—¿Y quién te ha dicho tal cosa, muchacho?
El robot guardó silencio.
Baley, insistió:
—¿No sabes quién te lo dijo?
—No, señor. Lo tengo grabado en mi memoria.
—Así, ¿dijiste al chico que era un ser inferior, portador de gérmenes, y él, entonces, disparó contra mí? ¿Por qué no se lo impediste?
—Lo hubiera hecho, señor. Yo no podía permitir que un ser humano resultara lastimado, a pesar de ser un terrestre. El chico se movió con demasiada rapidez y se me anticipó.
—Quizá pensaste que yo sólo era un terrestre y, por lo tanto, no completamente humano, y entonces vacilaste un poco.
—No, señor.
El robot hablaba con voz tranquila, pero Baley frunció el ceño. Era posible que el robot fuese sincero al negarlo, pero Baley adivinaba algo más en todo aquel asunto.
—¿Qué hacías con el muchacho?
—Le llevaba las flechas, señor.
—¿Puedo verlas?
Y tendió la mano. El robot le entregó una docena de flechas. Baley depositó a sus pies la que se había clavado en el árbol y examinó las otras una por una. Las devolvió al robot y cogió de nuevo la primera.
—¿Por qué diste al muchacho esta flecha en particular?
—Por ningún motivo determinado, señor. Él me había pedido una flecha pocos momentos antes, y esta fue la primera que tocó mi mano. El muchacho miró a su alrededor en busca de un blanco, reparó en usted y me preguntó quién era aquel extraño ser humano. Yo le expliqué...
—Sé lo que le explicaste. La flecha que le entregaste es la única que tiene: barbas grises en su astil. Las otras son negras. —El robot le miró fijamente. Baley prosiguió—: ¿Fuiste tú quien guió al joven hasta aquí?
—Paseábamos sin rumbo fijo, señor.
El terrestre miró entre los dos árboles hacia el sitio de donde había partido la flecha. El espacio libre que quedaba era muy reducido.
—¿No sería por casualidad este joven, Bik, el mejor arquero de toda la hacienda?
El robot inclinó la cabeza.
—Sí señor; es el mejor.
Klorissa se quedó boquiabierta.
—¿Cómo lo ha adivinado usted...? —preguntó Klorissa.
—Es una simple deducción lógica —repuso secamente Baley—. Observe ahora, por favor, esta flecha de barbas grises y compárela con las otras. La de barbas grises es la única que parece tener la punta grasienta. Aunque pueda parecer melodramático, señora, afirmo que su advertencia me salvó la vida. La flecha que iba dirigida contra mí, y no me alcanzó, está envenenada.
Klorissa exclamó:
—¡Imposible! ¡Cielos constelados! ¡Esto es absolutamente imposible!
—Constelados o no constelados, así es. —¿No podemos utilizar algún cobayo..., un animal que nos sirva de conejillo de Indias, para hacerle un rasguño con la flecha y ver qué pasa?
—Pero ¿quién podría querer hacerle?...
—Conozco perfectamente el motivo —rezongó Baley— ¿aunque no sepa aún quién es el culpable.
—No hay culpable.
Baley notó que la cabeza le daba vueltas otra vez y se enfureció. Tiró la flecha a los pies de Klorissa.
—Recójala —le ordenó Baley—¿y si no quiere probarla, será mejor que la destruya. Déjela aquí, y uno de los niños morirá si la encuentra.
Ella se apresuró a recogerla, manteniéndola entre el índice y el pulgar.
Baley echó a correr hacia la entrada más próxima del edificio. Klorissa le siguió, sosteniendo la flecha con aprensión.
Baley sintió que le volvía la calma cuando se halló entre cuatro paredes.
—¿Quién envenenó la flecha? —preguntó.
—No puedo imaginarlo.
—Supongo que es improbable que lo hiciese el propio muchacho. ¿No podría usted averiguar quiénes son sus padres?
—Podría examinar los archivos—dijo Klorissa, sombría.
—Entonces, ¿quiere decir que llevan un registro de los padres?
—Debemos hacerlo forzosamente, pues de lo contrario el análisis genético sería imposible.
—¿Sabe el muchacho quiénes son sus padres?
—No —respondió Klorissa con energía.
—¿Podría averiguarlo por sí mismo?
—Para eso tendría que penetrar en los archivos, lo cual es imposible.
—Suponga que un adulto visitase la hacienda y deseara conocer a su hijo...
Klorissa se sonrojó.
—Muy improbable.
—Pero supóngalo. ¿Se lo dirían, si lo preguntase?
—No lo sé. No es que fuese ilegal tal pregunta..., desde luego, pero no es corriente.
—¿Se lo diría usted?
—Me esforzaría por no decírselo. Estoy segura que el doctor Delmarre no lo haría, pues, en su opinión, el conocimiento de la paternidad debía utilizarse únicamente para los análisis genéticos. Antes de que él viniese aquí, sin embargo, es posible que se hiciese la vista gorda... Pero ¿por qué me hace estas preguntas?
—No creo que el muchacho tuviese un motivo que justificase su acción. En cambio, es posible que fuese el instrumento de sus padres.
