El sol desnudo (19 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

—No faltaba más. Mis robots son suyos. Y, ahora, permítame que le deje. Visualización terminada.

Un robot se presentó ante Baley a los treinta segundos escasos de haber desaparecido Quemot, y el terrestre se preguntó de nuevo cómo se las arreglaban aquellos seres para acudir con tanta prontitud. Había visto cómo Quemot avanzaba la mano hacia un contacto antes de irse. Eso podía explicarlo.

Posiblemente, la señal consistiese en una orden generalizada, concebida poco más o menos en estos términos: «Cumplid con vuestra obligación». Quizá los robots escuchaban todas las conversaciones que se sostenían y estaban siempre dispuestos a cumplir los deseos manifestados por un ser humano. Si el robot que escuchaba no estaba capacitado para realizar el trabajo requerido, la red de radio entraba en acción y, a través de ella, se llamaba al robot adecuado.

Por un instante, Baley tuvo la visión de Solaria como una red robótica cuyas mallas se iban reduciendo constantemente, aprisionando al ser humano. Pensó en la imagen de Quemot al referirse a los demás mundos como futuras Solarias. Nuevas redes se irían formando y estrecharían sus mallas, incluso en la Tierra, hasta que...

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la entrada del robot, que le dirigió la palabra con el tono tranquilo y respetuoso de la máquina:

—Estoy a su servicio, señor.

—¿Podrías ponerme en contacto con el lugar donde trabajaba Rikaine Delmarre?

—Al instante, señor.

Baley se encogió de hombros. Nunca aprendería a no hacer preguntas inútiles. Los robots lo sabían todo. Se le ocurrió pensar que para manejar robots con verdadera eficacia, había que ser un experto, algo así como un constructor de robots. ¿Cómo lo hacían los solarianos corrientes? Probablemente así.

—Ponme en contacto con el ayudante de Delmarre —prosiguió—; si el ayudante no está allí, trata de localizarlo donde sea.

—Sí, señor.

Cuando el robot se disponía a irse, Baley le llamó:

—¡Espera! ¿Qué hora es en el sitio donde trabajaba Delmarre?

—Alrededor de las seis y media, señor.

—¿De la mañana?

—Sí, señor.

Baley experimentó nuevamente un sentimiento de disgusto por hallarse en un mundo que dependía de la salida y puesta del sol. Este era el resultado de vivir sobre la desnuda superficie de un planeta.

Pensó por un momento en la Tierra y luego desvió sus pensamientos. Mientras debiera concentrarse en lo que llevaba entre manos, todo iría bien. Si se dejaba dominar por la nostalgia, estaba perdido.

Dijo entonces al robot:

—Al llamar al ayudante, muchacho, insiste en que se trata de un asunto oficial... Y di a uno de los otros muchachos que me traiga algo de comer. Un bocadillo y un vaso de leche, por ejemplo.

Mientras masticaba el bocadillo, que contenía una especie de carne ahumada, pensaba que Daneel Olivaw consideraría sospechoso cualquier producto alimentario después de lo que había pasado con Gruer. Y, probablemente, Daneel tendría razón al pensarlo.

Terminó el bocadillo sin sentir nada anormal (al menos por el momento) y bebió algunos sorbos de leche. Quemot no le había dicho lo que a él le interesaba saber, pero, por lo menos, había aprendido algunas cosas. Mientras meditaba acerca de ellas, se dijo que sus conocimientos sobre Solaria eran bastante respetables, aunque del asesinato en sí poco hubiera averiguado.

Regresó el robot para decirle:

—El ayudante acepta el contacto, señor.

—Muy bien. ¿Ha habido alguna dificultad?

—El ayudante estaba durmiendo, señor.

—Pero, ¿ya está despierto?

—Sí, señor.

De pronto, se encontró cara a cara con el ayudante, que acababa de incorporarse en la cama y le miraba con expresión hosca.

Baley retrocedió como si una barrera de energía hubiese surgido ante él sin previo aviso... Otra vez le habían ocultado informaciones de gran importancia. Acababa de tener un desliz.

Nadie le había dicho que el ayudante de Rikaine Delmarre perteneciese al sexo femenino.

Su cabello era algo más oscuro que las melenas bronceadas de los hombres del espacio: abundante y, en aquellos momentos, tumultuoso y desordenado. Su cara formaba un óvalo perfecto, tenía la nariz algo bulbosa y el mentón, grande. Se estaba rascando lentamente el costado, un poco por encima de la cintura, y Baley hizo votos para que no resbalase la sábana. Se acordaba de la libertad de modales de Gladia durante su primera visualización.

Baley consideró, con sarcasmo, la desilusión que experimentó en aquellos momentos. Los terrestres estaban convencidos de que todas las mujeres del espacio eran bellas y esculturales y, desde luego, Gladia lo era. Sin embargo, la ayudante resultaba vulgar incluso para el gusto terrestre.

Por lo tanto, le sorprendió hallar atractiva su voz de contralto cuando le increpó:

—Oiga, ¿sabe que hora es?

—Sí, pero como deseo verla personalmente, he creído más correcto advertirle antes.

