Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—¿Está tomando las píldoras? —gritó Sylvia, ya que la malaria, o los medicamentos para combatirla, producen sordera.
El padre McGuire contestó que las tomaba, pero que pensaba que era inútil, pues los temblores lo atacaban tres o cuatro veces al año.
Al final del último acceso quedó nuevamente empapado, por lo que volvieron a cambiar la ropa de cama. Rebecca dejó traslucir el cansancio mientras se llevaba las sábanas. Sylvia quiso saber si había alguna mujer en la aldea a quien pedirle que echase una mano. Rebecca respondió que todas estaban ocupadas.
—¿Y qué me dice de sus hermanitas? —le preguntó al enfermo.
—No creo que aceptase su ayuda. —Por una cuestión de celos, Rebecca no quería compartir sus obligaciones.
Sylvia había renunciado a tratar de entender aquellas complicadas rivalidades, de manera que sugirió que lo hiciera Aaron. Bromeando, el padre McGuire dijo que no osaría pedirle que realizara semejante trabajo, ya que se había convertido en un intelectual: había empezado a estudiar con él con vistas a ordenarse sacerdote.
¿Sería Aaron demasiado bueno para salir a buscar larvas de mosquitos en los árboles y los arbustos?
—Creo que descubrirás que se considera demasiado bueno para eso.
—¿Y las monjas? —Sylvia se abstuvo de decir que por lo visto no hacían gran cosa, pero el padre McGuire repuso que serían incapaces de reconocer una larva.
—A nuestras hermanitas no les gusta mucho el monte.
Los mosquitos ponen los huevos en cualquier superficie de agua que encuentren. Las negras larvas, tan vigorosas en esta etapa de su vida como cuando empiezan a buscar víctimas a las que devorar, pueden encontrarse entre los pliegues de una hoja seca de papaya o en una oxidada lata de galletas escondida bajo un arbusto. El día anterior Sylvia había visto algunas en un diminuto hoyo abierto por un reguero de agua, bajo las arqueadas raíces de una planta de maíz. No las mató porque el sol empezaba a desecar el charco, condenándolas a morir. Sin embargo, dos horas después cayó un chaparrón, y si la corriente no las había arrastrado hasta la tierra en ese momento estarían completando, triunfales, su ciclo.
El padre McGuire parecía semiconsciente. Sylvia pensó que estaba peor de lo que ella había creído, aunque se repondría rápidamente. Dada su tez rojiza, resultaba difícil detectar su palidez, o incluso una ictericia. Padecía anemia, uno de los efectos de la malaria. Necesitaba tomar hierro. Necesitaba unas vacaciones. Necesitaba...
En la oscuridad del exterior, unas figuras blancas ondeaban al viento que anunciaba la inminente lluvia: era la ropa que había tendido Rebecca unas horas antes. Sylvia, sentada junto al enfermo en espera del siguiente ataque, miró distraídamente alrededor.
Paredes de ladrillo, iguales que las suyas; el mismo techo de caña; el suelo, también de ladrillo. En un rincón había una imagen de la Virgen. En las paredes, otra vez la Virgen en representaciones convencionales, vagamente inspiradas en el Renacimiento italiano: en azul y blanco, la mirada baja... ¿No estaban fuera de lugar en el monte? Pero había algo más; sobre un banco de madera oscura, tallada en la misma madera oscura, una María nativa, una mujer joven y fuerte, amamantaba a su hijo. Eso estaba mejor. Colgado de un clavo cerca de la cama, al alcance del cura, había un rosario de ébano.
Durante los sesenta, el furor ideológico que sacudía al mundo adoptó una forma propia en la Iglesia católica, generando una efervescente inquietud que había amenazado con destronar a la Virgen María.La Santa Madre estaba out, al igual que los rosarios. Sylvia no había recibido una educación católica, de niña no había mojado sus dedos en las pilas de agua bendita ni había jugueteado con las cuentas de hermosos rosarios, no se había santiguado ni había intercambiado estampas sagradas con sus amigas. («Te doy tres de san Jerónimo por una de la Madre de Dios.») Jamás le había rezado a la Virgen; sólo a Cristo. Por lo tanto, cuando se convirtió al catolicismo no echó de menos lo que nunca había vivido, y sólo cuando conoció a curas, monjas y feligreses mayores, descubrió que se había producido una revolución que había dejado a muchos llenos de añoranza, sobre todo por la Virgen (que sería rehabilitada décadas después). Entretanto, en los lugares del mundo que se hallaban lejos de los ojos que permanecían alertas a cualquier herejía o reincidencia, los curas y las monjas conservaron sus rosarios, el agua bendita, las imágenes y los cuadros de Nuestra Señora, esperando que nadie reparase en ello.
A alguien como Rebecca, que tenía una estampa de la Virgen María clavada en el poste central de su choza, esta discusión ideológica se le habría antojado inconcebiblemente estúpida; pero no había oído hablar de ella.
