El sueño más dulce (46 page)

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Authors: Doris Lessing

Lavaban las vendas y los apositos, aunque se quejaban de que estaban asquerosamente sucios, pero sólo se volcaban de verdad con la capilla, bonita y agradable como las iglesias que las habían inducido a tomar los hábitos. Cuando eran niñas, no había edificios más limpios ni hermosos en kilómetros a la redonda, y ahora la iglesia de San Lucas, al igual que aquéllos, estaba siempre inmaculada, porque la limpiaban varias veces al día, sacaban brillo a las imágenes de Cristo y la Virgen María, y cuando entraba polvo corrían a cerrar las puertas y las ventanas y lo recogían antes de que llegara a asentarse. Las monjas estaban allí para servir a la iglesia y al padre McGuire, y cada vez que éste se acercaba, según Joshua, que las imitaba, cloqueaban como gallinas.

Enfermaban a menudo, porque de ese modo tenían una excusa para volver a Senga, a casa de mamá.

Joshua se pasaba el día sentado debajo de la gran acacia, mientras el sol y las sombras se sucedían sobre él, observando lo que ocurría en el hospital, aunque a menudo sus ojos distorsionaban las imágenes. Fumaba
dagga
casi sin parar. Su hijo pequeño, Listo, siempre estaba con Sylvia, que a partir de cierto momento tuvo otro acompañante infantil: Zebedee. Ninguno de los dos se asemejaba remotamente a la imagen del adorable negrito de largas y rizadas pestañas que conmueve a los sensibleros. Eran muy delgados, y en sus huesudas caras ardían unos ojos hambrientos de conocimientos y —como se hizo evidente— de comida. Llegaban al hospital a las siete de la mañana, sin desayunar; Sylvia los llevaba a la casa y les daba pan con mermelada delante de Rebecca, que una vez señaló que sus niños no comían pan con mermelada sino gachas frías, y no siempre. El padre McGuire le comentó que se había convertido en la madre de dos niños y que esperaba que supiese lo que hacía. «Pero si ya tienen una madre», replicó Sylvia, y él le contestó que no, que había muerto en una de las violentas carreteras de Zimlia, y el padre, de malaria, de modo que los chicos habían quedado bajo la responsabilidad de Joshua, a quien llamaban padre.

Sylvia experimentó un profundo alivio al oír esa historia. Joshua ya había perdido dos hijos —uno de ellos hacía poco— y ella sabía que: no por «neumonía», como constaba en el certificado de defunción. Así pues, esos niños no eran «de la misma sangre» que Joshua: qué útil, qué dolorosamente pertinente se había vuelto esa vieja expresión. Ambos eran avispados, tal como había asegurado Joshua: su hermano había sido maestro y su cuñada la primera de la clase. Los pequeños, que se fijaban en cada movimiento de Sylvia y la imitaban, observaban su cara y sus ojos mientras hablaba, adivinando lo que quería que hiciesen antes de que lo dijera; cuidaban a los pollos y a las gallinas ponedoras, recogían los huevos sin romper uno solo y corrían de aquí para allá con medicinas para los pacientes. Se acuclillaban junto a ella cuando restituía en su sitio miembros dislocados o practicaba incisiones, y a Sylvia le costaba acordarse de que tenían cuatro y seis años y no el doble de edad. Absorbían la información como esponjas. Sin embargo, no iban a la escuela. Sylvia los citaba en la casa a las cuatro de la tarde, cuando terminaba la jornada en el hospital, y les impartía clases particulares. Otros niños quisieron unirse al grupo, al igual que Rebecca. Pronto se encontró dirigiendo una especie de guardería infantil. No obstante, cuando los demás niños dijeron que querían trabajar en el hospital, como Listo y Zebedee, respondió que no. ¿Por qué hacía favoritismos con ellos? No era justo. Puso la excusa de que eran huérfanos. Pero en la aldea había otros huérfanos.

