Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—No lo entiendes, Joshua. Aquí yo no aprovecho más que una pequeña parte de mis conocimientos. ¿No lo ves? Esto no es un hospital de verdad. En un hospital de verdad hay... —Frustrada, Sylvia desvió la vista y sacudió la cabeza ante la magnitud de lo que pretendía explicar, como solía hacer Joshua: se trataba de un gesto típicamente africano. Luego se agachó, recogió una ramita y empezó a dibujar un edificio de muchas plantas en la tierra mojada. «¿Qué diría Julia si me viese ahora?», se preguntó. Estaba en cuclillas, con las piernas separadas, enfrente de Joshua, que había adoptado una posición parecida, aunque él se sentaba suavemente y con soltura sobre los muslos, mientras que ella luchaba por mantener el equilibrio con una mano apoyada detrás. Cuando hubo terminado el dibujo, añadió—: Un hospital es algo así. Tiene máquinas para hacer radiografías, ¿sabes lo que son las radiografías? Tiene... —Mientras contemplaba los techos de paja, las esteras, el cobertizo que hacía las veces de dispensario, la choza donde parían las mujeres, pensó en el hospital donde se había formado. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.
—Llora porque éste es un hospital malo, pero soy yo, Joshua, el que debería llorar.
—Sí, tienes razón.
—Y debe permitir a Listo que venga aquí.
—Pero debería ir a la escuela. Si no aprueba los exámenes no conseguirá ser médico, ni siquiera enfermero.
—No puedo pagar para que vaya a la escuela.
Syivia se había hecho cargo de los gastos escolares de cuatro de los hijos de Joshua y de tres de los de Rebecca. El padre McGuire costeaba los estudios a otros dos hijos de Rebecca, pero su sueldo de sacerdote no le alcanzaba para mucho.
—¿No estoy pagando yo?
—No, por él todavía no.
En teoría, las escuelas eran gratuitas. Y al principio lo habían sido. Ante la promesa de que sus hijos recibirían una educación, padres de todo el país habían ayudado a construir escuelas, regalando horas de trabajo y trabajando con auténtica devoción para levantar colegios donde no los había. No obstante, ahora había que pagar una cuota, y cada trimestre, era más alta.
—Espero que no tengas más hijos, Joshua. Es una estupidez.
—Los blancos no quieren que tengamos más hijos porque así seremos más débiles y ustedes podrán hacer lo que quieran con nosotros.
—Eso es ridículo. ¿Por qué crees esas tonterías?
—Yo creo lo que ven mis ojos.
—Sí, y también crees que hay una conspiración de los blancos para mataros mediante el sida. —Él lo llamaba «flaco». «Tiene flaco», decía la gente refiriéndose a la enfermedad que hacía adelgazar. Joshua había asimilado todo lo que ella sabía sobre el sida y seguramente estaba mejor informado que los miembros del Gobierno, que todavía negaban su existencia. Sin embargo, estaba convencido de que el virus procedía de algún laboratorio de Estados Unidos y los blancos lo habían introducido deliberadamente para perjudicar a los africanos.
El hotel Selous de Senga había sido interracial, lo cual lo condenó al oprobio mucho antes de la liberación, y se había convertido en un sitio confortable y anticuado donde solían celebrar nostálgicas reuniones aquellos blancos que habían estado en la cárcel durante el régimen anterior —dominado por los blancos— o habían sido desterrados, proscritos o sencillamente acosados y atormentados. Si bien seguía siendo uno de los mejores hoteles, otros nuevos, más acordes con el gusto internacional, comenzaban a alzarse hacia el cielo «como flechas que señalan el futuro»: una frase del presidente Matthew, citada a menudo en los folletos publicitarios.
