El sueño de Hipatia (42 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

Desde el pasillo llegó el estridente sonido del teléfono, sonó un segundo después de que Ann pronunciase el nombre de Hipatia de Alejandría.

Me dio el texto y acudió a atender la llamada.

Leí dos veces aquellas líneas. Eran una hermosa expresión del anhelo de una mujer culta. Un sueño que muchos años después se mostraba tan inalcanzable como entonces, según habíamos tenido ocasión de comprobar. Hacía muy poco tiempo que el fanatismo de unos locos había desencadenado un conflicto cuyo resultado eran cincuenta millones de muertos, después de una terrible guerra. Recordé que también los nazis habían encendido grandes hogueras en las que quemaban los libros de quienes no pensaban como ellos. También acudieron a mi mente la crueldad desatada por Stalin en la Unión Soviética contra los llamados disidentes o el bloqueo que los comunistas habían establecido hacía pocas semanas sobre el Berlín Occidental.

Me fijé en la fecha y vi que en números romanos aparecía el año 1165. No encajaba porque, según me había dicho Ann, vivió entre el siglo
IV
y
V
. Consulté en una enciclopedia, buscando datos para hacer el cálculo en el calendario cristiano. Tuve tiempo de sobra, la conversación telefónica de Ann iba para largo. Descubrí que el cómputo del tiempo estaba establecido a partir de la fundación de Roma, por eso ponía
ab urbe condita
. Ese acontecimiento tuvo lugar en el 753 antes de Cristo. Hice una rápida cuenta y me encontré con que el texto correspondía al 412 de nuestra era.

Leí el texto por tercera vez y decidí cambiar mi columna. No se la dedicaría al problema generado en Oriente Próximo a partir de la creación del Estado de Israel, sino a una mujer capaz de escribir unas líneas tan hermosas y cuyo significado se mantenía vivo en el tiempo. El título, que en tantas ocasiones se convertía en un problema, surgió de inmediato: «El sueño de Hipatia».

Había cogido mi estilográfica y pergeñado las primeras líneas cuando Ann regresó al salón. Alcé la vista y no necesité que me dijera que la llamada estaba relacionada con un asunto grave.

—¿Sabes quién ha llamado?

—No tengo por costumbre escuchar las conversaciones ajenas.

Estaba molesto con todo lo que me había ocultado.

—Era Mustafa el-Kebir.

—¿Me tomas el pelo?

—No. Quien llamaba era el inspector Mustafa el-Kebir.

Pensé que quería gastarme una broma.

—¡Anda ya!

—Es cierto.

—¡No… no puede ser!

Cerré la estilográfica.

—Sí puede ser.

—¿Qué quería? —pregunté incrédulo.

—Darme las gracias por haberle facilitado ciertas pistas.

—¿De qué me estás hablando?

—Creo que te debo una explicación.

—Dirás otra explicación.

—¿Quieres tomar algo?

—No me vendría mal un whisky.

—Póntelo.

Me serví una generosa ración y me acomodé en mi sillón favorito, dispuesto a escuchar.

—Cuando abrí la caja fuerte del despacho de Boulder —comenzó Ann—, encontré encima del códice un sobre con tres palabras escritas: «Para la policía».

Recordé aquel momento en el despacho del anticuario.

—Cuando te volviste, tenías el códice en las manos.

—Ya lo había guardado en mi bolso.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté molesto por el segundo ocultamiento.

—En aquel momento no supe por qué lo hacía. Ahora puedo explicártelo.

—Te escucho.

—Intuía que nos acechaba un peligro. Un sexto sentido me advertía de que hablar resultaría peligroso. No me equivoqué, uno de los individuos que nos atracaron en el hotel estaba allí.

—Pero… pero qué estás diciendo.

—Créetelo, Donald.

—¿Y no me avisaste?

Di un trago a mi whisky.

—No quise hacerlo hasta saber qué contenía aquel sobre.

—¿Cuándo lo abriste?

—Lo hice en el cuarto de baño. Estaba muy nerviosa después del atraco.

Tenía la garganta seca; di un largo trago a mi whisky y le pregunté:

—¿Ahora ya puedes decírmelo? —Mi malestar crecía conforme pasaban los segundos.

—El anticuario explicaba que había recibido amenazas de un tal Günther Hoffmann.

—¿Günther? Ese nombre me suena de algo.

—Se lo escuchaste pronunciar al propio Boulder. Era el individuo a quien visitó el imam antes de lanzar a Raghib el ultimátum sobre el códice.

—Exacto, según el imam ese Günther Hoffmann estaba dispuesto a comprárselo.

—Pero está claro que Boulder se le adelantó. Después de efectuada la venta, el clérigo debió de visitar de nuevo al tal Hoffmann y explicarle que el códice estaba vendido. Debió de decirle algo sobre su contenido, lo que hizo que el interés del tal Hoffmann aumentase. Cuando el alemán se enteró de que el Vaticano estaba detrás de esos textos, buscó hacerse con ellos por todos los medios, incluido el asesinato.

