El sueño más dulce (40 page)

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Authors: Doris Lessing

En la soleada terraza donde se sentaron Sylvia mantuvo la vista fija en la pareja para evitar el potente resplandor amarillo, de modo que en aquella primera visita sólo los vio a ellos. Descubrió que dejar gente y paquetes en casa de los Pyne formaba parte de las transacciones locales, porque cuando subió de nuevo a un coche, esta vez un todoterreno, se encontró con pilas de periódicos y cartas para el padre McGuire y con dos jóvenes negros.

—Voy al hospital —explicó uno de ellos, que parecía muy enfermo.

—Yo también —repuso Sylvia.

Los dos chicos viajaban en la parte trasera, y ella al lado de Cedric, que conducía igual que la hermana Molly, como si intentara ganar una apuesta. El todoterreno avanzó dando tumbos por un camino de tierra, y al cabo de unos quince kilómetros se adentró en una polvorienta arboleda entre la que divisaron un edificio bajo, con techo de planchas de metal acanalado. Detrás, sobre una colina, se alzaban otros edificios esparcidos entre árboles.

—Dile a Kevin que no puedo esperar —dijo Cedric Pyne—. Ven a vernos cuando quieras. —Se despidió y se marchó, levantando más nubes de polvo.

A Sylvia le dolía la cabeza. Estaba pensando que prácticamente no había salido de Londres en toda su vida y que nunca le había parecido una privación, como empezaba a sospechar, sino algo bastante normal. Los dos jóvenes negros se encaminaron hacia el hospital.

—Adiós, hasta luego —dijeron en tono despreocupado, aunque el semblante del enfermo pedía a gritos que lo atendieran de inmediato.

Sylvia subió con sus maletas a un pequeño porche de cemento verde pulido. A continuación entró en una estancia más bien pequeña en la que había una mesa de tablas teñidas, sillas con asiento de tiras de cuero, una estantería que cubría toda una pared y varios cuadros, todos de Jesucristo excepto uno, que mostraba un brumoso atardecer en las montañas de Mourne.

Apareció una delgada joven negra, que con una amplia sonrisa, se presentó como Rebecca y se ofreció a acompañar a Sylvia a su habitación.

En el cuarto, contiguo a la sala principal, apenas cabía una cama de hierro, una mesa diminuta, un par de duras sillas y algunos estantes para libros. También había ido a parar allí una cómoda pequeña, del estilo de las que en otro tiempo se usaban en los hoteles. Las paredes y el suelo eran de ladrillo y el techo de cañas. Rebecca anunció que le traería una taza de té y se marchó. Sylvia se dejó caer en una silla, embargada por un sentimiento que no conseguía identificar. Sí, esperaba impresiones nuevas; sabía que se sentiría fuera de lugar; pero ¿qué era aquello? Experimentó un amargo vacío en su interior, y cuando miró al crucifijo en busca de consuelo, le pareció que el propio Cristo estaba asombrado de encontrarse allí. Por otro lado, no debía sorprenderse de hallar a Cristo en un lugar tan miserable, ¿o sí? ¿Qué le ocurría entonces? Fuera las palomas zureaban y las gallinas conversaban entre sí. «No soy más que una chiquilla consentida», se dijo Sylvia evocando aquellas palabras, un eco lejano de su infancia. La catedral de Westminster..., sí; una casucha de ladrillo, aparentemente, no. Un viento cargado de polvo soplaba junto a la ventana. A juzgar por la vista desde el exterior, esa casa no constaba de más de tres o cuatro habitaciones. ¿Dónde estaba la del padre McGuire? ¿Dónde dormía Rebecca? No entendía nada, y cuando ésta regresó con el té, Sylvia le dijo que le dolía la cabeza y que quería echarse un rato.

