Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Así fue como las madres sustitutas, las «madrestierra» que proliferaban en los sesenta, comenzaron a cobrar conciencia de que no estaban solas y a entender que formaban parte de un fenómeno mundial: el espíritu de los tiempos entraba en escena otra vez. Trabajaban en red antes de que esa expresión se incorporase al lenguaje. Componían una red de educadoras, de educadoras neuróticas. Como habían conjeturado «los críos», Frances intentaba superar un complejo de culpa que se remontaba a su infancia. (Ella había respondido que no le habría sorprendido en absoluto.) La hipótesis de Sylvia discurría por una «línea» diferente. (El origen de la palabra «línea» había que buscarlo en la jerga del partido.) Gracias a sus geniales amigos místicos, había descubierto que Frances trabajaba en su karma, que había resultado dañado en una vida anterior.
En una de las visitas que hacía para gritarle a su madre, Colin llegó acompañado por Franklin Tichafa, de Zimlia, una colonia británica que según Johnny estaba a punto de seguir los pasos de Kenia. También lo aseguraban los periódicos. Franklin era un chico negro regordete y risueño. Colin le advirtió a su madre que no emplease la palabra «chico» debido a sus connotaciones despectivas.
—No es un hombre, ¿verdad? —repuso Frances—. Si no puedo usar la palabra «chico» para referirme a alguien de dieciséis años, ¿a quién iba a aplicársela?
—Lo hace adrede —dijo Andrew—, para incordiar.
En parte era verdad. En el pasado Johnny solía quejarse de que Frances se mostraba políticamente obtusa a propósito, para avergonzarlo delante de sus camaradas, y lo cierto era que en alguna ocasión lo había hecho, como en ese momento.
A todo el mundo le caía bien Franklin, que se llamaba así en honor a Roosevelt y «hacía» Letras en Saint Joseph para complacer a sus padres, si bien planeaba estudiar Economía y Ciencias Políticas una vez que fuese a la universidad.
—Todos estudiáis lo mismo —observó Frances—, Ciencias Políticas y Economía. Lo increíble es que alguien quiera cursar esa carrera con lo mal que hacen las cosas los que la estudiaron, sobre todo los economistas.
Se trataba de un comentario tan adelantado a su época que los jóvenes lo dejaron correr, o quizá ni siquiera le prestaron atención.
La noche de la primera visita de Franklin, Colin no subió a ver a Frances para la habitual sesión de acusaciones: no había ido a Maystock. Franklin se había acostado en el suelo de su habitación, en un saco de dormir. Frances los oía hablar y reír justo encima de su cabeza... Su agotado corazón empezó a tranquilizarse, y pensó que lo que Colin necesitaba era un buen amigo, alguien que riera mucho: tonteaban a menudo, y como todos los jóvenes de su sexo (o chicos), se zarandeaban, se empujaban y jugaban con brusquedad.
Franklin volvió una y otra vez, y Colin se declaró harto de Maystock. Una vez había pillado al doctor David durmiendo mientras él se removía en el diván, esperando que el gran hombre le dirigiera la palabra.
—¿Cuánto le pagáis? —preguntó.
Frances se lo dijo.
—Vaya chollo de trabajo —observó Colin.
¿Estaba guardándose sus sentimientos de nuevo, o había desfogado toda su furia en aquellas noches de acusaciones contra su madre? Frances lo ignoraba, pero no había mejorado en los estudios y al parecer se proponía dejarlos.
Fue Franklin quien le advirtió que sería una tontería.
—No lo hagas. Cuando seas mayor lo lamentarás.
Ese último comentario era una cita. En cualquier grupo de jóvenes, los dichos, toques de atención y consejos que han salido de boca de los padres se repiten luego en la de los hijos en tono humorístico, burlón o serio. Aquel «cuando seas mayor lo lamentarás» lo había pronunciado la abuela de Franklin al amor de la lumbre —un tronco ardiendo en el centro de la choza— en una aldea donde las cabras se colaban en las casas en la esperanza de encontrar algo que mereciera la pena robar. Una ansiosa mujer negra, a quien Franklin le había dicho que no quería aceptar la beca para Saint Joseph —estaba muerto de miedo—, había sentenciado: «Cuando seas mayor lo lamentarás.»
