—¿A qué instinto se refiere? —preguntó Klorissa, sorprendida.
—Al instinto gregario. Ese instinto existe. Usted misma afirma que los niños de corta edad quieren jugar en compañía.
Klorissa se encogió de hombros.
—¿Usted llama a eso instinto? ¿Y qué, si lo es? ¡Cielos constelados! Todos los niños tienen un instintivo temor a caerse, pero se puede acostumbrar a los adultos a trabajar en lugares elevados en ¡os que el peligro de caídas es constante. ¿No ha presenciado exhibiciones acrobáticas sobre el alambre? En algunos mundos, la gente habita en construcciones altísimas. Y los niños también sienten un temor instintivo por los ruidos fuertes. Pero ¿le asustan a usted?
—No, porque tengo uso de razón. Pero si son excesivos...
—Apostaría a que ningún terrestre podría dormir en un silencio absoluto. Le aseguro que no existe instinto alguno que no pueda desaparecer mediante una buena y persistente educación. Y eso es tanto más cierto tratándose de seres humanos, cuyos instintos están muy atrofiados. En realidad, a cada nueva generación la tarea de los educadores se hace más fácil. Es la simple evolución natural.
—¿Cómo?
—¿No está claro? Cada individuo repite en sí mismo la evolución de la raza. Esos fetos que está viendo tienen branquias y rabo por un tiempo. Se repite en ellos, de forma abreviada, un estadio anterior. El niño tiene que pasar, del mismo modo, por el estadio social de los animales. Pero así como un embrión necesita un mes tan sólo para sobrepasar un período evolutivo que en la especie requirió cien millones de años, nuestros niños pueden dejar atrás el período gregario animal en muy poco tiempo. El doctor Delmarre sustentaban la opinión de que las generaciones sucesivas reducirán cada vez más ese período.
—¿También lo cree usted?
—Dentro de tres mil años, según calculaba, y si continúa el progreso actual, tendremos niños que pasarán inmediatamente a la visualización. Mi difunto jefe tenía, además, otras ideas. Se proponía mejorar a los robots hasta el punto de que fueran capaces de imponer la disciplina entre los niños, sin sufrir un desequilibrio mental. ¿Y por qué no? Disciplina hoy, en aras de una vida mejor mañana, es un axioma que constituye una verdadera expresión de la Primera Ley. No está lejos el día en que los robots sean capaces de comprenderlo.
—¿Todavía no se han creado robots de esas características?
Klorissa denegó con la cabeza.
—Creo que no. Sin embargo, el doctor Delmarre y Leebig trabajaban asiduamente en unos prototipos.
—¿Envió el doctor Delmarre alguno de esos modelos experimentales a su hacienda? ¿Tenía los suficientes conocimientos de robótica para realizar pruebas con ellos, por sí mismos?
—Desde luego. Probaba robots con frecuencia.
—¿Sabía usted que tenía un robot a su lado cuando fue asesinado?
—Así me lo han dicho.
—¿Sabe qué modelo de robot era?
—Tendrá usted que preguntárselo a Leebig. Como ya le he comentado, es el constructor de robots que colaboraba con el doctor Delmarre.
—¿Conoce usted algo sobre el particular?
—Ni una palabra.
—Si se le ocurriera alguna cosa interesante, comuníquemelo, por favor.
—Lo haré. Pero no crea que lo único que le interesaba al doctor Delmarre eran los nuevos modelos de robots. Mi jefe solía decir que llegaría un tiempo en que los óvulos sin fertilizar se guardarían en bancos a la temperatura del aire líquido, con el fin de utilizarlos para la fecundación artificial. Así, se podrían aplicar completamente los principios de la eugenesia y desaparecerían las últimas causas que nos obligan a vernos. Reconozco que yo no voy tan lejos como él, pero, a pesar de todo, era un hombre de ideas muy avanzadas y nobles; un buen solariano por todos conceptos. —Se apresuró a añadir—: ¿Quiere que salgamos? El grupo de cinco a ocho años de edad va a tomar parte en un juego al aire libre y podrá ver a los niños en acción.
Baley repuso prudentemente:
—Lo intentaré. Aunque le advierto que es fácil que vuelva al interior de la casa.
—Perdone, lo olvidaba. .Acaso preferiría no salir?
Baley se esforzó por sonreír, diciendo:
—No. Quiero acostumbrarme al aire libre.
El viento le molestaba sobremanera, y hacía difícil su respiración. En realidad no era frío, pero su contacto y el efecto que le producían sus ropas agitadas por el viento sobre su cuerpo, producían a Baley un estremecimiento muy desagradable.
Al hablar, le castañeteaban los dientes, y empleaba frases entrecortadas. Le dolían los ojos de contemplar el distante horizonte cubierto de una neblina verdiazul, y sólo experimentaba un momentáneo alivio al mirar el sendero por el que avanzaba. Principalmente, evitaba mirar el cielo azul y vacío, por el que sólo cruzaban las masas algodonosas de algunas nubes, iluminadas por los ardientes rayos solares.