—Bueno, niña —comentó el cura—, ya entiendes por qué África le rompe el corazón a la gente. ¿Conoces la historia del hombre a quien le preguntaron por qué caminaba por la playa después de una tormenta, devolviendo al agua las estrellas de mar que arrastraba la corriente, si de todos modos morirían miles de ellas? Respondió que lo hacía porque las pocas que salvase se sentirían dichosas de regresar al mar...

—¿Hasta la siguiente tormenta, padre? ¿Era eso lo que iba a decir?

—No, aunque quizá lo piense. Y me preguntaba si tú también estarías empezando a pensar de esa manera.

—¿Se refiere a que empiezo a pensar con mayor realismo, como usted dice, padre?

—Sí, exactamente. Aunque ya te he repetido muchas veces que eres más idealista de lo que te conviene.

El camión Studebaker, un trasto donado por los Pyne a la misión para reemplazar el que acababa de estropearse definitivamente, los esperaba en la carretera. Sylvia le había pedido a Rebecca que avisara en la aldea que iría al Centro de Desarrollo y que se ofrecía a llevar a seis personas en la caja. Ya habían trepado unas veinte. Con Sylvia iban Rebecca y dos de sus hijos: ésta había insistido en que esta vez les consintiese un capricho a ellos, en lugar de a los hijos de Joshua.

Sylvia advirtió a los que estaban en la caja que los neumáticos eran muy viejos y podían estallar. Nadie se movió. La misión había solicitado neumáticos, aunque fueran de segunda mano, pero ya se había perdido toda esperanza de recibirlos. Luego habló Rebecca, primero en la lengua local y luego en inglés. Nadie se movió, y una mujer le dijo a Sylvia: «Conduzca despacio y no pasará nada.»

Sylvia, Rebecca y los dos niños se sentaron en la cabina. El camión arrancó y avanzó a paso de tortuga. En el cruce de la granja les hizo señas el cocinero de los Pyne, que quería ir al Centro de Desarrollo porque no quedaba comida en la casa y su mujer... Rebecca se echó a reír, y en la caja sonaron fuertes carcajadas cuando el hombre subió y se las ingenió para hacerse sitio. Rebecca se volvió; atrás todos reían y le tomaban el pelo al cocinero: Sylvia nunca sabría por qué motivo.

El Centro de Desarrollo se hallaba a siete kilómetros de la misión. El Gobierno blanco había concebido la idea de crear una red de núcleos —cada uno con una tienda, una oficina de la administración, una comisaría, una iglesia, un taller mecánico— alrededor de los cuales se desarrollarían las poblaciones. El proyecto prosperó, de manera que ahora el Gobierno negro se atribuía el mérito. Nadie los contradijo. Pese a que el Centro de Desarrollo todavía se encontraba en estado embrionario, empezaba a expandirse: había media docena de casitas y un supermercado nuevo. Sylvia aparcó enfrente de la oficina de la administración, un edificio pequeño situado en una calle pálida y polvorienta, donde dormían varios perros. Todo el mundo se bajó del camión, pero los hijos de Rebecca tendrían que quedarse a vigilarlo para que no robaran todo, incluidos los neumáticos. Les dieron una Pepsi y un bollo y les dijeron que si veían a alguien que les resultara sospechoso, uno de ellos debía correr a avisar a su madre.

Las dos mujeres entraron juntas en la oficina, en cuya sala de espera había una docena de personas, y se sentaron muy juntas en el extremo de un banco. Sylvia era la única blanca en el lugar, pero con la piel bronceada y el pañuelo que llevaba en la cabeza para protegerse del polvo estaba casi idéntica a Rebecca, dos jóvenes delgadas y con cara de preocupación en una escena intemporal: peticionarios aguardando, arrullados por el tedio. En el interior, al otro lado de una puerta con un rótulo que rezaba «Sr. M. Mandizi» en desconchada pintura blanca sobre el fondo marrón, resonó un grito autoritario. Sylvia hizo una mueca de disgusto mirando a Rebecca, que respondió con otra mueca. Pasó un rato. De repente salió una joven negra, llorando.

