El sueño más dulce (37 page)

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Authors: Doris Lessing

—Adiós —gritó.

Colgó el auricular y se echó a llorar.

Éste fue su peor momento: no pasaría otro tan malo. Estaba convencida de que Andrew había olvidado su conversación, de manera que no lo esperaba, pero al cabo de dos días él telefoneó desde Heathrow. «Ya estoy aquí, Sylvia. ¿Dónde podemos encontrarnos para charlar?»

Llamó a Julia desde el aeropuerto y le pidió permiso para encontrarse con Sylvia en su casa. Andrew había alquilado su piso y Sylvia compartía un apartamento minúsculo con otro médico.

Julia guardó silencio durante un rato.

—¿Te he entendido bien? —dijo por fin—. ¿Me preguntas si Sylvia y tú podéis venir a esta casa? ¿Es eso?

—No te gustaría que lo diera por sentado, ¿verdad?

Tras una pausa, ella repuso:

—Creo que todavía tienes una llave, ¿no?

Cuando llegaron, fueron directamente a saludarla. Julia estaba sentada muy seria a la mesa, con un solitario desplegado ante sí. Ofreció una mejilla para que Andrew le diese un beso e intentó hacer lo mismo con Sylvia, pero, incapaz de resistirse, se levantó para abrazarla.

—Pensé que te habías marchado a Zimlia.

—¿Cómo me iba a ir sin despedirme?

—¿De modo que ésta es la despedida?

—No, la semana que viene.

Los viejos y penetrantes ojos escrutaron largamente a Sylvia y a Andrew. Habría querido decir que aquélla estaba demasiado delgada y que éste tenía mal aspecto. ¿Qué le ocurría?

—Id a hablar de vuestras cosas —les ordenó, levantando la mano de cartas.

Los dos se dirigieron con aire culpable al amplio salón, lleno de recuerdos, y se arrellanaron, abrazados, en el viejo sofá rojo.

—Me siento más cómoda contigo que con cualquier otra persona, Andrew.

—Y yo contigo.

—¿Qué me dices de Sophie?

Andrew soltó una risita nerviosa.

—¡Muy placentero! Pero eso se ha terminado.

—Oh, pobre Andrew. ¿Regresó con Roland?

—Sí, después de que él le mandara un bonito ramo.

—¿De qué exactamente?

—Caléndulas, que significan dolor. Anémonas: abandono. Y, por supuesto, un millar de rosas rojas. El símbolo del amor. Sí, le basta con decirlo mediante flores. De todos modos, no duró. El empezó a comportarse como de costumbre y ella le envío un ramo que significaba «guerra»: cardos.

—¿Ahora está con alguien?

—Sí, pero no sé quién es.

—Pobre Sophie.

—Y pobre Sylvia. ¿Por qué no nos cuentas que has encontrado un tipo increíblemente afortunado?

Se habría escabullido de sus brazos, pero él no se lo permitió.

—Supongo que no tengo suerte.

—¿Estás enamorada del padre Jack?

Sylvia se irguió en el sofá y apartó a Andrew de un empujón.

—No, cómo se te ocurre... —No obstante, al ver su expresión comprensiva, añadió—: Sí. Lo estuve.

—Las monjas siempre se enamoran de los curas —murmuró él. Sylvia, que no supo si su crueldad era intencional, repuso:

—Yo no soy una monja.

—Vuelve aquí —murmuró él, y la estrechó otra vez entre sus brazos.

—Creo que me pasa algo malo —dijo ella con un hilo de voz, un sonido que él recordaba de la pequeña Sylvia—. Me he acostado con alguien, con un médico del hospital, pero... ése es el problema, ¿sabes? No me gusta el sexo. —Y rompió a sollozar mientras él la acunaba.

—Bueno, creo que en ese departamento yo tampoco soy tan hábil como debería. De hecho Sophie dejó bien claro que comparado con Roland soy un desastre.

—Pobre Andrew.

—Y pobre Sylvia.