En la pared del cuarto de Sylvia había una enorme reproducción de
La Virgen de las rocas
de Leonardo y otras vírgenes más pequeñas. Alguien que hubiese contemplado esa pared, habría llegado seguramente a la conclusión de que el catolicismo era una religión que adoraba a las mujeres. En comparación, el crucifijo parecía insignificante. A veces Rebecca se sentaba a los pies de la cama de Sylvia y admiraba la reproducción de Leonardo con las manos juntas y lágrimas en los ojos, suspirando. «¡Son tan hermosas!» Podía decirse que la Virgen se había colado por los intersticios del dogma gracias al arte. Aunque Sylvia no sentía un especial interés por la Santa Madre, se sabía incapaz de vivir sin las reproducciones de los cuadros que amaba. Las lepismas estaban atacando los bordes de los carteles. Debía pedirle a alguien que le trajese láminas nuevas.
Se durmió en la silla, mirando la insulsa estatuilla del padre MeGuire y preguntándose quién escogería algo así teniendo la oportunidad de conseguir una escultura de verdad, una imagen auténtica. Jamás se habría atrevido a preguntárselo a él, que había crecido en una pequeña casa de Donegal llena de críos y había llegado a Zimlia directamente desde el seminario. ¿No le gustaría el Leonardo? Había permanecido un buen rato a la puerta de la habitación de Sylvia, porque Rebecca le había avisado:
—Padre, padre, mire lo que nos ha traído la doctora Sylvia.
Sus manos cruzadas sobre el vientre y enlazadas por el rosario, subían y bajaban mientras estudiaba la lámina.
—Ésas son las caras de los ángeles —declaró por fin—, y el pintor debió de vislumbrarlas en una visión. Ninguna mujer humana ofrecería ese aspecto.
A la mañana siguiente, mientras la colada de Rebecca volvía a secarse después de la tormenta, Sylvia le pidió a Aaron que registrase el monte en busca de larvas, pero él le respondió que tenía que leer unos libros para el padre McGuire.
Sylvia se encaminó hacia la aldea, topó con unos chicos —que deberían haber estado en la escuela— y les prometió dinero a cambio de que fuesen en busca de larvas.
—¿Cuánto?
—Os daré una cantidad considerable para que la repartáis entre todos.
—¿Cuánto?
Acabaron pidiéndole bicicletas, libros de texto para la escuela y camisetas nuevas. Estaban convencidos de que todos los blancos eran ricos y podían comprar cuanto quisieran. Sylvia rió, ellos la imitaron, y finalmente acordaron que les daría lo que llevaba en la mano, un puñado de dólares de Zimlia que alcanzaban para comprar dulces en la tienda. Se internaron en el monte riendo y tonteando: la búsqueda sería poco concienzuda. A continuación se dirigió al hospital, donde encontró a Joshua cosiendo una herida larga y profunda.
—Usted no estaba aquí, doctora.
—Sólo me he retrasado cinco minutos.
—¿Y cómo iba yo a saberlo?
Ése era un punto en el que no se ponían de acuerdo. Joshua había comenzado a suturar heridas, y lo hacía bien. Sin embargo, se atrevía también con casos que requerían una destreza de la que carecía, y Sylvia había intentado disuadirle. Los dos observaron la cara del joven paciente, que no apartaba la vista de la aguja que se hundía en la temblorosa carne de su brazo, mordiéndose los labios con valor. Joshua estaba terminando la sutura con torpeza, de modo que Sylvia le quitó la aguja y continuó. Luego fue al cobertizo provisto de cerradura donde guardaba los medicamentos. Joshua la siguió, dejando tras de sí una estela de olor a
dagga
.
—Camarada Sylvia, quiero ser doctor. Es lo que he deseado durante toda mi vida.
—Nadie aceptará a un estudiante que consuma
dagga
.
—Si estuviera estudiando, no fumaría
dagga
.
—¿Y quién va a pagarte los estudios?
—Usted. Sí, tendría que pagarlos usted.
Como todo el mundo, Joshua sabía que Sylvia había corrido con los gastos de los nuevos edificios, así como con las medicinas y su sueldo. Creían que la respaldaba una organización de ayuda internacional, y por más que le explicaba a Joshua que no, que lo hacía con su propio dinero, él se negaba a creerla.
Sobre una vieja bandeja de cocina, cedida por Rebecca, Sylvia dispuso tazas con medicamentos y pequeños montículos de píldoras, casi todas vitaminas. Se acercó con la bandeja al árbol bajo el que sus pacientes aguardaban tendidos o sentados, y empezó a repartir tazas y pastillas.
—Quiero ser doctor —insistió Joshua con brusquedad.
—¿Sabes lo que cuesta estudiar Medicina? —le dijo ella por encima del hombro—. Ahora explícale a este chico cómo tragarse esto; no sabe nada bien.
Joshua habló y el niño protestó, pero tomó el brebaje. Tenía unos doce años y estaba desnutrido e infectado por varias clases de parásitos.
—Bueno, dígame cuánto cuesta.
—En total, incluyéndolo todo, unas cien mil libras.
—Muy bien; usted me las dará.
—Yo no tengo tanto dinero.
—Entonces, ¿quién le pagó los estudios? ¿El Gobierno? ¿Algún organismo de cooperación internacional?