—¡Qué vergüenza! —exclamó un viejo hacia el final de la cola. Chascó la lengua, sacudió la cabeza y repitió «qué vergüenza» en voz muy alta, mientras un negro corpulento e imponente, vestido con el consabido terno hizo acto de presencia intimidándolos a todos.

—Siguiente —dijo, y retrocedió al tiempo que cerraba la puerta, de manera que el siguiente peticionario tuvo que llamar y esperar a que lo autorizase a entrar.

Transcurrió un rato. El individuo que salió parecía satisfecho: al menos no lloraba. Además, batía palmas suavemente, sin mirar a nadie, de manera que el saludo o aplauso era para sí.

—Siguiente —gritó la estentórea voz del interior.

Sylvia envió a Rebecca a comprar algo de comer y de beber a los niños y a cerciorarse de que seguían allí.

Sí, dormían. Rebecca regresó con una Fanta, que compartió con Sylvia.

Transcurrieron dos horas.

Les llegó el turno, y el funcionario, que vio que la siguiente era una mujer blanca, se disponía a hacer pasar al hombre que estaba sentado a su lado cuando el viejo dijo:

—Qué vergüenza, la mujer blanca ha estado esperando como todos los demás.

—Soy yo quien decide quién entra a continuación —replicó el señor Mandizi.

—De acuerdo —dijo el viejo—, pero lo que hace no está bien. No nos gusta.

Tras titubear por un instante, Mandizi señaló a Sylvia con el dedo y regresó a su despacho.

Sylvia obsequió al viejo con una sonrisa de agradecimiento, y Rebecca le murmuró algo en la lengua local. Se oyeron risas alrededor. ¿Cuál había sido el chiste? Una vez más, Sylvia pensó que nunca se enteraría, pero mientras entraban en la oficina Rebecca se acercó a ella y murmuró:

—Le he dicho que es como un toro viejo que sabe mantener a raya a los jóvenes.

Aún sonreían cuando llegaron ante Mandizi. Éste levantó la vista de los papeles, frunció el entrecejo, advirtió que Rebecca también había entrado, y cuando estaba en un tris de espetarle algo, ella le dirigió el saludo ritual:

—Buenos días... No, veo que ya es la tarde. De modo que buenas tardes.

—Buenas tardes —respondió él.

—Espero que se encuentre bien.

—Me encuentro bien si usted se encuentra bien... —dijo él, y así sucesivamente. A pesar de todo, la fórmula era un admirable recordatorio de los buenos modales. Al fin miró a Sylvia e inquirió—: ¿Qué quiere?

—Pertenezco a la misión de San Lucas, señor Mandizi, y he venido a preguntar por qué no nos han enviado los preservativos que pedimos. Tenían que haber llegado hace un mes.

Mandizi pareció a punto de estallar, se levantó a medias y su expresión de sorpresa se transformó en un gesto de ofendido. Se dejó caer otra vez en la silla y dijo:

—¿Acaso cree que voy a hablar de preservativos con una mujer? No es lo que esperaba oír.

—Soy el médico del hospital de la misión. El año pasado el Gobierno dijo que enviarían preservativos a todos los hospitales.

Saltaba a la vista que Mandizi no había oído hablar de ese absurdo decreto, pero en ese momento ganó tiempo enjugándose el sudor de la frente con un enorme pañuelo blanco. La cara que tenía lo obligaba a esforzarse para reflejar autoridad. El ceño que había impuesto a su rostro, afable y complaciente por naturaleza, no casaba con su personalidad.

—¿Y puedo preguntar qué se propone hacer con esos condones?

—Supongo que habrá oído que hay una nueva enfermedad..., una enfermedad muy mala que se transmite a través del contacto sexual.

