El sol desnudo (29 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Leebig sonrió, con alivio evidente. Baley prosiguió:

—Pero he sabido que el doctor Delmarre estaba a punto de romper sus relaciones con usted, por asuntos que le concernían y que él desaprobaba.

—¡Eso es falso!

—Quizá. Pero... ¿y si fuese cierto? —No hubiera tenido un motivo para librarse de él, antes de que le sometiese a la pública humillación que hubiera representado romper sus relaciones con usted? Estoy convencido de que tal humillación le sería difícilmente soportable.

Baley siguió hablando rápidamente, para que Leebig no tuviera tiempo de responder.

—En cuanto a usted, señora Cantoro, la muerte del doctor Delmarre la ha dejado al frente de la ingeniería fetal, un cargo de importancia y responsabilidad.

—¡Cielos constelados, pero si ya habíamos hablado de eso! —exclamó Klorissa consternada.

—Ya lo sé, pero es un punto que hay que considerar, de todos modos. En cuanto al doctor Quemot, jugaba regularmente al ajedrez con el doctor Delmarre, y quizá se resintió al perder casi invariablemente ante él.

El sociólogo objetó quedamente:

—El hecho de perder unas cuantas partidas de ajedrez no constituye motivo suficiente, agente Baley.

—Eso depende de lo muy en serio que se tome usted el juego. Hay motivos que pueden parecer de una importancia capital para el asesino y completamente insignificantes para los demás. Bien, eso no importa ahora. Soy de la opinión de que el motivo es insuficiente. Cualquiera puede tener un motivo, especialmente para asesinar a un hombre como el doctor Delmarre.

—¿Qué quiere dar a entender con semejante observación? —le interpeló Quemot, indignado.

—Pues únicamente que el doctor Delmarre era un «buen solariano». Todos ustedes me lo han descrito con estas palabras. Cumplía al pie de la letra con los usos y costumbres preestablecidos de Solana. Era un hombre ideal, casi una abstracción. ¿Quién podía amar a un hombre así o sentir simpatía por él? Un hombre desprovisto de debilidades humanas sirve únicamente para poner de relieve las debilidades e imperfecciones ajenas. Un poeta primitivo llamado Tennyson escribió una vez: «Quien se cree sin mácula se hace aborrecible».

—Nadie mataría a un hombre por ser demasiado bueno —dijo Klorissa, con el ceño fruncido.

—Quién sabe —repuso Baley, prosiguiendo en tono tranquilo—. El doctor Delmarre conocía, o creía conocer, la existencia de una conspiración contra el resto de la Galaxia con finalidades de conquista. Puso gran interés en evitar que llegara a hacerse realidad semejante amenaza. Por esta razón los implicados en la conjura podían creer necesario desembarazarse de él. Cualquiera de los aquí presentes pudiera ser uno de los conspiradores, incluyendo también a la señora Delmarre .... y sin olvidar tampoco al director general de Seguridad, Corwin Attlebish.

—¿Quién, yo? —dijo Attlebish, imperturbable.

—Por lo menos, usted intentó poner fin a esta investigación cuando el envenenamiento de Gruer le confirió el mando.

Baley paladeó lentamente su bebida, que tomaba de su envase original, y que no habían tocado otras manos humanas que las suyas, e hizo acopio de fuerzas para el asalto final. Hasta entonces, el combate había consistido en una cautelosa esgrima de preguntas y respuestas, y sentía alivio al ver que los solarianos no perdían su compostura, pese a que no tenían la experiencia del terrestre en aquella clase de entrevistas. Les dijo entonces:

—Pasemos ahora a la oportunidad. Es opinión general que sólo Gladia pudo acercarse a su marido personalmente.

»¿Podemos asegurarlo de verdad? ¿Y si supusiéramos que otra persona que no fuese la señora Delmarre hubiese resuelto dar muerte al marido de ésta? En tal caso, esta desesperada resolución, ¿no conferiría un valor secundario a la presencia personal y sus desagradables efectos? Si alguno de ustedes se propusiera cometer un asesinato, ¿no sería capaz de soportar la presencia personal, el tiempo suficiente para llevarla a cabo? ¿No podría introducirse subrepticiamente en la mansión de los Delmarre para... ?

Attlebish le atajó con voz glacial:

—Usted no sabe una palabra de esto, terrestre. Poco importa si podríamos hacerlo o no. El hecho es que el doctor Delmarre no hubiera permitido que nadie le viese, puede usted estar seguro de ello. Si alguien se hubiese presentado ante él personalmente, por valiosa o antigua que fuese la amistad que los uniese, el doctor Delmarre hubiera ordenado su expulsión llamando, si fuese preciso, a los robots para que la llevasen a cabo.

—Eso sería cierto —repuso Baley— si el doctor Delmarre supiese que se trataba de una presencia personal.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó el doctor Thool con un ligero temblor de voz.