—Sí, doctora, acuéstese; pronto se sentirá mejor—contestó Rebecca, cuya alegría la identificaba como cristiana: los hijos de Dios sonríen y están preparados para lo que sea (como los hippies). Rebecca corrió las cortinas, confeccionadas con una tela de colchón en tonos negros y blancos que Sylvia sospechó que podría convertirse en el último grito en ciertos círculos londinenses—. La llamaré a la hora del almuerzo.

El almuerzo... Sylvia tenía la sensación de que era de noche, pues el día se le había hecho eterno, pero eran sólo las once de la mañana.

Se tendió con las manos sobre los ojos, vio que la luz perfilaba sus delgados dedos, se durmió y despertó al cabo de una hora, cuando Rebecca llegó con más té y las disculpas del padre McGuire, que decía que lo habían retenido en la escuela, que la vería a la hora de comer y que se tomara las cosas con calma hasta el día siguiente.

Una vez transmitido este consejo, Rebecca comentó que el paciente de la granja de los Pyne estaba aguardando al médico, que había más personas esperando y que quizá la doctora... Sylvia empezó a cubrirse con una bata blanca, pero Rebecca la miró con una expresión que hizo que Sylvia preguntara:

—¿Cómo tengo que vestirme?

Rebecca respondió que la bata no permanecería blanca por mucho tiempo y que quizá la doctora debería ponerse un vestido viejo.

Sylvia no usaba vestidos. Se había puesto sus tejanos más viejos para el viaje. Se recogió el pelo con un pañuelo, tal como lo llevaba Rebecca. Ésta le señaló un camino y se marchó a la cocina. Junto al polvoriento sendero crecían flores de hibisco, adelfas y dentelarias, todas cubiertas de polvo pero con aspecto de estar en el sitio que les correspondía, en un calor seco y bajo el sol de un cielo totalmente despejado. El camino descendía por una cuesta rocosa, y frente a ella aparecieron unos techos de paja sobre postes clavados en la tierra rojiza y una choza por cuya puerta entornada salió una gallina. Entre los arbustos había otras, tendidas de lado, jadeando con el pico abierto. Los dos jóvenes que habían viajado en el todoterreno estaban sentados a la sombra de un árbol. Uno de ellos se levantó.

—Mi amigo está enfermo —señaló—. Demasiado enfermo.

Sylvia ya lo veía.

—¿Dónde está el hospital?

—Esto es el hospital.

Entonces Sylvia cayó en la cuenta de que bajo los árboles, los arbustos o los cobertizos de paja había personas, algunas de ellas mutiladas.

—Llevamos mucho tiempo sin doctor —dijo el joven—. Ahora tenemos doctor otra vez.

—¿Qué le pasó al anterior?

—Bebía demasiado, y el padre McGuire dijo que tenía que irse. Así que estábamos esperándola, doctora.

Sylvia miró alrededor, preguntándose dónde estarían los instrumentos, las medicinas —los utensilios de su oficio—, y entró en la choza. Dentro había tres estantes, y en uno de ellos un frasco grande de aspirinas... vacío; varios botes de pildoras para la malaria... vacíos; un tubo grande de pomada... sin etiqueta y vacío. Detrás de la puerta, un estetoscopio colgaba de un clavo. Estaba estropeado. El amigo del chico enfermo se encontraba al lado de Sylvia, sonriendo.

—Todas las medicinas se han terminado —dijo.

—¿Cómo te llamas?

—Aaron.

—¿Trabajas en la granja de los Pyne?

—No, vivo aquí. Fui a acompañar a mi amigo cuando nos enteramos que venía un coche.

—¿Y cómo llegaste allí?

—Andando.

—Pero hay un buen trecho, ¿no?

—No, no es demasiado lejos.

Regresó con él junto al chico enfermo, que antes parecía desmayado y ahora temblaba violentamente. No necesitaba un estetoscopio para hacer el diagnóstico.

—¿Ha estado tomando la medicina? —preguntó—. Es malaria.

