El sueño más dulce (35 page)

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Authors: Doris Lessing

—Lo sé —repuso Colin.

—¿No podrías ponerle un nombre más sensato a ese perro? —preguntó Julia—. Cada vez que lo llamas Fiera me entran ganas de reír a carcajadas.

—Una carcajada al día es la mejor medicina —apuntó Colin—. ¿No estás de acuerdo, Sylvia?

—Me gustaría que pudiéramos seguir cenando —dijo Sylvia, que prácticamente no había tocado la comida.

—Es maravilloso estar aquí—intervino Sophie, comiendo como si estuviese muerta de hambre.

En ese momento llegó Andrew, con mala cara pero erguido. El y Sophie cambiaron una mirada de angustia. Se sentó y Frances le puso un plato.

—¿No podríamos empezar ya? —preguntó Andrew—. Sophie y yo tenemos prisa. —La miró con expresión humilde e inquisitiva, pero ella parecía incómoda.

—¿Tengo que recapitular? —inquirió Sylvia, apartando el plato y colocando los papeles en su lugar—. Os envié un resumen a todos.

—Fue una gran idea—dijo Andrew—. Gracias.

La situación era la siguiente: un grupo de jóvenes médicos quería organizar una campaña para convencer al Gobierno de que construyera refugios antinucleares. El problema era que los responsables de la Campaña por el Desarme Nuclear Unilateral —una organización alborotadora, firme y eficaz—

se oponían a la construcción de cualquier tipo de refugio e incluso a que se informara a la población de las medidas básicas de protección. Hacían oídos sordos a las críticas, y sus declaraciones eran violentas, casi histéricas.

—Necesito que me expliquen algo —dijo Julia—. ¿Por qué esa gente se queja tanto de que se haya construido un refugio para el Gobierno y los miembros de la familia real? —La protesta que más se oía era: «El Gobierno quiere asegurarse de que estará protegido, y la gente le importa un pimiento»—. No lo entiendo. Si hay una guerra, es imprescindible que el Gobierno esté a salvo, ¿no? Es una cuestión de sentido común.

—El sentido común parece brillar por su ausencia en esa campaña —señaló Wilhelm—. Es evidente que esas personas no han vivido una guerra; de lo contrario, no dirían tantas tonterías.

—Su razonamiento es el siguiente: caerá una bomba y todo el mundo morirá.

Por lo tanto, no hay necesidad de construir refugios —explicó Colin.

—Pero no es lógico —protestó Julia—, ni coherente.

Frances y Rupert, que estaba hojeando la pila de artículos de
The Defender
, se miraron con resignación.
The Defender
había optado por seguir la «línea» de la campaña. Varios miembros de la plantilla del periódico figuraban en las comisiones de la organización. Los periodistas les escribían los artículos.

—Aducen que si el Gobierno se considera protegido, se mostrará más dispuesto a arrojar la bomba —prosiguió Colin.

—¿Qué bomba? —quiso saber Julia—. ¿Por qué hablan de una sola bomba?

En una guerra siempre hay más de una bomba.

—Esa es la cuestión, Julia. Eso es lo que debemos hacer entender —señaló Sylvia.

—Tal vez Johnny pueda darnos más información —sugirió Wilhelm—. Él pertenece a la comisión.

—¿Hay alguna comisión a la que no pertenezca? —dijo Colin.

—¿Por qué no le telefoneamos y le pedimos que venga a defenderse? —propuso Rupert.

Todos aceptaron la idea, que curiosamente no se le había ocurrido a ningún miembro de la familia. Andrew fue al teléfono, marcó el número de Johnny y habló con él. Le explicó que estaban celebrando una reunión, y él respondió que acudiría.

Mientras esperaban, estudiaron los recortes de Sylvia.

—No he visto nada tan extraño en toda mi vida —comentó Julia—. Estas personas son como niños.

—Estoy de acuerdo —convino Sylvia.