—Todo esto es horrible. —En su turbación, Klorissa se acercó más a Baley que en cualquier otro momento precedente. Incluso tendió un brazo en su dirección—. ¿Cómo es posible que sucedan estas cosas? Mi jefe asesinado; usted a punto de recibir el impacto de una flecha envenenada. En Solaria no existen motivos que justifiquen el uso de la violencia. Todos tenemos cuanto deseamos, por lo que no existen la ambición personal, las discordias y las envidias familiares. Todos gozamos de muy buena salud genética. —De pronto, su semblante se iluminó—. Espere. Esta flecha no puede estar envenenada. No debí dejarme convencer por usted.
— A qué se debe tan repentino convencimiento?
—El robot que acompañaba a Bik en ningún momento hubiera permitido que se envenenase la flecha. Es inconcebible suponer que hiciera algo capaz de causar daño a un ser humano. La Primera Ley de la robótica es definitiva sobre este particular.
—¿Ah, sí? ¿Qué dice esa Primera Ley?
Klorissa lo miró estupefacta.
—No le comprendo.
—No es necesario. Haga una prueba con la flecha y verá como está envenenada. —El propio Baley empezaba a perder interés por el asunto, pues tenía el absoluto convencimiento de que la flecha estaba envenenada—. ¿Sigue creyendo a la señora Delmarre autora de la muerte de su marido?
—Era la única que se hallaba presente.
—Comprendo. Y usted es el único ser humano adulto, con excepción de mí, que se halla presente en esta hacienda en el momento en que me disparan una flecha envenenada.
—¡Yo no tengo nada que ver con esto! —exclamó Klorissa.
—Es posible. Y es posible que la señora Delmarre sea también inocente. ¿Me permite utilizar su aparato de visualización?
—Sí, desde luego.
Baley sabía exactamente a quién deseaba visualizar, y no se trataba de Gladia. Él fue el primer sorprendido al escuchar su propia voz:
—Ponme con Gladia Delmarre.
El robot obedeció sin protestar y Baley observó sus manipulaciones con asombro, preguntándose por qué le había dado aquella orden.
¿Sería porque la joven había constituido su reciente tema de controversia? ¿Porque le hubiese desconcertado la manera como ella permitió su última visualización? ¿O, sencillamente, la contemplación de la ceñuda y robusta faz de Klorissa terminó por imponerle la necesidad de ver a Gladia como una especie de antídoto?
Poniéndose a la defensiva, dijo para sus adentros: «¡Cáspita! A veces no hay más remedio que tocar de oído».
Gladia apareció inmediatamente ante él, sentada en una enorme silla de respaldo vertical que aún la hacía parecer más pequeña e indefensa. Iba peinada hacia atrás, con el cabello recogido en un rizo flojo. Lucía unos pendientes en los que brillaban unas gemas que parecían diamantes. Llevaba un vestido sencillo y muy entallado.
En voz baja, le dijo:
—Me alegro de que me haya visualizado, Elías. He estado intentado comunicar con usted.
—Buenos días, Gladia. —¿Sería por la tarde? ¿De noche? No sabía qué hora era en la hacienda de Gladia, y tampoco podía adivinarlo por la manera como la joven iba vestida—. ¿Por qué quería comunicarse conmigo?
—Para decirle que lamento haber perdido los estribos la última vez que nos visualizamos. El señor Olivaw no sabía dónde podía encontrarlo. Baley tuvo una momentánea visión de Daneel mantenido a raya por los vigilantes robots, y esbozó una sonrisa. —No importa. Dentro de pocas horas iré a verla. —Sí, claro... ¿A verme? —En persona —dijo Baley, muy serio. Gladia abrió desmesuradamente los ojos y hundió las uñas en el suave plástico que cubría los brazos de su asiento. —¿Hay algún motivo particular para ello? —Es necesario. —Yo no creo que... —¿Permitirá que lo haga?
Ella desvió la mirada.
—¿Es absolutamente necesario?
Lo es. Pero antes tengo que ver a otra persona. Usted me dijo que su esposo se interesaba por la robótica, extremo que me han confirmado otras personas. Sin embargo, él no era un constructor de robots, ¿verdad?
—No había estudiado especialmente esa ciencia, Elías —repuso ella, rehuyendo su mirada.
—Pero, según tengo entendido, colaboraba con un constructor de robots.
—Con Jothan Leebig. Es un buen amigo mío.
—Ah, ¿sí? —exclamó Baley con fuerza.
Gladia pareció sorprenderse ante aquella energía.
—¿Acaso no debiera haberlo dicho?
—¿Por qué no, señora?
—Siempre temo decir cosas que me hagan aparecer como... Usted no sabe lo que es pensar que todos están seguros de que yo... En fin, usted ya sabe.
—Tranquilícese. ¿A qué se debe que Leebig sea amigo suyo?
—Exactamente, no lo sé. En primer lugar, vive en la hacienda contigua. La energía requerida para la visualización es casi nula, lo cual quiere decir que podemos visualizarnos constantemente en movimiento sin la menor dificultad. Solemos ir a pasear juntos o, mejor dicho, solíamos.