Ahora su semblante era el de un hombre obligado a tragar algo desagradable.

—Sí, sí —dijo—, pero sabemos que esa enfermedad es un invento de los blancos. Pretenden que usemos condones porque así no tendremos hijos y nuestro pueblo se debilitará.

—Perdone, señor Mandizi, pero está usted desinformado. Si bien es cierto que su Gobierno declaró que el sida no existía, ahora considera que tal vez exista y que los hombres deberían usar preservativo.

Fantasmas de escarnio asomaron a la cara grande negra y afable, desplazando al ceño. Rebecca comenzó a hablarle en la lengua local, y al parecer todo marchaba bien, porque Mandizi la escuchaba sin apartar los ojos de ella, una mujer a quien, de acuerdo con su cultura, no tendría que haber oído hablar de esos temas, por lo menos en público.

—¿Piensa que la enfermedad se ha propagado hasta nuestro distrito? —le preguntó a Sylvia—. ¿El flaco ha llegado aquí?

—Sí, estoy segura de ello, señor Mandizi. Hay gente muriendo de esa enfermedad. Verá, el problema es el diagnóstico. Muchos mueren de neumonía, tuberculosis, diarrea o lesiones cutáneas, pero la verdadera causa es el sida. El flaco. Y hay muchos enfermos. Muchos más que cuando yo llegué al hospital.

Rebecca habló de nuevo y Mandizi la escuchó, sin mirarla, pero asintiendo.

—¿Así que quiere que llame a la oficina principal y pida que nos manden condones?

—Sí, y también necesitamos píldoras contra la malaria. No hemos recibido suficientes medicamentos.

—La doctora Sylvia ha estado comprando medicinas con su dinero —explicó Rebecca.

Mandizi asintió y se quedó pensando. Finalmente, convertido en otro hombre, en un peticionario él también, se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Le basta con mirar a una persona para saber si tiene el flaco?

—No. Hay que realizar pruebas.

—Mi mujer no se encuentra bien. Tose continuamente.

—No tiene por qué tratarse de sida. ¿Ha adelgazado?

—Está delgada. Demasiado delgada.

—Debería llevarla al hospital grande.

—Ya lo he hecho. Le dieron
muti
, pero sigue enferma.

—A veces envío muestras a Senga... de pacientes que no están demasiado enfermos.

—¿Quiere decir que si alguien está muy enfermo no envía las muestras?

—En ocasiones vienen a verme personas en tan mal estado, que sé que van a morir, y no vale la pena derrochar en ellas el dinero que cuestan los análisis.

—En nuestra cultura —dijo Mandizi, recuperando su autoridad gracias a esa manida fórmula—, tenemos buena medicina, pero sé que los blancos la desprecian.

—Yo no la desprecio. Soy amiga del
n'ganga
local y a veces le pido que me ayude. Sin embargo, él mismo reconoce que no puede hacer nada para combatir el sida.

—¿Por eso su medicina no alivió a mi mujer? —Al oír sus propias palabras Mandizi se quedó muy rígido, como paralizado de miedo, con la mirada perdida, hasta que se levantó con brusquedad y añadió—: Debe venir conmigo ahora mismo, sí, ahora; mi mujer está en mi casa, que queda a cinco minutos de aquí.

Salió a toda prisa de la oficina empujando ante sí a las dos mujeres.

—Volveré dentro de diez minutos —dijo a los que aguardaban en silencio—. Esperen aquí.

Bajo el ardiente y polvoriento resplandor guió a Rebecca y a Sylvia hasta una de las nuevas viviendas, diez casas dispuestas en fila que semejaban cajas abandonadas en el polvo, idénticas a las construcciones recientes de Kwadere pero más pequeñas, construidas a la medida de la importancia del Centro de Desarrollo. Las buganvillas rojas, violetas y magenta les conferían un aire de distinción: allí residían todos los funcionarios locales.

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