Sin embargo, conseguía dominar el deseo de echar a correr y de huir para refugiarse en la casa.
Precedido por Klorissa a cierta distancia, pasó frente a un árbol y alargó cautelosamente una mano para tocarlo. Su corteza era áspera y dura. Su frondosa copa se movía y susurraba, pero no se atrevió a levantar los ojos para mirarlo. ¡Un árbol vivo!
Klorissa lo llamó:
—¿Cómo se encuentra?
—Muy bien.
—Desde aquí puede ver a un grupo de niños. Están entregados a uno de sus juegos. Los robots los organizan y velan a fin de que esos animalitos no se saquen los ojos a puntapiés. Para eso se requiere la presencia personal, naturalmente.
Baley levantó despacio la mirada, y su vista siguió el camino de cemento, luego salió de él y se posó en la hierba que cubría la ladera... Siguió mirando con mucha atención, pero dispuesto a mirarse de nuevo la punta de los pies, si algo le asustaba...
Vio las figurillas de los niños y niñas que corrían alocadamente, libres y despreocupados, a pesar de que estaban en la superficie exterior de un mundo, y sobre sus cabezas sólo tenían aire y espacio vacío. Entre ellos, centelleaban de vez en cuando los miembros de metal de un robot. El barullo que formaban era una lejana e incoherente algarabía.
—Esto les encanta —observó Klorissa—. Les encanta empujarse, echarse la zancadilla, caerse, levantarse y tocarse unos a otros. ¡Cielos constelados! Parece mentira que sean capaces de superar ese estadio animal.
—¿Qué hacen esos otros niños? —preguntó Baley, señalando a un grupo de muchachos situados al lado de los que jugaban.
—Están visualizados. Su presencia no es real. Mediante la visualización, pueden pasear juntos, hablar, correr y jugar. Todo, excepto el contacto físico personal.
—¿A dónde van los niños cuando salen de aquí?
—A sus respectivas haciendas, en las que entran como dueños. Como promedio, el número de fallecimientos registrados en Solaria equivale al número de niños que salen de aquí con su título.
—¿Van a las haciendas de sus padres?
—¡Cielos, no! Resultaría una extraña coincidencia que un padre muriese cuando su hijo alcanza la mayoría de edad. No, los jóvenes ocupan una de las vacantes que se producen. Además, no creo que a ninguno de ellos le gustase, particularmente, vivir en una mansión que antaño fue ocupada por sus padres, suponiendo, como es natural, que conociesen su identidad.
—¿Es que no la conocen?
Ella enarcó las cejas.
—¿Por qué tendrían que conocerla?
—¿Los niños no reciben la visita de sus padres, aquí?
—¿Qué ideas tiene usted? ,Por qué tendrían que visitarlos?
—¿Le importa que trate de aclarar una cuestión? —le preguntó Baley—. ¿Constituye una prueba de mala educación preguntar a una persona si tiene hijos?
—Hombre, yo diría que es más bien una pregunta de carácter íntimo.
—Hasta cierto punto...
—Verá, aunque yo estoy muy curtida, pues soy especialista en niños a los demás no les ocurre lo mismo.
—¿Tiene usted hijos?
Klorissa tragó saliva con dificultad, con lo que su tráquea se movió visiblemente.
—Me lo tengo bien merecido. Pero usted también se merece una respuesta. No, no los tengo.
—¿Está casada?
—Sí, y poseo una hacienda en la cual me hallaría de no haber sido por esta desgracia imprevista. Verá, tengo miedo de no poder dominar a los robots si no me encuentro aquí en persona. —Se volvió con gesto desolado y, de pronto, dijo—: Ahora, uno de los niños se ha caído y, naturalmente, se ha puesto a berrear.
Un robot corría dando enormes zancadas.
Klorissa añadió:
—Los robots lo recogerán y cuidarán de él, y si se ha hecho realmente daño me llamarán. Espero que no haya necesidad.
Baley respiró profundamente. Observó tres árboles que formaban un pequeño triángulo, quince metros a su izquierda. Caminó en esa dirección, notando bajo sus zapatos el contacto blando y repelente de la hierba. Le parecía caminar sobre carne corrompida, y esta idea le dio náuseas.
Penetró en el triángulo y se recostó en uno de los árboles. Era _ como si le rodeasen unas paredes imperfectas. El sol no era más que pina serie de cabrilleos entre las hojas, tan discontinuos que perdían Casi todo su primitivo horror.
Klorissa le miraba desde el camino. Luego, fue acortando lentamente la distancia que los separaba, reduciéndola a la mitad.
—¿Me permite que descanse un momento? —le preguntó Baley.
—No faltaba más.
—Cuando los jóvenes salen de la granja, ¿qué hacen ustedes para que empiecen a cortejarse?
—¿Cortejarse?
—Sí, conocerse mutuamente —trató de aclarar Baley— para poder casarse.
—Este problema no les concierne. Se les aparea mediante el análisis genético: generalmente, desde muy jóvenes. Esta es la manera adecuada de hacer las cosas, ¿no cree?