Agradecida por aquella migaja, Julia tomó la mano de Sylvia y la acarició.

—Ay, mi pobre niña; no comes, no te cuidas.

—Me encuentro bien —repuso Sylvia—. Todo el mundo come en exceso.

A pesar de esa reprimenda, Frances les ofreció más guiso.

Johnny no se presentó solo. Lo acompañaba James. Ambos llevaban cazadoras negras de cuello Mao y botas de cuero del ejército. Johnny, que había estado en Cuba recientemente, lucía una bufanda con los colores de la bandera cubana. James se había convertido en un hombre corpulento, risueño y afable, el clásico buenazo. ¿Cómo no iban a alegrarse de verlo? Abrazó a Frances, dio una palmada en la espalda a Andrew y otra a Colin, besó a Sophie, estrechó en sus brazos a la rígida Sylvia y saludó a Julia levantando el puño, aunque sólo hasta el hombro, en una versión modificada para las reuniones sociales.

—Me alegro de estar aquí—dijo y se sentó en una silla vacía, rebosante de expectación. Johnny tomó asiento a su lado, pero como si estar al mismo nivel que los demás lo rebajase, se levantó y ocupó su antiguo puesto junto a la ventana.

—Ya he comido —dijo—. ¿Qué tal te encuentras, Mutti?

—Ya lo ves.

James empezó a comer con voracidad.

—No sabes lo que te pierdes —le aseguró a su guía y mentor. Al oír su acento cockney, Julia chascó la lengua con irritación.

Johnny titubeó y luego se sentó en el instante mismo en que Frances, que ya lo había previsto, le ponía el plato delante.

—Esto es importante —dijo Sylvia—. Johnny, James, estamos manteniendo una discusión seria.

—¿Cuándo no son serias las discusiones? —preguntó Johnny. Había saludado a sus hijos con un gesto al entrar, y le pidió a Andrew—: Pásame el pan.

—La vida, como todos sabemos, es intrínsecamente seria —apostilló Colin.

—Cada día más, según mi experiencia —apuntó Andrew.

—Basta —los riñó Sylvia—. Hemos invitado a Johnny por una razón.

—¡Dispara! —exclamó Johnny.

—Un grupo de médicos jóvenes, entre los que me cuento, ha constituido una comisión. Llevábamos un tiempo preocupados, pero el detonante fue una carta que alguien trajo de la Unión Soviética...

Johnny dejó el cuchillo y el tenedor con gesto dramático y alzó una mano para interrumpirla. Sin hacerle caso, Sylvia prosiguió:

—Es de un grupo de médicos soviéticos. Dicen que se han producido accidentes en las plantas nucleares y que han muerto muchas personas.

Grandes extensiones del país quedaron contaminadas por la lluvia radiactiva...

—No me interesa oír propaganda antisoviética—la atajó Johnny y se colocó de nuevo junto a la ventana, sin haber terminado su plato; James abandonó el suyo de mala gana y se situó junto a su capitán y teniente.

—La carta la trajo alguien que fue allí con una delegación —continuó Sylvia—.

La sacó clandestinamente y así llegó a nosotros. Es auténtica.

—En primer lugar —dijo Johnny en tono cada vez más áspero—, los camaradas de la Unión Soviética son responsables y no permitirían que hubiera fallos en sus instalaciones nucleares. En segundo lugar, no estoy dispuesto a oír información que evidentemente procede de fuentes fascistas.

—Dios santo —exclamó Sylvia—. ¿No te avergüenzas de ti mismo, Johnny? Siempre con la misma cantinela que todo el mundo conoce...

—¿Y quién es todo el mundo? —preguntó él, burlón.

—Yo quiero saber por qué tus..., tus masas... insisten en que es un delito que el Gobierno y la familia real se protejan en caso de guerra. No lo entiendo —terció Julia.

—Es muy sencillo —repuso Andrew—. Detestan a cualquiera que tenga autoridad.

