ligeramente al notar la helada caricia del aire.
—¿Tiene frío? —le preguntó Gladia.
—Antes hacía más calor —murmuró Baley.
—Ya estamos en el atardecer, aunque no hace mucho frío. .Quiere un gabán? Uno de los robots se lo traería rápidamente.
—No. Estoy bien. —Avanzaron por un estrecho sendero enlosado—. ,Por aquí es por donde paseaba con el doctor Leebig?
—Oh, no. Paseábamos por el campo, donde sólo se encuentra algún que otro robot trabajando, y se oyen los gritos de los animales. Usted y yo nos quedaremos cerca de la casa, por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Por si usted desea entrar en ella.
—O por si usted se cansa de verme.
—Eso no me preocupa —dijo Gladia con displicencia.
Sobre sus cabezas susurraba el follaje y, levantando los ojos, Baley vio las copas verdeamarillentas de los árboles. Se oían agudos trinos, zumbidos estridentes y las sombras bailaban ante sus ojos.
Las sombras le preocupaban especialmente. Una de ellas, avanzaba ante él y tenía la forma de un hombre. Parecía imitar todos sus movimientos con un horrible mimetismo. Naturalmente, Baley había oído hablar de las sombras y sabía lo que eran, pero en la iluminación indirecta de las ciudades, que lo bañaba todo por igual, nunca se había dado cuenta de su existencia.
Sabía que a sus espaldas brillaba el sol de Solana. Tuvo cuidado de no mirarlo, pero sabía que estaba allí.
El espacio era enorme y solitario, y sintió que le atraía. También se imaginó recorriendo a pie la superficie de un mundo, con millares de kilómetros y de años luz a su alrededor.
¿Por qué le atraía de tal modo la idea de la soledad? Él no la quería; deseaba volver a la Tierra, al calor y compañía que le ofrecían las atestadas ciudades.
Aquella imagen se desvaneció. Se esforzó por evocar Nueva York en su mente, con todo su barullo y ajetreo, pero sólo podía fijarse en la tranquila superficie de Solaria, barrida por una fresca brisa.
Sin darse cuenta, Baley se aproximó a Gladia hasta situarse a poco más de medio metro de la joven. Entonces, advirtió su expresión de sorpresa.
—Perdóneme —dijo al instante, separándose de ella.