—¿Te ha confirmado el inspector que el Vaticano estaba también detrás de este asunto?

—Sí.

—¡Esto es como para volverse loco!

—Todo tiene una explicación.

—Después me explicarás lo del Vaticano; ahora cuéntame por qué ese códice era tan importante para Hoffmann.

—Por lo que me ha dicho el inspector, ese individuo forma parte de una organización de antiguos miembros del partido nazi que ayudan a escapar a aquellos de sus correligionarios que tienen deudas pendientes con la justicia por crímenes de guerra. Pensaba presionar al Vaticano con el códice y el control de la información de su contenido.

—¿Qué es eso del control de su contenido?

—Para el Vaticano el códice es muy importante, pero también que no haya información de su contenido.

—¡Por eso mataron a Best!

—Es triste, pero cierto. Best murió por haber leído lo que está escrito en esos papiros.

Rebajé otro dedo el whisky de mi vaso.

—¿Cómo sabía Hoffmann que el profesor conocía que ese códice contenía una información tan comprometida?

—Uno de los técnicos del Papyrus Institute es un químico alemán que pertenece a la misma organización que Hoffmann. Él fue quien lo alertó de que Best conocía el contenido del códice y también le confirmó la importancia de lo que en él se decía.

—Supongo que lo dedujo de las fotografías que el propio Best encargó.

Ann asintió.

—¿Recuerdas al individuo que acompañaba a Naguib en el aeropuerto?

—Perfectamente.

—Ése era Günther Hoffmann.

—¿Te lo ha dicho el inspector?

—No, fui yo quien se lo dijo a él.

—Pero bueno… ¿Cómo sabías que era Hoffmann?

—Por el olor. Como ya te comenté, cuando llegamos al despacho de Boulder percibí un olor fuerte, el mismo que llegó a mi olfato cuando el tipo que se llevó el códice pasó por delante de mí.

—¿Ese olor en el despacho del anticuario te hizo sospechar?

—Así es.

—¡Todo esto es increíble! —exclamé impresionado—. ¿Cómo te pusiste en contacto con Mustafa el-Kebir?

—Lo llamé, mientras tú estabas en la cafetería.

—¿Acudiste a la comisaría del aeropuerto?

—No, lo llamé directamente.

—¿Cómo pudiste hacerlo?

—Marcando el número que había en la tarjeta que te dio. La dejaste en el escritorio de la habitación del hotel y yo la recogí antes de marcharnos. No es bueno dejar rastros de nuestra presencia en la habitación de un hotel, nunca se sabe a qué manos pueden ir a parar.

—¿Qué le dijiste al inspector?

—Que si registraban los equipajes de Naguib y de un individuo que lo acompañaba, encontrarían el códice y la pista para llegar al asesino.

Estaba claro que el trabajo de Ann para el servicio secreto la había marcado de por vida.

—¿Los detuvieron en el aeropuerto?

—Con toda discreción. Mustafa el-Kebir logró que se retrasase la salida del vuelo. A los pasajeros se nos explicó que se trataba de razones técnicas, pero en realidad estaban deteniendo a Hoffmann y a Naguib y sacando sus equipajes de la bodega del avión. En el equipaje de Hoffmann encontraron el códice.

Ahora comprendí por qué ya no los volví a ver, ni siquiera cuando hicimos la escala en Roma, donde deberían haber terminado su viaje. Apuré las últimas gotas de whisky y me levanté para servirme un poco más. La garganta continuaba seca.

—¿Ha declarado Hoffmann que fue él quien entró en la habitación para apoderarse del códice?

—No lo sé. Como comprenderás, no he querido preguntar.

—¿Por qué?

—¡Donald, no te das cuenta! Si pregunto por eso, tendría que explicar cómo estaba el códice en nuestro poder. El inspector dice que Hoffmann le ha explicado una extraña historia para justificar cómo había llegado a sus manos.

—¿Qué historia?

—Que el códice estaba en nuestro poder y él nos lo robó en la habitación del Shepheard.

—¿Qué opina el inspector?

—No le ha dado el menor crédito.

—¿Por qué?

—Porque yo le he facilitado toda la información. También argumenta que sus hombres nos han mantenido bajo vigilancia en todo momento.

—Entonces, ¿cómo le has explicado que sabías lo del códice?

—Le dije que me parecía muy sospechoso que Naguib estuviera en el aeropuerto y que con él fuera un tal Günther Hoffmann, que también estaba interesado por el códice, según nos había dicho Boulder. Entonces me preguntó si conocía a Hoffmann y le dije que no, pero que había visto los datos de su pasaporte en el control de aduanas.

—¿Y Naguib?

—Está detenido, pero el comisario dice que no tienen pruebas contra él. Mustafa el-Kebir dice que tendrá que ponerlo en libertad.