Esa noche una mesa de veinte personas destacaba en el salón, donde los comensales menos importantes cambiaban comentarios como «Mira, ahí están los de Dinero Mundial», o «Y allí la gente de Cooperación Internacional». En uno de los extremos de la mesa se hallaba situado Cyrus B. Johnson, director de la sección de Dinero Mundial que se ocupaba de esa especie de Oliver Twist que era África, un impecable caballero de cabello plateado, acostumbrado a ejercer la autoridad. Junto a él estaba Andrew Lennox, de Dinero Mundial, y al otro lado Geoffrey Bone, de Cooperación Internacional. Hacía años que Geoffrey era un experto en temas africanos. Gracias a sus gestiones, centenares de sofisticados tractores de última generación, donados a una ex colonia del norte, se pudrían y oxidaban en las lindes de otros tantos campos: habían faltado piezas, instrucciones y combustible, además del consentimiento de los granjeros locales, que habrían preferido unas máquinas menos ostentosas. Por otra parte, había mandado plantar café en zonas de Zimlia donde los cultivos se habían echado a perder de inmediato. En Kenia, millones de libras desembolsadas por él habían ido a parar a los bolsillos de los corruptos, y en ese momento estaba desembolsando más millones en Zimlia, que correrían la misma suerte. Esos errores no habían representado un obstáculo en su carrera, como quizás hubiese sucedido en tiempos menos complejos. Era subdirector de CI, y estaba en contacto permanente con DM. Lo acompañaba su admirador incondicional, Daniel, cuya melena roja aún parecía un semáforo: el importante cargo de secretario de Geoffrey representaba un premio a tantas décadas de devoción. James Patton, ahora diputado laborista por Shortlands, supuestamente estaba allí en viaje de investigación, pero la verdad era que se había encontrado con el camarada Mo en casa de Johnny y éste le había dicho: «¿Por qué no nos haces una visita?» Esto no significaba que el camarada Mo fuera ciudadano de Zimlia, al menos en mayor medida que de cualquier otro país de África. Aun así, conocía al camarada Matthew —por supuesto, como a todos los presidentes nuevos, al parecer— y cuando estaba en casa de Johnny invitaba a la gente a una especie de África genérica, un lugar benévolo y pujante que recogía a todo el mundo con los brazos abiertos. A él y a sus contactos debía Geoffrey su eminencia; y Dinero Mundial le había ofrecido un puesto a Andrew Lennox cuando trabajaba en una organización rival porque el camarada Mo le había comentado a un individuo influyente que se trataba de un abogado listo y prometedor. Otras personas de esa mesa, entre ellas el camarada Mo, habían frecuentado la casa de Johnny: la ayuda internacional era la heredera legítima de los camaradas. En el extremo opuesto adonde se encontraba Cyrus B. —como lo llamaba afectuosamente medio mundo— estaba el camarada Franklin Tichafa, ministro de Sanidad, un robusto hombre público de vientre voluminoso y doble o triple papada, siempre afable, siempre con una sonrisa en los labios, aunque últimamente sus ojos tendían a eludir las preguntas. Aunque él y Cyrus B. iban mejor vestidos que el resto, no parecían más satisfechos de sí mismos. Esos individuos y varios representantes de otras organizaciones benéficas, esparcidos ese día por distintos hoteles, habían pasado varios días recorriendo Zimlia, parando en ciudades con hoteles aceptables entre visita y visita a lugares pintorescos y famosos parques naturales. Durante los almuerzos, las cenas y los viajes en autocar —que es donde realmente se toman las decisiones que afectan a las naciones— habían convenido en que Zimlia necesitaba un rápido desarrollo de la industria secundaria, ya establecida aunque en estado embrionario; por desgracia tenían problemas con el presiente Matthew, que estaba estancado en la etapa marxista y obstaculizaba todos los planes para convertir Zimlia en un país moderno, y muchas personas intrigaban para acceder a puestos desde donde cosechar los frutos de la pujante marea.
Al día siguiente se rendiría un homenaje a los héroes de la liberación, y el camarada Franklin quería que todos asistieran al acto:
—El camarada presidente se alegrará de verlos —dijo—. Me ocuparé de conseguirles asientos preferentes a todos.
—Yo tengo una reserva para viajar a Mozambique mañana por la mañana —repuso Cyrus B.
—¡Cancélela! Le conseguiré un buen sitio en el avión de pasado mañana.
—Lo lamento, pero tengo una cita con el presidente.
—Tú no te negarás —le dijo Franklin a Andrew en tono autoritario y áspero a causa de un incidente que no recordaba del todo.
—No me queda otro remedio. Pensaba visitar a Sylvia. ¿Te acuerdas de Sylvia?
Franklin miró hacia otro lado y guardó silencio por unos instantes.
—Creo que sí —contestó al cabo—. Era una especie de pariente vuestra, ¿no?
—Sí. Está trabajando como médico en Kwadere. Espero haberlo pronunciado bien.
Franklin sonrió.
—¿En Kwadere? No sabía que ya tuviésemos un hospital allí. No es una región desarrollada.
—Pues tengo que ir a verla, de manera que no podré asistir a vuestra maravillosa celebración.
Una sombra había apagado la chispa de Franklin, que se quedó callado y con el entrecejo fruncido.
Se recobró enseguida y dijo:
—Pero estoy seguro de que nuestro buen amigo Geoffrey asistirá.
Geoffrey se había convertido en un hombre atlético y apuesto que seguía atrayendo tantas miradas como en su adolescencia, y los millones que manejaba a su antojo le habían conferido un brillo casi visible, el brillo de la autosuficiencia.
—Estaré allí, ministro, no me lo perdería por nada del mundo.
—Un viejo amigo como tú no debería llamarme ministro —protestó Franklin, eximiéndolo de la obligación con una sonrisa.
—Gracias —dijo Geoffrey con una pequeña reverencia—. ¿Qué tal ministro Franklin?
Franklin soltó una carcajada de satisfacción.
—Y antes de irte, Geoffrey, quiero que visites mis oficinas.
—Esperaba que me invitaras a conocer a tu esposa y a tus hijos. O mucho me equivoco o tienes seis hijos, ¿verdad?
—Sí, y pronto serán siete. Hijos y problemas económicos —contestó Franklin, mirando fijamente a Geoffrey. A pesar de todo no lo invitó a su casa.