—Y con razón —señaló James, entre risas, y repitió—: Y con razón.

—Son como niños —declaró Julia—. Como niños tontos, y ejercen tanta influencia... Si hubierais vivido una guerra, no diríais esas tonterías.

—Olvida que el camarada Johnny luchó en la guerra civil española —apuntó James.

Se hizo el silencio. Los jóvenes sabían poco de las antiguas hazañas de Johnny, y hacía tiempo que los mayores intentaban olvidarlas. Johnny se limitó a bajar la vista con expresión de modestia y a continuación asintió, recuperando el control.

—Si estalla la bomba, será el fin de todos los habitantes del planeta.

—¿Qué bomba? —preguntó Julia—. ¿Por qué habláis siempre de la bomba, la bomba?

—No debemos preocuparnos por la Unión Soviética, sino por las bombas americanas —afirmó él.

—Vamos, Johnny, me gustaría que hablaras en serio —lo reconvino Sylvia—. No paras de decir disparates.

Johnny empezaba a perder la paciencia ante las provocaciones de aquella niñata insignificante.

—No me dicen eso a menudo.

—Eso es porque sólo te juntas con gente que también dice disparates —espetó Colín.

Frances, que permanecía callada porque desde el momento en que Johnny había entrado sabía que la conversación distaría de ser sensata, estaba retirando los platos y repartiendo boles con crema de limón, mousse de albaricoque y nata. Al reparar en ello, James emitió un auténtico rugido de gula y volvió a su sitio en la mesa.

—¿Quién prepara postres en los tiempos que corren? —preguntó Johnny.

—Sólo nuestra querida Frances —dijo Sophie, interviniendo por fin.

—Y eso excepcionalmente —apuntó Frances.

—De acuerdo, Johnny—concedió Sylvia—, supongamos que en la Unión Soviética nunca se produjeron esos terribles accidentes...

—Por supuesto que no.

—¿En qué se basa vuestra objeción a que se proteja a la gente de este país de la lluvia radiactiva? Ni siquiera estáis de acuerdo en que los ciudadanos reciban información sobre cómo proteger sus casas. Estáis en contra de cualquier medida preventiva. No lo entiendo. Ninguno de nosotros lo entiende. En cuanto se menciona este tema todos ponéis el grito en el cielo.

—Porque aceptar que se construyan refugios equivale a dar por sentado que la guerra es inevitable.

—Eso no es lógico —protestó Julia.

—No para una mente normal —convino Rupert.

—Todo se reduce a lo siguiente —dijo Sylvia—: Por culpa vuestra y de vuestra organización, ningún gobierno de este país se atrevería a insinuar siquiera que es necesario proteger a la población. La Campaña por el Desarme Nuclear Unilateral tiene tanto poder que el Gobierno está asustado.

—Eso es verdad —intervino James—. Y más les vale.

—¿Por qué hablas con ese acento tan desagradable? —le recriminó Julia—. Lo encuentro innecesario.

—Si no hablas con ese acento desagradable, te consideran un niño bien —aclaró Colin con acento afectado—, y en este país libre no consigues empleo. Otra tiranía.

Johnny y James hicieron ademán de marcharse.

—Me voy al hospital —anunció Sylvia—. Al menos allí es posible mantener conversaciones inteligentes.

—Me gustaría ver la carta de la que hablas —dijo Johnny.

—¿Por qué? Ni siquiera estás dispuesto a discutir su contenido.

—Es evidente que quiere informar de él a la embajada soviética —se burló Andrew—. Así podrán investigar su procedencia y fusilar o mandar a los campos de trabajos forzados a quienes la hayan escrito.

—Esos campos no existen —declaró Johnny—. Si alguna vez existieron, o si existió algo parecido, lo que se ha dicho al respecto es exagerado. Pero ahora no existen.

—¡Dios! —exclamó Andrew—. Eres un plasta, de verdad.