—¡Pero estaba en el aeropuerto con Hoffmann!

—Afirma que habían coincidido por pura casualidad y que lo conoce porque es persona aficionada a las antigüedades.

Me bebí de un tirón lo que quedaba del segundo whisky y chasqueé la lengua. Era una pena que no paladease aquel escocés de pura malta y muchos años de barrica, pero mi garganta lo necesitaba.

—¿Tienes alguna otra historia oculta que contarme?

—No.

—¿Seguro?

—Puedes estarlo. Además, prometo compensarte esta noche por mis silencios.

—Te queda una cosa por contarme.

—¿Cuál?

—Lo referente al Vaticano.

—Naguib ha declarado que el Vaticano se había mostrado interesado por conocer el contenido del códice.

—¿Solo por el contenido?

—Comprenderás que es una forma de decir que desde tan altas instancias no estaban dispuestos a cometer un delito contra el patrimonio histórico egipcio. El Vaticano simplemente deseaba conocer su contenido, no hacerse con su propiedad.

—¿Qué dice a eso Mustafa el-Kebir?

—Lo admite porque le interesa creérselo, aunque me ha confesado que tiene la sospecha de que Hoffmann estaba en contacto con altas jerarquías de la Iglesia católica, aunque no puede demostrarlo.

—¿Por qué tiene esa sospecha?

—Porque el destino de Hoffmann y Naguib era Roma y porque, aunque no puede demostrarlo, sabe que viajaban juntos.

—Entiendo.

Me serví otro dedo de whisky antes de preguntarle a Ann:

—¿Qué va a pasar con el códice?

—En ese punto el inspector ha sido muy explícito. Se quedará en Egipto y formará parte del patrimonio del Estado. Espero que ahora puedas escribir una buena columna sobre lo sucedido.

—¿Me pediste que no lo hiciera porque estabas a la espera de todos estos acontecimientos?

—No quería que hicieses afirmaciones de las que tuvieses que desdecirte.

—Muy gentil de tu parte.

—Aunque no te lo creas, es la pura verdad.

La miré a los ojos. Siempre me habían parecido bellos y fríos. Pensé que lo mejor era no preguntarle la razón de por qué me había mantenido al margen de todo aquello.

—He decidido, mientras hablabas por teléfono, que la columna de mañana estará dedicada a Hipatia.

Por la expresión de su rostro deduje que estaba encantada.

—¿Por alguna razón especial?

—Porque su sueño sigue vivo y la gente debe conocerlo.

Epílogo

Era consciente de que mi columna había sorprendido a los lectores. El
Daily Telegraph
daba en portada la noticia de que la policía de El Cairo había descubierto al asesino del eminente profesor Alfred Best, a quien acompañaba en la capital egipcia el prestigioso columnista del rotativo londinense. Todos esperaban que yo aportase detalles sobre la que había sido calificada como «misteriosa muerte».

Sin embargo, bajo el título de «El sueño de Hipatia», transcribí el texto de la carta oculta bajo la guarda del códice y me extendí en consideraciones contra el fanatismo, la intolerancia y la intransigencia.

Caminé bajo la lluvia mientras me dirigía al Isabella Club. Faltaban dos minutos para las cinco y media cuando el mayordomo se hizo cargo de mi gabardina y mi paraguas. Con mucha solemnidad me expresó sus condolencias y después, con un tono más confidencial, me dijo:

—Todos los demás ya están arriba.

Los murmullos de Simpsom, Irving y Bishop se apagaron cuando entré en la acogedora sala que daba cobijo a nuestra tertulia. Su atmósfera cálida contrastaba con la lluvia y el tiempo desapacible de la calle. Solo hacía una semana que había estado allí, pero tenía la sensación de que había pasado mucho más tiempo. Cuando vi el sillón de Best vacío se me hizo un nudo en el estómago. No podía hacerme a la idea de que ya no volveríamos a sostener más pulsos dialécticos. Había conocido el perfil más humano del viejo catedrático de Oxford en aquellos breves e intensos días vividos en El Cairo.

—¿Un té, Donald? —me ofreció con amabilidad el coronel.

—Sí, muchas gracias.

Todavía no me había sentado cuando el juez me espetó:

—Me ha sorprendido su columna de hoy, Burton.

—¿Por qué?

—Esperaba un panegírico de Best.

—En cierto modo, lo es.

—Si no me lo explica, no alcanzo a vislumbrarlo. El panegírico está dedicado a esa tal Hipatia, de la que jamás había oído hablar.

—En realidad, al alabarla, estoy ensalzando a todos los científicos que han perecido víctimas del fanatismo y de la intolerancia. Al fin y al cabo, ésas han sido las causas de la muerte de Best.

—¡Cuéntenos, cuéntenos lo ocurrido! —me apremió el joyero.

—Lamento comunicarles que no voy a contar nada de lo ocurrido en Egipto.

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