—¿Que quiere
verme
? ¡Cielos constelados! —Abrió desmesuradamente los ojos y se cubrió la boca con la mano. Llevaba un anillo en un dedo, el primer objeto de adorno personal que Baley veía en Solaría—. Oiga, no será usted mi nuevo ayudante, supongo.

—No, nada de eso. Me encuentro aquí para investigar sobre la muerte de Rikaine Delmarre.

—¿Cómo? ¡Investigue, pues!

—¿Cómo se llama usted?

—Klorissa Cantoro.

—¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba con el doctor Delmarre?

—Tres años.

—Supongo que ahora está en su lugar de trabajo.

(A Baley le sonó muy mal esta manera vulgar de referirse al sitio donde trabajaba un ingeniero fetal, pero la verdad es que no conocía su nombre.)

—Sí, estoy en la granja, si es eso 1o que quiere decir—respondió Klorissa con displicencia—. No me he movido de aquí desde que murió mi jefe y no lo haré hasta que me asignen un ayudante. A propósito, (,no podría usted acelerar este asunto?

—Lo siento, señora. Aquí gozo de pocas influencias.

—Lo pediré yo misma.

Klorissa apartó la sábana y saltó de la cama con toda naturalidad. Llevaba una especie de pijama de una pieza y se llevó la mano al cuello, donde comenzaba el cierre.

Baley se apresuró a decir:

—Un momento, por favor. Si está de acuerdo en que nos veamos, de momento no tengo nada más que decirle y así podrá vestirse a solas.

—¿A solas? —Se estiró el labio inferior y se puso a mirar a Baley, con curiosidad—. Vaya, me resulta usted tan melindroso como el jefe.

—¿Podré verla? Me gustaría visitar la granja.

—No comprendo por qué se ha tomado tan a pecho eso de
vernos
. Si lo desea, puedo visualizarle la granja y yo misma le acompañaré, también visualmente. Si permite que me lave y me arregle un poco, hasta me alegrará romper la monotonía diaria.

—No quiero visualizar nada. Quiero
verlo
todo personalmente.

Klorissa ladeó la cabeza y su aguda mirada demostró un interés profesional.

—¿Es usted un pervertido o sufre alguna aberración particular? ¿Cuánto tiempo hace que no se ha sometido a un análisis de genes?

—¡Cáspita! —murmuró Baley—. Verá, aún no me he presentado; soy Elías Baley, de la Tierra.

—¿De la Tierra? —Dijo, lanzando un chillido—. ¡Cielos constelados! ¿Y qué hace usted aquí? ¿No será una broma de mal gusto?

—Le aseguro que no se trata de ninguna broma. Me llamaron para investigar sobre la muerte de Delmarre. Soy un agente de policía; detective.

—Ah, se refería usted a esa clase de investigación. Yo creía que todos sabían ya que fue su esposa quien lo mató.

—No es tan evidente, señora. Existen ciertas objeciones. ¿Me permite que vaya a verla a la granja? Comprenda que, como terrestre, no estoy acostumbrado a la visualización. Me pone nervioso. Tengo autorización del director general de Seguridad para ver a quien crea conveniente. Si lo desea, le enseñaré dicha autorización.

—¡A verla!

Baley sostuvo la tira oficial ante los ojos de la imagen de Klorissa, que movió la cabeza.

—¡Vernos en persona! Es una cosa repugnante. Sin embargo, ¿qué importa un poco más de inmundicia en este asqueroso asunto? De todas formas, tendré que pedirle que no se acerque mucho a mí.

Manténgase a distancia. Si es necesario, hablaremos a gritos o nos enviaremos notas por un robot. ¿Entendido?

—Entendido.

El pijama empezó a abrirse en el mismo momento en que cesaba el contacto, y la última palabra que Baley pudo oír fue un desdeñoso «¡terrestre!».

—No se acerque más —advirtió Klorissa.

Baley, que estaba a ocho metros de la mujer, dijo:

—Mantendré esta distancia, pero me gustaría entrar pronto en la casa.

Esta vez no le había ido mal del todo. Apenas le importó efectuar el viaje en avión abierto, aunque era mejor no abusar. Dejó de aflojarse el cuello de su camisa para respirar más desahogadamente.

Klorissa le espetó con brusquedad:

—Qué le pasa, hombre? Parece usted cohibido.

—No estoy acostumbrado al aire libre.

—¡Ah, claro! ¡Es usted un terrestre! Le gusta vivir enjaulado en un gallinero. ¡Cielos constelados! —Se pasó la lengua por los labios como si hubiese probado algo desagradable—. Bien, entremos, pero déjeme pasar delante. Usted sígame.

Llevaba el cabello recogido en dos gruesas trenzas enrolladas sobre su cabeza, en un complicado dibujo geométrico. Baley se preguntó cuánto tiempo habría tardado en disponer aquel tocado y luego recordó que, probablemente, fueron los diestros dedos mecánicos de un robot los que efectuaron la tarea.