—Los plastas no son peligrosos —replicó Julia—, y Johnny y sus amigos lo son.

—Eso es cierto —convino Wilhelm con la amabilidad de costumbre—. Sois muy peligrosos. ¿No os dais cuenta de que si se produjera un accidente nuclear aquí, en este país, si algún loco arrojase una bomba o, peor aún, si hubiera una guerra, morirían millones de personas por culpa vuestra?

—Bueno, gracias por el tentempié —dijo Johnny.

—Y gracias a ti por nada —soltó Sylvia, al borde de las lágrimas—. Debería haber sabido que no serviría de nada hablar contigo.

Los dos hombres se marcharon. Andrew y Sophie se fueron tomados por la cintura. Ni a ellos ni a los demás les pasó inadvertida la sonrisa irónica de Colin al verlos de esa manera.

—Bueno, la cuestión es que hemos creado una comisión —concluyó Sylvia—. Por el momento es sólo para médicos, aunque pensamos ampliarla.

—Apúntanos a todos —dijo Colin—, pero prepárate para encontrar cristales en tu copa y sapos en tu buzón.

Sylvia abrazó a Julia y se marchó.

—¿No os parece increíble que esa gentuza estúpida tenga tanto poder? —preguntó Julia casi llorando, afectada por la rápida despedida de Sylvia.

—No —dijo Colin.

—No —dijo Frances.

—No —dijo Wilhelm Stein.

—No —dijo Rupert.

—Pero estamos en Inglaterra, estamos en Inglaterra... —protestó Julia.

Sólo quedaban Frances, Rupert, Colin y el perro. Un pequeño problema: Rupert quería pasar la noche en la casa, y Frances, que quería que se quedase, no podía evitar temer la reacción de Colin.

—Bueno —dijo Colin con evidente esfuerzo—, creo que es hora de que os vayáis a la cama. —Parecía que estuviera autorizándolos a hacerlo. Empezó a provocar al perro hasta que éste ladró—. Lo veis. Él siempre tiene la última palabra.

Un par de semanas después, Frances, Rupert, Julia y Wilhelm asistieron a una reunión convocada por los jóvenes médicos. Había unas doscientas personas. Sylvia fue la primera en hablar, y lo hizo bien. Luego tomaron la palabra otros médicos. Unos treinta miembros de la oposición, que se habían enterado del mitin, los interrumpían con abucheos y gritos de: «¡Fascistas!», «¡Belicistas!», «¡Agentes de la CÍA!» Algunos eran de
The Defender
. Cuando el grupo salió, algunos jóvenes que aguardaban en la puerta rodearon a Wilhelm y lo arrojaron contra una verja. Al principio pensaron que el viejo sólo estaba conmocionado, pero el hecho es que le habían roto varias costillas. Lo llevaron a casa de Julia y lo metieron en la cama. «Ah, querida —resolló, con voz de anciano—, mi querida Julia, por fin he conseguido lo imposible: estoy viviendo contigo.» Así fue como los demás se enteraron de que quería vivir con Julia.

Lo instalaron en la antigua habitación de Andrew, y Julia se reveló como una enfermera devota y maniática. Wilhelm, que siempre se había considerado el caballero de su amada, su galán, detestaba verse en esa situación. El áspero Colin, por su parte, los sorprendió a todos, quizás incluso a sí mismo, mostrándose encantador y atento con el viejo. Se sentaba a su lado y le contaba historias sobre «mi peligrosa vida en el parque y en los pubs de Hampstead», en las que Fiera representaba un papel semejante al del perro de los Baskerville. Wilhelm reía y le suplicaba que no siguiera, porque le dolían las costillas de tanto reír. El doctor Lehman acudió a verlo y les dijo a Frances y a Julia que el anciano estaba en las últimas. «Las caídas son peligrosas a esta edad.» Recetó sedantes para Wilhelm y una variedad de píldoras para Julia, que finalmente se había permitido sentirse vieja.

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