Lloraron hasta que se quedaron dormidos, como niños.

Colin, que coligió por la inquietud de Fiera que había un extraño en la casa, fue a verlos. La sala estaba en penumbra. Colin los observó por unos instantes sin despertarlos, sujetándole las mandíbulas al perro para que no ladrase.

—Eres un animalito muy bueno —le susurró a Fiera, que ahora era un perro viejo y achacoso, mientras bajaba la escalera.

Más tarde entró Frances. La habitación estaba en penumbra. Encendió una lámpara pequeña, la misma que Sylvia tenía en su mesita de noche cuando era una niña temerosa de la oscuridad, y al igual que Colin contempló lo que alcanzaba a vislumbrar: sólo las cabezas y los rostros. Sylvia y Andrew... oh, no, no, pensó Frances en su papel de madre, como cruzando los dedos para espantar al diablo. Sería un desastre. No cabía duda de que los dos necesitaban... ¿a alguien más fuerte? ¿Cuándo sentarían la cabeza sus hijos? ¿Cuándo estarían seguros? (¿Seguros? Vaya, sí que pensaba como una madre, por lo visto se trata de algo inevitable.) Los dos habían cumplido más de treinta años. «La culpa es nuestra —se dijo, refiriéndose a todos, a la generación de los mayores. Y entonces, como para consolarse—: Tal vez tarden tanto como yo en ser felices. No debo perder la esperanza.»

Mucho más tarde Julia bajó por la escalera. Pensaba que no había nadie en la sala, aunque Frances le había avisado que los dos estaban allí, ajenos al mundo. Entonces vio las caras a la luz de la pequeña lámpara; la de Sylvia más abajo, apoyada en el hombro de Andrew. A pesar de la penumbra observó que estaba pálida y demacrada. Los envolvía una profunda negrura, pues el sofá rojo intensificaba la oscuridad, como cuando un pintor aplica una base carmesí que acentúa y da brillo al negro. A los lados de la amplia sala las ventanas sólo dejaban entrar la luz suficiente para teñir las sombras de gris. Era una noche nublada, sin luna ni estrellas. «Son demasiado jóvenes para estar tan agotados», pensó Julia. Los dos rostros eran como cenizas esparcidas en la oscuridad.

Permaneció largo rato allí, mirando a Sylvia, grabándose sus facciones en la memoria. De hecho, no volvería a verla. Se produjo una confusión respecto de la hora del vuelo y Sylvia se despidió por teléfono: «Ay, Julia, lo lamento mucho; pero estoy segura de que volveré pronto.» Wilhelm murió. A su entierro asistieron unas doscientas personas. Se rumoreaba que estaban todos los que alguna vez habían tomado un café en el Cosmo. Colin, Andrew y Frances sujetaban a una Julia que no había derramado una sola lágrima, permanecía muda y parecía un recorte de papel. «Dios santo, no falta nadie», oyeron una y otra vez a su alrededor. No sabían que Wilhelm Stein fuese un hombre tan popular ni lo mucho que lo estimaban sus amigos. Imperaba la sensación de que al enterrar a ese viejo librero cortés, bondadoso y erudito, estaban despidiéndose de un pasado mejor e imposible de recuperar. «Es el fin de una era», murmuraba la gente, y algunos lloraban por eso. Los dos hijos de Wilhelm, que habían llegado de Estados Unidos esa misma mañana, agradecieron amablemente a los Lennox las molestias que se habían tomado al organizar el entierro y aseguraron que a partir de ese momento se ocuparían de todo: Wilhelm les había dejado una suma considerable de dinero.

Julia se metió en la cama, y por supuesto todo el mundo comentó que la muerte de Wilhelm había acabado con ella. Sin embargo, había algo más, algo terrible, como si su corazón hubiera sufrido un golpe que ningún miembro de la familia acertaba a entender.