—Cuando asistió a la señora Delmarre en el lugar del crimen —respondió Baley, mirando de hito en hito a su interlocutor— ella imaginó que la estaba visualizando, hasta el momento en que la tocó. Así me lo dijo ella y así lo creo. En cuanto a mí, que estoy acostumbrado únicamente a ver, cuando llegué a Solaria y me entrevisté con el señor Gruer, supuse que le estaba viendo personalmente. Al finalizar nuestra entrevista Gruer desapareció, y les aseguro que me cogió de sorpresa.

»Imaginemos ahora lo contrario. Supongamos que durante toda su vida de adulto, un hombre ha visualizado a sus semejantes sin ver nunca a nadie, como no sea a su esposa, e incluso en raras ocasiones. Supongamos ahora que otra persona que no fuese su esposa surgiese ante él personalmente. ¿No se imaginaría que se trataba de una visualización, en particular si un robot había sido aleccionado para que dijese a Delmarre que se había establecido contacto por visualización?

—Ni por un instante —observó Quemot—. La diferencia de fondo delataría el fraude.

—Es posible, pero, ¿cuántos de ustedes se dan cuenta del fondo? El doctor Delmarre hubiera tardado un minuto o dos en percatarse de que ocurría algo anormal, y en ese intervalo su amigo, quienquiera que fuese, se le hubiera aproximado enarbolando un arma contundente y abatiéndola sobre su cabeza.

—¡Imposible! —objetó Quemot, tozudo.

—Yo no lo creo tan imposible —dijo Baley— Antes bien, considero que debemos prescindir de la oportunidad como prueba absoluta de que la señora Delmarre es el asesino. Ella tuvo una oportunidad, es cierto, pero también la pudieron tener otros.

Baley hizo una pausa. Se notaba la frente cubierta de sudor, pero secárselo hubiera sido interpretado como un gesto de debilidad. Debía ser él quien llevase la voz cantante. Sin duda, su interlocutor de turno se sentía en una situación de inferioridad. Para un terrestre, esto representaba una empresa muy ardua y difícil con aquellos hombres del espacio.

Baley paseó su mirada de una a otra cara y pensó que las cosas no iban del todo mal. Incluso Attlebish mostraba cierta preocupación que le humanizaba.

—Y por último llegamos al medio, que constituye el factor más desconcertante de este crimen. El arma con que fue cometido no ha sido hallada.

—Sabemos eso —dijo Attlebish—. Si no fuese por este particular, hubiéramos considerado abrumadoras las pruebas que acusan a la señora Delmarre, y nunca se nos hubiera ocurrido pedir que se realizase una investigación.

—Es posible. Analicemos, pues, lo que se refiere a los medios.

Existen dos posibilidades. O bien la señora Delmarre cometió el crimen, o bien lo cometió otra persona. Si la señora Delmarre cometió el crimen, el arma no podía haber salido del lugar del suceso, a menos que se la llevasen más tarde. Mi compañero, el señor Olivaw, de Aurora, que no se halla presente en este momento, me ha indicado que el doctor Thool tuvo la oportunidad de hacer desaparecer el arma. Pregunto ahora al doctor Thool, en presencia de todos ustedes, si lo hizo; es decir, si se llevó un arma después de examinar a la señora Delmarre, que se hallaba sumida en la inconsciencia.

El doctor Thool se echó a temblar como un azogado.

—No, no, lo juro. Puede usted preguntarme lo que quiera. Le juro que no toqué nada de allí.

Preguntó Baley a los restantes:

—¿Alguno de ustedes es capaz de decir si el doctor Thool miente?

Reinó un momento de silencio, durante el cual Leebig miró un objeto situado fuera del campo visual de Baley, mientras murmuraba algo acerca del tiempo.

El terrestre prosiguió:

—La segunda posibilidad es que otra persona cometiese el crimen y se llevase el arma consigo. Pero si así fuese, deberíamos preguntarnos por qué. El hecho de haber escamoteado el arma homicida constituye una clara prueba de que la señora Delmarre no cometió el crimen. Ahora bien, si dicho crimen hubiese sido perpetrado por una persona ajena a la casa, ésta hubiera demostrado ser totalmente imbécil al no dejar el arma junto al cadáver para hacer recaer la culpa sobre la señora Delmarre. Tanto en un aso como en otro, el arma debía estar allí. Sin embargo, nadie la vio

Attlebish intervino: —¿Nos toma por estúpidos o por ciegos?

—Les tomo a ustedes por solarianos —repuso Baley con flema como tales, por personas totalmente incapaces de reconocer el norma en particular que fue dejada en el lugar del crimen.

—No comprendo ni una sola palabra—murmuró Klorissa, abrumada.

Incluso Gladia, que apenas había pestañeado durante todo el interrogatorio, miraba a Baley sorprendida. El terrestre dijo:

—El esposo muerto y la esposa desmayada no eran los únicos individuos que se encontraban en el lugar del crimen. Se hallaba también un robot descompuesto.

—¿Y qué? —preguntó Leebig, colérico.