—Sí, el señor Pyne le dio la medicina, pero se ha terminado.

—Para empezar, debería beber algo.

En la choza encontró tres bidones de agua con tapón de rosca, pero su contenido olía mal. Le pidió a Aaron que le diese agua al enfermo. Sin embargo, no había ni una taza ni un vaso..., nada.

—Cuando el otro doctor se fue, me temo que alguien robó.

—Ya veo.

—Sí, me temo que eso fue lo que ocurrió.

Sylvia entendió que estaba oyendo ese «me temo» como debía de haber sonado mucho tiempo antes, cuando la expresión acababa de acuñarse. Aaron la empleaba como para disculparse. ¿Acaso en el pasado esperaban un golpe o una reprimenda cuando decían «me temo»?

Qué suerte que hubiera llevado consigo su estetoscopio nuevo y los medicamentos básicos.

—¿No hay un candado para esta puerta?

—Me temo que no sé. —Aaron se puso a buscar, como si fuera a encontrar el candado debajo de la tierra—. Sí, aquí está —exclamó al hallarlo entre las cañas del techo.

—¿Y la llave?

Hurgó de nuevo, pero era demasiado pedir.

Ella no estaba dispuesta a dejar su pequeño equipo en una choza sin candado. Titubeó, pensando que no entendía nada de lo que ocurría y que necesitaba una llave además de una choza.

—Y mire, doctora, me temo que aquí las cosas no están bien... Mire. —Aaron empujó unos ladrillos de la pared del fondo hasta que cayeron. Alguien había aflojado cuidadosamente unos cuantos, de manera que era posible abrir un boquete lo bastante grande para entrar en él.

Sylvia hizo una rápida ronda entre sus pacientes, tendidos aquí y allí, aunque a veces costaba distinguirlos de los amigos o parientes que les hacían compañía. Un hombro dislocado: lo puso en su sitio de inmediato y le recomendó al joven lesionado que descansara y no usase el brazo durante unos días, pero él se alejó tambaleándose por entre los árboles. Algunas heridas... infectadas. Otro caso de malaria, o eso creyó ella. Una pierna tan hinchada que semejaba una almohada, cuya piel parecía a punto de reventar: se dirigió a su habitación, regresó con una lanceta, jabón, vendas y una palangana que le facilitó Rebecca, se acuclilló y practicó una incisión en la pierna, de la que brotó un chorro de pus que fue rápidamente absorbido por el polvo, creando una fuente de infección. La paciente emitía gemidos de gratitud; era una mujer joven junto a la cual había dos niños sentados a su lado; uno de ellos chupándole una teta, aunque aparentaba al menos cuatro años, y el otro colgando de su cuello. Sylvia le vendó la pierna procurando dejar parte del polvo fuera, aunque sin duda se trataba de una idea absurda, y examinó a una mujer embarazada que estaba a punto de parir. El niño estaba mal colocado.

Sylvia recogió sus instrumentos y la palangana y dijo que debía ir a hablar con el padre McGuire. Le preguntó a Aaron qué pensaban comer él y el enfermo de malaria. Él respondió que quizá Rebecca tuviera la bondad de darles un plato de sadza, una especie de gachas de harina de maíz.

Encontró al padre McGuire sentado a la mesa de la salita, comiendo. Era un hombre corpulento, con una abundante cabellera blanca, ojos oscuros de expresión comprensiva y aire jovial, vestido con una sotana andrajosa.

Él insistió en que se sentara a probar un filete de arenque de lata... que había llevado ella misma. Sylvia lo complació, y luego, con la misma insistencia, el padre McGuire la invitó a comer una naranja.

Rebecca, que estaba mirándolos, comentó que en el hospital decían que Sylvia no podía ser doctora, porque era demasiado pequeña y delgada.

—¿Debería enseñarles mi diploma? —preguntó Sylvia.

—Ya les enseñaré yo lo que pesa mi mano —soltó el padre McGuire—. Vaya impertinencia.