Colin publicó su segunda novela,
Muerte macabra
, pero desde un principio fue evidente que no recibiría tan buena acogida como la anterior. De menor calidad, era casi un panfleto sobre un gobierno criminalmente irresponsable que no protegía a sus ciudadanos de las bombas, la lluvia radiactiva, etcétera. En ella, una eficaz campaña propagandística, inspirada por agentes de una potencia enemiga, fomentaba un ambiente de histeria que llevaba al Gobierno, preocupado por su popularidad, a eludir sus responsabilidades. La novela indignó a los diversos movimientos que luchaban contra la bomba. Aparecieron algunas críticas maliciosas, entre ellas la de Rose Trimble. Se había ganado cierta notoriedad con su libro sobre el presidente Matthew Mungozi, que le había abierto la puerta a toda clase de oportunidades, pero ella se sentía en su elemento trabajando para
The Daily Post
, famoso por su virulencia. Aprovechó el libro de Colin para atacar a todos aquellos que abogaban por la construcción de refugios antinucleares, en particular los jóvenes médicos y muy en especial Sylvia Lennox. En cuanto a Colin, decía: «El público debería saber que tiene antepasados nazis. Su abuela, Julia Lennox, fue miembro de las Juventudes Hitlerianas.» Rose se sentía segura. Por una parte,
The Daily Post
era un periódico que destinaba parte de su presupuesto a pagar compensaciones por difamación —cosa que hacía a menudo—; por otra, sabía que Julia no se rebajaría a refutar sus ataques. «Vieja asquerosa», murmuró Rose.

Un amigo del Cosmo le había mostrado el artículo a Wilhelm, que meditó cuidadosamente la conveniencia de que Julia se enterase y decidió contárselo; y no se arrepintió, porque más tarde un alma bondadosa le envió un anónimo con el recorte.

—No les hagas caso —le había dicho a Wilhelm—. Son unos mierdas. Creo que tengo suficientes motivos para usar su palabra favorita, ¿no?

—Mi querida Julia—había contestado Wilhelm, a un tiempo divertido y asombrado por oírle pronunciar esa palabra.