—Y ellos ¿acceden siempre?
—¿A casarse? ¡Nunca! es un proceso muy doloroso. Primero tienen que acostumbrarse a su presencia, y poco a poco, viéndose todos los días, van venciendo el desasosiego inicial.
—¿Y qué ocurre si no se gustan o no congenian?
—¿Cómo? Si el análisis genético indica que deben formar pareja, poco importa que...
—Sí, sí, ya comprendo—la atajó Baley apresuradamente; pensó en la Tierra y lanzó un suspiro.
—¿Desea saber algo más?
Baley se preguntó si ganaría algo permaneciendo más tiempo allí. No lamentaba tener que dejar a Klorissa y la ingeniería fetal, para dedicarse a la etapa siguiente de su investigación.
Iba a contestar, cuando Klorissa llamó a un muchacho que se hallaba muy lejos:
—¡Oye, chico! ¡Sí, es a ti! ¿Qué estás haciendo? —Luego, volviéndose a medias, gritó—: ¡Terrestre! ¡Baley! ¡Cuidado! ¡Cuidado!
Baley apenas la oyó, pero reaccionó a la nota apremiante que vibraba en su voz. No pudo sostener el esfuerzo nervioso mediante el cual dominaba sus emociones y un pánico incontenible se apoderó de él. Quedó abrumado por el terror al aire libre y a la ¡limitada bóveda celeste.
Baley balbució palabras incoherentes y cayó de rodillas para después tenderse despacio de costado, como si aquello no le concerniese.
Oyó un silbido que rasgaba el aire, para terminar con un golpe seco encima de su cabeza.
Baley cerró los ojos y se agarró desesperadamente a una delgada raíz del árbol que afloraba a la superficie del suelo. Sus uñas se hundieron en la tierra.
Pocos momentos después, abrió los ojos. Klorissa reprendía duramente a un muchacho que permanecía a cierta distancia. Un silencioso robot se erguía junto a Klorissa. Baley sólo pudo observar que el muchacho empuñaba un objeto con una cuerda, antes de apartar la mirada.
Jadeando penosamente, el terrestre se puso en pie y se quedó contemplando la varilla de reluciente metal que permanecía clavada en el tronco del árbol contra el que había estado apoyado momentos antes. Tiró de ella y la arrancó fácilmente, puesto que había penetrado poco. Miró la punta sin tocarla. Era roma, pero hubiera bastado para hacerle un rasguño, de no haberse agachado a tiempo.
Sólo al tercer intento sus piernas se movieron. Dio un paso hacia — Klorissa, diciendo:
—Oye, muchacho.
Klorissa se movió, con el rostro congestionado.
—lía ocurrido por accidente. ¿Está herido?
——No. ,Qué es esto?
—Una flecha. Ha sido disparada con este arco, formado por una
era flexible y una cuerda.
—Vea cómo funciona —dijo el mozalbete con el mayor descaro, parando una flecha al aire.
Luego se echó a reír. Era un muchacho rubio y bien parecido. Klorissa le apostrofó:
—Esto te costará un castigo. Ahora, ¡vete!
—Espera, espera —le ordenó Baley, frotándose la rodilla que había chocado contra una piedra al caer—. Tengo que hacerte algunas preguntas. —Cómo te llamas?
—Bik—respondió el interpelado con despreocupación.
—¿Disparaste esta flecha contra mí, Bik?
—Eso mismo —respondió el muchacho.
—¿No comprendes que me hubieras herido, de no haberme advertido que me agachase a tiempo?
—Yo tiraba a dar —afirmó Bik, encogiéndose de hombros. —Permítame que le explique —intervino Klorissa—. Tenemos mucho interés en que nuestros pupilos practiquen el tiro con arco. Este deporte desarrolla el espíritu de emulación sin que requiera el contacto personal. Realizamos campeonatos entre los muchachos, utilizando única y exclusivamente la visualización. De todos modos, temo que algunos de los chicos se diviertan disparando contra los robots; claro que esto no hace daño a los robots puesto que son de metal. Como yo soy la única persona adulta que vive en la hacienda, es natural que el chico le tomase por un robot al verle, y entonces le disparó.
Baley escuchaba atentamente. Empezaba a ver las cosas claras, y su natural talento agrio se intensificó. Dirigiéndose a Bik, le dijo:
—¿Creías que era un robot, Bik?
—No —repuso el muchacho—. Tú eres un terrestre.
—Muy bien. Tengo bastante. Puedes irte.
Baley se volvió hacia el robot y le preguntó:
—¡Oye, tú! ¿Cómo sabía el muchacho que era un terrestre? Además, ¿no estabas tú con él cuando disparó?
—Sí, estaba con él, señor. Yo le dije que usted era terrestre.
—¿Le dijiste, también, lo que es un terrestre?
—Sí, señor.
—¿Y qué es?
—Una clase inferior de ser humano, cuya presencia no debería permitirse en Solaria, señor, porque es portador de enfermedades.