—Es evidente que después de eliminar lo imposible, lo único que nos queda, por improbable que parezca, es la verdad. El robot que se hallaba en el lugar del crimen fue el arma con que éste se cometió, un arma que ninguno de ustedes podía reconocer como tal, a causa de la educación que han recibido.

Todos se pusieron a hablar a la vez, con excepción de Gladia, que se limitó a mirarle estupefacta.

Baley levantó ambos brazos.

—¡Basta! ¡Silencio! ¡Déjenme explicar!

Y entonces narró nuevamente cómo se había desarrollado el intento de asesinato de Gruer y el método que sin duda utilizó el asesino. Luego relató el atentado contra su vida, cometido en la granja durante su visita.

Leebig dijo con impaciencia:

—Supongo que este último intento se realizaría mediante un robot, que envenenó la flecha sin saber que realmente utilizaba veneno, y un segundo robot que entregó dicha flecha envenenada al muchacho después de decirle que usted era un terrestre y, naturalmente, sin saber que la flecha estuviese envenenada.

—Sí, algo parecido. Se habían dado instrucciones completas a ambos robots.

—Totalmente descabellado —comentó Leebig.

Quemot estaba pálido y parecía como si fuese a desmayarse de un momento a otro.

—Ningún solariano utilizaría un robot para causar daño a otro ser humano.

—Es posible —admitió Baley, encogiéndose de hombros— ¿pero la cuestión es que nada impide estas manipulaciones de robots. Pregúnteselo al doctor Leebig. Él es un experto en robótica.

—Eso no puede aplicarse al asesinato del doctor Delmarre —aclaró Leebig—. Ya se lo dije ayer. ¿Cómo puede conseguirse que un robot aplaste el cráneo de un hombre?

—¿Quiere que se lo explique?

—Hágalo, si puede.

—Se trata de un nuevo modelo de robot que el doctor Delmarre estaba probando. El significado de esto no se me ocurrió hasta anoche, en que tuve ocasión de decir a un robot, al que pedí que me ayudase a levantarme de una silla: ¡dame la mano! El robot se miró la mano, confuso, como si yo quisiera que se la arrancase y me la entregara. Tuve que repetir la orden de una manera menos literal. Pero esto me recordó algo que el doctor Leebig me había dicho aquel mismo día: que se hacían experimentos con robots de miembros cambiables.

»Supongamos que el robot que el doctor Delmarre estaba probando fuese uno de esos, es decir, capaz de utilizar cierto número de miembros intercambiables de diversas formas para distintas tareas especializadas. Supongamos también que el asesino supiese esto y dijese de pronto al robot: "dame el brazo". El robot se hubiera quitado el brazo para dárselo. Este brazo hubiera constituido un arma espléndida. Una vez muerto el doctor Delmarre, nada impedía colocarlo de nuevo en su sitio.

El horror y la estupefacción que dominaba a los reunidos se fue convirtiendo en una verdadera algarabía de objeciones, que ahogaron las últimas palabras de Baley, pese a que éste casi las pronunció gritando:

Attlebish, con el rostro congestionado, se levantó de su asiento y dios unos pasos al frente.

—Aunque fuese como usted dice, la señora Delmarre seguiría siendo la asesina. Ella era la única que estaba allí; se peleó con su esposo, debió de observar las manipulaciones a que se entregaba su marido con el robot y estaría enterada de la posibilidad de cambiar sus miembros..., posibilidad que yo rechazo, por otra parte. Diga lo que diga, terrestre, todo la acusa a ella.

Gladia empezó a llorar en silencio.

Sin mirarla, Baley replicó:

—Por el contrario, es fácil demostrar que, sea quien fuere el que cometió el crimen, no fue la señora Delmarre.

Jothan Leebig cruzó de pronto los brazos y en su rostro apareció una expresión de mofa y desprecio.

Al observarla, Baley dijo:

—Usted me ayudará, doctor Leebig. Como roboticista, sabe que se requiere una extraordinaria destreza para inducir a un robot a que cometa una acción que dé como resultado indirecto un crimen. Ayer me vi obligado a poner bajo arresto domiciliario a cierta persona. Di detalladas instrucciones a tres robots con el fin de que mantuviesen a dicha persona a buen recaudo. Se trataba de una cosa muy sencilla, pero yo no poseo la habilidad requerida para tratar con robots. Mis instrucciones presentaban ciertas lagunas, que aprovechó mi prisionero para escaparse.

—¿Quién era ese prisionero? —preguntó Attlebish, con impaciencia.

—Lo que importa es subrayar que los legos no saben manejar bien los robots. Y esto se aplica, también, a algunos solarianos. Por ejemplo, ¿qué sabe Gladia de robótica?... ¿Qué dice usted a eso, doctor Leebig?

—Usted trató de enseñar robótica a la señora Delmarre. ¿Qué tal era como alumna? ¿Aprendió algo?

Leebig, miró inquieto a su alrededor.

—Ella no... —y se interrumpió.

—Ella no aprendió una palabra, ¿no es cierto? ¿O acaso prefiere usted no responder?

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