Julia estaba reclinada contra las almohadas, entre las enfermeras que iban y venían, con el recorte sobre la mesilla de noche, consciente de que no lograría conciliar el sueño. De manera que de pronto ella, Julia von Arne, era nazi. Lo que más le dolía era la ligereza con que se afirmaban semejantes cosas. Claro que esa mujer —Julia recordaba a una antipática adolescente— no tenía la menor idea de lo que decía. Todos empleaban constantemente términos como «fascistas»; llamaban así a cualquiera que no les cayese bien. Eran tan ignorantes que no sabían que habían existido fascistas de verdad, que habían causado la ruina de Italia. Y los nazis..., sobre ellos había artículos de periódicos y programas de radio y televisión que Julia veía, porque se sentía directamente afectada, pero estaba claro que esos jóvenes no entendían nada. Por lo visto ignoraban que los fascistas y los nazis habían sido los responsables de la encarcelación y la tortura de mucha gente, y que millones de personas habían muerto en aquella guerra. Cuando pensaba en esa ignorancia, en esa ligereza, Julia notaba que a sus ojos acudían lágrimas de furia. Se sentía anulada, devastada: una periodista joven y ambiciosa de un periodicucho sensacionalista había reducido a insultos su historia y la de Philip. Julia permaneció sentada, en vela (se había deshecho de los somníferos cuando las enfermeras no la veían), envenenada por la impotencia. No interpondría demanda, naturalmente, ni siquiera escribiría una carta: ¿por qué iba a dignificar a esa
canaille
prestándole atención? Wilhelm le había llevado el borrador de una carta en la que constaba que los Von Arne eran una antigua familia alemana que jamás había mantenido relaciones con los nazis. Ella le pidió que no la enviase. Se equivocó: debería haberla mandado, aunque sólo fuese para aliviar su angustia. Y también se equivocó con respecto a Rose Trimble. Su ligereza e indiferencia ante la historia..., sí, no diferían de las del resto de su generación, pero lo que la había inducido a escribir el artículo era su profundo odio hacia los Lennox, la necesidad de «vengarse de ellos». Había olvidado el motivo que la había llevado a esa casa en primer lugar, o que alguna vez había declarado que Andrew la había dejado embarazada. No; era esa casa, la tranquilidad con que se vivía allí, el hecho de que no tuvieran preocupaciones y se protegiesen los unos a los otros. Sylvia, esa zorra repipi; Frances, la maldita abeja reina, que en realidad era una avispa; Julia, siempre dando órdenes a todo el mundo. Y en cuanto a los hombres, se comportaban como cerdos presuntuosos. Su artículo había sido inspirado por la bilis y la malicia que no paraban de bullir en su interior y que conseguía calmar, al menos temporalmente, cuando escribía palabras capaces de atravesar el corazón de sus víctimas. Mientras componía un artículo, imaginaba que sufrirían y se retorcerían al leerlo, gimiendo de dolor. Por eso Julia se estaba muriendo prematuramente. Tenía la sensación de que había sufrido un ataque directo del mal. Se sentaba contra las almohadas en una habitación donde la luz que entraba por la ventana avanzaba del suelo a la cama y de allí a la pared, por la que regresaba hasta la ventana: qué débil respuesta a la oscuridad que se cernía sobre Julia, propiciada por invisibles fuerzas adversas. Le parecía que se había pasado la vida huyendo de ellas, pero en ese momento el monstruo de la estupidez, la ignominia y la vulgaridad estaba devorándola. Todo se distorsionaba y malograba. De manera que se quedó en la cama, pensando en su infancia, una época en que todo había sido tan hermoso, tan schón, sckón, schón; aunque en aquel paraíso hubiera irrumpido la guerra y el mundo se hubiese llenado de uniformes. Por las noches, cuando lo único que iluminaba la oscuridad era la pequeña lámpara que había pertenecido a Sylvia y que le habían subido desde el salón, sus hermanos y Philip, aquellos jóvenes valientes y apuestos, se acercaban a los pies de su lecho, vestidos con elegantes uniformes que no tenían ni una mancha, ni una salpicadura, ni una mácula. Les suplicaba llorando que se quedaran con ella, que no se marchasen.

Murmuraba en alemán, en inglés y en su francés,
comme-il-faut
mientras Colin permanecía a su lado, a veces durante horas, sosteniendo el pequeño atado de huesos en que se había convertido su mano. Se sentía triste, culpable porque no sabía prácticamente nada sobre Ernst, Frederich y Max; apenas había oído hablar de su abuelo. A su espalda, la normalidad, la cotidiana vida familiar, había caído en un pozo o un abismo, y allí estaba él, un nieto que no había conocido a su abuelo ni a la familia alemana de Julia. Aunque también era su familia...

—Por favor, háblame de tus hermanos, de tu madre y tu padre, ¿Tuviste abuelos? Cuéntame cosas de ellos —le pidió a Julia, inclinándose sobre ella.

Ella se despertó.

—¿Qué has dicho? ¿De quién hablas? Todos están muertos. Los mataron. Mi familia ya no existe. Y la casa tampoco. No queda nada. Es terrible, terrible...

No le gustaba que la arrancasen de su mundo de recuerdos o sueños. Detestaba el presente, lleno de medicinas, píldoras y enfermeras, y no soportaba ver su decrépito cuerpo amarillento cuando la lavaban. Y para colmo sufría una diarrea pertinaz debido a la cual, por mucho que le cambiaran las sábanas y el camisón, por mucho que la limpiasen, la habitación siempre olía mal. Exigía que rociaran el cuarto con colonia, y se perfumaba las manos y la cara, pero el hedor a heces no desaparecía, y la vergüenza y la desdicha se apoderaban de ella. «Es horrible, horrible, horrible», murmuraba. Era una vieja cascarrabias que a menudo derramaba lágrimas de furia.

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