—No sabía que tuviese la costumbre de pasear con otras personas.
Gladia se sonrojó.
—Recuerde que he dicho: nos visualizábamos. Me olvido a cada paso que es usted terrestre. La visualización en movimiento se realiza enfocando a la persona que se desea, y ésta y su comunicante pueden ir a donde les plazca sin perder el contacto. Yo paseo en mi hacienda y él en la suya, pero nos parece estar juntos. —Adelantó el mentón con altivez—. Resulta muy agradable. —De pronto, soltó una risita— ¡Pobre Jothan!
—¿Por qué dice eso?
—Recordaba lo que ha dicho. Usted ha supuesto que paseábamos juntos, sin visualización. Él se moriría con sólo pensarlo.
—¿Por qué?
—Sobre estas cosas es inflexible. Me dijo una vez que dejó de ver a sus semejantes a los cinco años. A esa edad ya pidió la visualización. A veces salen niños así. —Gladia, confundida, hizo una pausa, para proseguir—. Rikaine, mi marido, me dijo en una ocasión, a propósito de Jothan, que cada vez habría más niños parecidos a él. Especificó que se trataba de una especie de evolución social, que favorecería la supervivencia de los partidarios de la visualización. ¿Lo cree usted también?
—Yo no soy una autoridad en la materia.
—Jothan ni siquiera quiso casarse. Rikaine se enfadó con él y le dijo que su actitud era antisocial y que, además, tenía unos genes necesarios para la comunidad, pero Jothan no quiso ni oír hablar del matrimonio.
—¿Tenía derecho a rehusar?
—Pues... no —dijo Gladia vacilante— pero es un eminente constructor de robots, como usted sabe, y los roboticistas son de un valor inestimable en Solaría. Esto hizo que se mostraran indulgentes, con él. Pero Rikaine estuvo a punto de interrumpir su colaboración con Jothan. En una ocasión me dijo que era un mal solariano.
—¿Se lo dijo también al propio Jothan?
—No lo sé. Trabajó con él hasta el último momento.
—¿Y opinaba que Jothan era un mal solariano por su negativa a casarse?
—Le oí decir una vez a Rikaine que el matrimonio era la prueba más dura que podía existir en la vida, pero que no había más remedio que soportarla.
—Y usted ¿qué opina?
—¿Sobre qué, Elías?
—Sobre el matrimonio. ¿Cree, también, que es la prueba más dura que nos ofrece la vida?
La expresión de Gladia se fue volviendo inescrutable, como si se esforzara por borrar de ella toda emoción. Respondió con estas palabras:
—Jamás he pensado en ello.
—Ha dicho que suele pasear con Jothan Leebig. Después ha rectificado, poniendo esta frase en pasado. ¿Significa que ya no pasean como antes?
Gladia denegó con la cabeza. Su rostro volvía a tener expresión, y era de tristeza.
—No. Ya no paseamos. Últimamente le he visualizado un par de veces. Como le vi tan ocupado, no quise..., en fin, molestarlo.
—¿Eso fue después de la muerte de su marido?
—No, empezó a ocurrir algún tiempo antes.
—¿Supone, acaso, que el doctor Delmarre le indicó que no se dedicase tanto a usted?
Gladia pareció sorprendida.
—¿Por qué tenía que hacerlo? Ni Jothan ni yo somos robots. Por lo tanto, no hace falta que nos de órdenes. Además, Rikaine no tenía por qué darlas.
Baley no se molestó en explicárselo, pues sólo hubiera servido para esclarecer las cosas a Gladia. Y si conseguía aclarárselas, el resultado sería muy desagradable para ella.
—Sólo una pregunta. La visualizaré de nuevo, Gladia, cuando termine con Leebig. ¿Qué hora tiene usted, por favor?
Lamentó inmediatamente haberle hecho aquella pregunta. Un robot le hubiera dado la equivalencia terrestre, pero Gladia podía responderle según el cómputo del tiempo solariano, y Baley ya estaba cansado de demostrar su ignorancia.
Afortunadamente, Gladia respondió en términos puramente cualitativos:
—Es media tarde.
—Esa hora se aplica también a la hacienda de Leebig, ¿no es cierto?
—Desde luego.
—Muy bien. La visualizaré de nuevo cuando pueda y quedaremos de acuerdo para vernos.
Ella demostró nuevamente cierta vacilación.
—¿Es absolutamente necesario?
—Sí.
—Muy bien — accedió en voz baja.
Hubo cierta demora en el contacto con Leebig, que Baley aprovechó para comerse otro bocadillo que le trajeron en su envoltorio original. Pero se había vuelto más cauteloso. Examinó cuidadosamente el precinto antes de romperlo y luego inspeccionó con la mayor atención el contenido.
Aceptó el recipiente de plástico con leche, semideshelada, lo abrió con los dientes y bebió de él. No pudo evitar el sombrío pensamiento de que existían venenos inodoros, insípidos y de acción lenta, que podían introducirse delicadamente mediante agujas hipodérmicas o chorros-aguja de alta presión, pero al cabo desechó este pensamiento, considerándolo infantil.