Aquel peinado enmarcaba su cara ovalada, prestándole cierta simetría que la hacía agradable aunque no exactamente bonita. No llevaba maquillaje y, por otra parte, sus ropas no hacían más que cubrirla. Su vestido tenía un tono azul oscuro con excepción de los guantes, que le cubrían casi todo el antebrazo y eran de un detonante color lila. Al parecer, estaba acostumbrada a llevarlos. Baley observó el abultamiento de uno de los dedos del guante, producido por el anillo.

Permanecían en los extremos opuestos de la habitación, mirándose cara a cara.

—Esto no le gusta, ¿verdad, señora? —preguntó Baley.

Klorissa se encogió de hombros.

—Como gustarme, gustarme... Verá, no soy un animal. Pero puedo soportarlo. Una termina por curtirse al tratar con .... con... —hizo una pausa y luego levantó la barbilla como si estuviera resuelta a decir sin pestañear lo que debía—:con niños.

Pronunció esta palabra con voz clara y precisa.

—Habla usted como si no le gustase su ocupación.

—Es una ocupación muy importante. No puede dejar de hacerse, claro que ello no impide que me disguste.

—¿Le gustaba a Rikaine Delmarre?

—Supongo que no, pero nunca lo demostraba. Era un buen solariano por todos los conceptos.

—Y melindroso por más señas.

Klorissa no pudo ocultar su sorpresa.

Baley prosiguió:

—Usted misma lo ha dicho. Cuando nos visualizamos y le dije que podía vestirse a solas, usted me dijo que era melindroso como su jefe.

—Desde luego, era muy melindroso. Incluso durante una visualización no se permitía ninguna libertad. Siempre se mostraba muy correcto.

—¿Esto es algo desusado?

—No tendría que serlo. En teoría, todos debemos ser correctos, pero en la práctica no sucede así. Ni siquiera durante la visualización. Al no existir la presencia personal ¿por qué tomarse tantas molestias? ¿Comprende usted? Yo no me preocupo por mi apariencia durante la visualización. Sin embargo, con el jefe no era así. Él exigía siempre la máxima corrección.

—¿Admiraba usted al doctor Delmarre?

—Era un buen solariano.

—Ha llamado usted a este lugar una granja, mencionando también la presencia de niños. ¿Es ésta una especie de casa de maternidad?

—Más o menos. Los cuidamos desde la edad de un mes. Nos envían todos los fetos de Solaria.

—¿Los fetos?

—Sí —respondió la ayudante, frunciendo el ceño—. Nos los envían un mes después de la concepción. ¿Le cohíbe que hablemos de eso?

—En absoluto —repuso Baley secamente—. ¿Puede enseñarme las instalaciones?

—Desde luego. Pero manténgase a distancia.

La larga cara de Baley adoptó una expresión pétrea y ceñuda al contemplar la extensa sala desde arriba. Se hallaban separados de ella mediante un piso de cristal. Baley estaba seguro, según vio, de que en la sala reinaba un calor, una humedad y una asepsia perfectamente reguladas. Cada uno de los depósitos que se alineaban, contenía un pequeño ser flotando en un fluido acuoso de composición exacta, en el que estaba disuelta una mezcla nutritiva de proporciones ideales. Ello permitía el perfecto desarrollo de la vida.

Pequeños seres, algunos de los cuales eran más diminutos que el puño de un niño, flotaban en aquella solución, doblados sobre sí mismos y mostrando abultados cráneos, diminutos miembros embrionarios y trazas de rabo.

Klorissa, desde seis metros de distancia, le preguntó:

—Que, ¿le gusta, policía?

—¿Cuántos tienen?

—Contando los llegados esta mañana, ciento cincuenta y dos. Recibimos entre quince y veinte todos los meses, y preparamos a otros tantos para la vida independiente.

—¿Es la única institución de este tipo que existe en el planeta?

—Sí, la única. Basta para mantener invariable el nivel de población, calculando un promedio de vida de trescientos años y una población de veinte mil habitantes. Este edificio es nuevo, y fue el propio doctor Delmarre quien dirigió su construcción, introduciendo muchos cambios en las normas adoptadas hasta la fecha. Nuestro promedio de defunciones fetales es en la actualidad prácticamente nulo.

Entre los depósitos circulaban robots, deteniéndose ante cada uno de ellos para comprobar los mandos de una manera incansable y meticulosa, mientras examinaban los diminutos embriones.

—¿Quién opera a las madres? —preguntó Baley— Me refiero a la operación que tiene por objeto extraer el embrión.

—Diversos cirujanos.

—¿El doctor Delmarre se encontraba entre ellos?

—No. Esa operación corre a cargo de los médicos. El doctor Delmarre hubiera sido incapaz de... Bueno, dejémoslo.

—¿Por qué no utilizan robots?

—¿Robots en cirugía? La Primera Ley nos crearía muchas dificultades, agente. Un robot podría realizar una apendicectomía, si supiese cómo hacerlo, para salvar una vida humana, pero dudo que después de esto sirviese ya para algo. Sería necesario efectuarle gran número de reparaciones. Para un cerebro positrónico la acción de cortar carne humana podría ser causante de lesiones traumáticas. Los médicos humanos llegan a acostumbrarse, incluso, a la presencia personal que tales operaciones requieren.

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