—No, mi abuela.
—Debe convencer a nuestro Gobierno de que me deje estudiar Medicina y de que seré un buen doctor.
—¿Qué te hace pensar que tu Gobierno negro escuchará a esta diabólica mujer blanca, Joshua?
—El presidente Matthew ha dicho que todos tenemos derecho a la educación, y ésa es la educación que yo quiero. Nos lo prometió cuando los camaradas todavía estaban luchando en la selva; sí, el camarada presidente nos prometió a todos una educación secundaria y una formación, de modo que vaya a ver al presidente y dígale que cumpla con su promesa.
—Veo que tienes mucha fe en las promesas de los políticos. —Sylvia se arrodilló para ayudar a ponerse en pie a una mujer que acababa de dar a luz a un hijo muerto. Al sujetarla, notó que la negra piel estaba áspera y fría al tacto, en lugar de caliente y suave.
—Políticos —repitió Joshua—. ¿Los llama políticos?
Sylvia advirtió que en la mente de Joshua el camarada presidente y su Gobierno negro ocupaban un lugar distinto del de los «políticos», que eran blancos.
—Si elaborase una lista de las promesas que hizo tu camarada Mungozi mientras sus compañeros luchaban en el monte, nos desternillaríamos de risa—replicó Sylvia. Hizo que la mujer apoyase la cabeza en el suelo, sobre una tela plegada que la protegía del barro que se había formado con la lluvia, y preguntó—: ¿Esta mujer tiene algún familiar que pueda darle de comer?
—No. Vive sola. Su marido ha muerto.
—¿De qué?
El sida todavía no se había incorporado del todo a la conciencia colectiva, aunque Sylvia sospechaba que muchas de las muertes que presenciaba no eran lo que parecían.
—Le salieron llagas, estaba demasiado flaco y de repente murió.
—Alguien debería alimentar a esta mujer.
—Tal vez Rebecca pueda darle un poco de la sopa que está preparando para el padre.
Sylvia guardó silencio. Ése era el peor de sus problemas. De acuerdo con su experiencia, los hospitales se encargaban de alimentar a los pacientes, y sin embargo allí el que no tenía familiares no comía. Y si Rebecca aparecía con sopa u otro de los platos que preparaba para el padre McGuire, suscitaría resentimientos. Eso si Rebecca accedía a llevar algo: ella y Joshua no paraban de discutir sobre cuáles eran sus respectivas funciones. «Esta mujer morirá —se dijo Sylvia—. En un hospital decente, seguramente se curaría.» Si la metían en un coche y la trasladaban al hospital más cercano, situado a treinta kilómetros, moriría antes de llegar. Aún le quedaba un poco de Complan, un complejo vitamínico en polvo que ella no calificaba de alimento sino de medicina. Le indicó a Joshua que preparase un poco para la mujer, pensando que desperdiciaba unos recursos inestimables en una moribunda.
—¿Para qué? —preguntó Joshua—. No le queda mucho tiempo de vida.
Sin abrir la boca, Sylvia fue al cobertizo, que estúpidamente había olvidado cerrar con llave, y encontró a una vieja intentando alcanzar un medicamento del estante más alto.
—¿Qué quiere?
—Quiero
muti
, doctora. Necesito
muti
.
Sylvia oía esa frase con mayor frecuencia que cualquier otra: «Quiero medicina. Quiero
muti
.»
—Entonces vaya adonde están los demás, esperando a que los examine.
—Gracias, gracias, doctora —dijo la vieja entre risas. Salió corriendo de la choza y se internó en el monte.
—Es una
skellum
—señaló Joshua—. Quiere vender las medicinas en la aldea.
—Olvidé cerrar el dispensario. —Lo llamaba así, burlándose de sí misma en su fuero interno.
—¿Por qué llora? ¿Le da lástima que yo no pueda ser doctor?
—Eso también —respondió Sylvia.
—Yo sé lo que usted sabe. La miro y aprendo. No necesitaría estudiar mucho.
Sylvia mezcló el Complan con agua y se lo llevó a la mujer, a quien ya no le hacía falta: estaba casi muerta, y su respiración se apagaba entre débiles estertores.
Joshua se dirigió a un niño sentado junto a su madre enferma.
—Vuelve a la aldea y dile a Listo que cave una fosa para esta mujer. La doctora le pagará.
Cuando el niño echó a correr, Joshua le comentó a Sylvia:
—Quiero que le enseñe a mi hijo Listo; él es capaz de aprender.
—¿Listo? ¿Se llama así?
—Cuando nació, su madre dijo que quería llamarlo Listo para que fuese listo. Y lo es, así que no se equivocó.
—¿Cuántos años tiene?
—Seis.
—Debería ir a la escuela.
—¿De qué sirve ir a la escuela si no hay director ni libros para aprender?
—Pronto vendrá un director nuevo.
—Pero no hay libros. —Era verdad. Al advertir que Sylvia titubeaba, Joshua volvió al ataque—. Puede venir aquí para que usted le enseñe lo que sabe y yo le enseñe lo que sé. Así los dos seremos doctores.