—Necesitaría una choza que se cierre con llave —dijo Sylvia—. No puedo llevar y traer mis cosas varias veces al día.

—Le pediré al albañil que arregle el agujero de la pared.

—¿Y un candado?

—Eso no es tan fácil. Habrá que buscarlo. Le diré a Aaron que vaya a casa de los Pyne y les pregunte si tienen alguno. —Encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Sylvia. Pese a que ella había fumado pocas veces en su vida, lo aceptó con gratitud—. Sí —añadió—. Ha sido un día muy largo para ti. Siempre pasa lo mismo cuando uno viaja desde Inglaterra. Nuestras jornadas, al menos las mías, empiezan a las cinco y media de la mañana y terminan a las nueve de la noche. A esa hora todo lo que desearás será meterte en la cama, aunque si estás acostumbrada a los horarios de Londres quizás ahora no me creas.

—La verdad es que ya estoy deseándolo —admitió Sylvia.

—Entonces échate una pequeña siesta, que es lo que haré yo.

—Pero ¿qué pasa con toda esa gente que está esperándome? ¿Podrían proporcionarme una taza para que les dé agua?

—Sí. Por lo menos tenemos tazas.

Sylvia durmió media hora; Rebecca la despertó ofreciéndole una taza de té. Cuando Sylvia le preguntó si había dormido, obtuvo una sonrisa por respuesta. ¿Aaron y su amigo habían comido algo? La doctora no debía preocuparse por ellos, contestó Rebecca, sin dejar de sonreír.

Sylvia regresó al conjunto de chozas, cobertizos y árboles frondosos donde los enfermos aguardaban. Habían llegado varios más, pues se habían enterado de la llegada de un nuevo médico. Entre ellos se contaban unos cuantos mutilados a los que les faltaba una pierna o un brazo y cuyas heridas no habían sido suturadas o curadas debidamente. Eran las víctimas de la guerra, que a fin de cuentas había acabado recientemente. Supuso que se encontraban en el «hospital» porque al menos allí su situación quedaba validada, definida. Como heridos de guerra, los asistía el derecho a exigir medicamentos —analgésicos, aspirinas, pomadas, lo que fuese—; algunos eran casi niños, héroes de guerra, y se les debía algo. No obstante, Sylvia disponía de tan pocas medicinas que las escatimaba al máximo. Por consiguiente recibieron tazas de agua y preguntas compasivas:

—¿Cómo perdiste la pierna?

—La bomba estalló cuando me senté.

—Lo siento. Qué mala suerte.

—Sí, demasiada mala suerte.

—Y ¿qué te pasó en el pie?

—Una piedra cayó rodando por la colina hasta la mina, y yo estaba allí.

—Lo lamento. Debió de dolerte mucho.

—Sí, grité y mis compañeros me hicieron callar, porque el enemigo no andaba lejos.

A última hora de la tarde, cuando el sol estaba bajo y amarillo, apareció un hombre desgarbado, muy alto y delgado y con expresión enfurruñada.

Según dijo, se llamaba Joshua y su trabajo consistiría en ayudarla.

—¿Es enfermero? —preguntó ella—. ¿Ha estudiado?

—No, no he estudiado; pero siempre he trabajado aquí.

—Entonces ¿por qué no vino antes? —inquirió Sylvia, que no pretendía reñirlo sino informarse.

Sin embargo, él replicó con insolencia, una insolencia formal, como cuando uno masculla «maldita sea»:

—¿Por qué iba a venir si no había ningún doctor?

Estaba bajo los efectos de alguna sustancia. No, no era alcohol... ¿Qué, entonces? Sí, olía a marihuana.

—¿Qué ha estado fumando?


dagga
.

—¿Crece por aquí?

—Sí, crece por todas partes.

—Si va a trabajar conmigo, más vale que deje de fumar
dagga
.

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