Se oyeron risas comprensivas. Pidieron más vino, pero Cyrus B., alegando que era un viejo que necesitaba dormir, se despidió hasta el congreso del mes siguiente en las Bermudas.
—Tengo entendido que a nuestra amiga Rose Trimble le va muy bien —comentó Franklin—. Nuestro presidente la aprecia mucho.
—Ya lo creo que le va bien —reconoció Andrew con una sonrisa radiante que Franklin interpretó mal.
—¡Erais todos tan buenos amigos! —exclamó—. Me alegra saberlo. Cuando la veas, transmítele mis saludos más cordiales.
—Lo haré cuando la vea —aseguró Andrew aún más afablemente.
—De manera que pronto recibiremos una generosa ayuda —observó Franklin, ligeramente borracho—. Una ayuda muy generosa para nuestro pobre y explotado país.
En este punto el camarada Mo, que aún no había intervenido, observó:
—En mi opinión, no deberíamos necesitar ayuda. África debería salir adelante por sí sola.
Fue como si hubiera dejado caer una bomba en la mesa. Parpadeó, mostrando los dientes con una sonrisa avergonzada y soportando las miradas atónitas. Él y todos sus coetáneos habían pasado por alto o aplaudido las noticias que llegaban de la Unión Soviética; con muchos menos camaradas había celebrado cada nueva matanza cometida en China y con menos aún había arruinado la agricultura de su país, obligando a los infortunados agricultores a crear granjas colectivas —los matones del Gobierno habían agredido y acosado a cualquiera que se resistiese—; la mayor parte de las causas que había alentado o promovido habían terminado en escándalos, pero allí, en ese momento, en esta mesa, en compañía de esas personas, estaba diciendo algo sensato, la verdad, y por expresarla merecía sin duda que le perdonasen todos sus errores.
—No nos hará ningún bien a largo plazo —explicó—. ¿Sabíais que en el momento de la liberación Zimlia se encontraba en el mismo nivel que Francia en la época inmediatamente anterior a la Revolución?
Se oyeron risas, esta vez de alivio. Para empezar, había mencionado a Francia, a la Revolución; estaban nuevamente en territorio seguro.
—No, la Revolución se debió a las malas cosechas, al mal tiempo... Francia era en esencia una nación próspera. Y este país también, al menos hasta que se adoptaron ciertas políticas desafortunadas.
Se produjo un silencio rayano en el pánico.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Daniel, acalorado y molesto, con el rostro encendido bajo la melena roja—. ¿Insinúas que este país estaba mejor bajo el dominio de los blancos?
—No—replicó Mo—. No he dicho eso. ¿Cuándo he dicho eso? —Arrastraba las palabras, y todos comprendieron aliviados que estaba bebido—. Lo que digo es que éste es el país más desarrollado de África después de Sudáfrica.
—¿Y adonde quieres ir a parar? —preguntó el ministro Franklin con amabilidad, disimulando su irritación.
—Quiero decir que deberíais construir unos cimientos sólidos que permitan que el país se sostenga sobre sus propios pies. De lo contrario, Dinero Mundial, Cooperación Internacional y esta organización o aquélla, con la excepción de los presentes —masculló con torpeza, levantando la copa en un saludo que los incluía a todos—, acabarán por deciros lo que tenéis que hacer. Al fin y al cabo este país no se ha declarado zona catastrófica, como otros que ya sabemos. Contáis con una economía sólida y una buena infraestructura.
—Si no te conociera tan bien —señaló el camarada ministro mientras miraba con nerviosismo alrededor, preocupado por que alguien hubiese oído aquellas palabras sediciosas—, diría que estás a sueldo de Sudáfrica; que eres un agente de nuestro poderoso vecino.
—De acuerdo —dijo el camarada Mo—, pero no llames a la policía ideológica todavía. —Pocos días antes habían detenido a varios periodistas por expresar opiniones incorrectas—. Estoy entre amigos. Me limito a decir lo que pienso. Eso es todo.
Se produjo otro silencio. Geoffrey consultó su reloj de pulsera. Obedientemente, Daniel lo miró a él. Varias personas empezaron a levantarse eludiendo los ojos del camarada Mo, que se quedó sentado, en parte por tozudez y en parte porque sabía que le costaría lo suyo mantenerse en pie.
—Tal vez deberíamos tratar este tema más detenidamente, ¿no? —le sugirió a Franklin. Hablaba con calma y confianza: al fin y al cabo hacía años que se conocían y siempre discutían los problemas de África de manera acalorada pero amigable, ¿o no?
—No —repuso Franklin—. No, camarada, yo no tengo nada que añadir al respecto. —Se puso en pie. Un par de negros que habían permanecido sentados en silencio a una mesa cercana también se levantaron, revelándose como sus ayudantes o guardaespaldas.
Franklin saludó con el puño en alto, a la altura del hombro, a Geoffrey, Daniel y otros representantes de la solidaridad internacional y se marchó flanqueado por sus gorilas.