—Ya soy mayor —replicó Colin.
Otra vez noviembre, oscuro y lluvioso. Como era fin de semana, todo el mundo estaba allí. Sylvia se había sentado a la izquierda de Frances, y los presentes fingían no notar que luchaba con la comida. Había abandonado el mágico círculo de amigos, que eran incapaces de decir algo sin lanzar una mirada sugestiva y adoptar un tono solemne. Al igual que Julia, había comentado: «No son buena gente.»
Jake había ido a ver a Frances, visiblemente nervioso.
—Hay un problema, Frances. Es cultural. Creo que en Estados Unidos somos menos inhibidos que aquí.
—Me temo que estoy en desventaja —repuso Frances—. Sylvia no nos ha explicado por qué...
—No había nada que explicar, créeme.
Sylvia le confesó a Andrew que lo que la había «alterado» no eran los salvajes ritos satánicos que los demás habían imaginado y sobre los que bromeaban mientras ella los reconvenía por tontos, ni las sesiones de espiritismo que habían salido mal —o bien, según se mirase, ya que habían aparecido vociferantes fantasmas con un mensaje urgente que transmitir, como el de que Sylvia debía vestir siempre de azul y llevar un amuleto con una turquesa—, sino el hecho de que Jake la hubiera besado tras asegurarle que a su edad ya no le convenía ser virgen. Ella lo había abofeteado con todas sus fuerzas y lo había tachado de viejo verde. Aunque para Andrew estaba claro que Jake intentaba iniciarla en arcanos placeres sexuales, Sylvia dijo: «Podría ser mi abuelo.»
Y era verdad, O casi.
Andrew había ido a pasar el fin de semana en Londres porque Colin le había telefoneado para comunicarle que Sylvia estaba sufriendo una recaída. No cabía duda de que Colin estaba preocupado, así que: ¿en qué quedaban todas sus rabietas por la presencia de Sylvia en la casa? «Tienes que venir, Andrew. Tú siempre sabes qué hacer.» ¿Y Julia? ¿Acaso ella no sabía qué hacer? Por lo visto, ya no. Al enterarse de que Sylvia se encerraba en su habitación noche tras noche y se negaba a salir, había dicho en tono de tristeza, que al parecer últimamente era el único que adoptaba su voz:
—Ya ves, Sylvia, es lo que ocurre cuando una se junta con gente de esa calaña.
—Pero no pasó nada, Julia —había murmurado Sylvia, tratando de abrazar a la anciana.
Los brazos de Julia, que hasta hacía muy poco solían estrecharla con total naturalidad, ahora la rodearon, mas no de la misma manera, y Sylvia lloró en su habitación por el reproche implícito en la rigidez de esos viejos brazos.
Sylvia, sentada con el tenedor en la mano, hacía girar un trozo de patata cocida en crema de leche, como a ella le gustaba.
Andrew se encontraba a su lado. Colin se había acomodado entre él y Rose. No se miraron ni se dirigieron la palabra. James había llegado del instituto y también dormiría en el suelo del salón. Enfrente de Rose estaba Franklin, que había bebido de más. Sobre la mesa había varias botellas de vino, regalo de Jjohnny, que ocupaba su puesto en la ventana. Al lado de Franklin se hallaba Geoffrey, ya en su primer trimestre en la facultad de Economía. Vestido con ropa de una tienda de excedentes del ejército, parecía un guerrillero. Su presencia allí se debía a que se había encontrado con Johnny en el Cosmo y se había enterado de que éste acudiría a cenar a la casa. Sophie no estaba, pero unas horas antes había visitado a su querida Frances. Atravesaba una mala racha, no en la escuela de arte dramático, donde le iba de maravilla, sino por culpa de Roland Shattock. Esa noche iría con él a una discoteca. Junto a Frances estaba Jill, que había reaparecido esa tarde y había preguntado con timidez si podía quedarse a cenar. No presentaba buen aspecto y llevaba una venda en la muñeca izquierda. Rose la había recibido con un «¿Qué haces tú aquí?». Jill esperó a que hubiese suficiente ruido y risas para preguntarle a Frances:
—¿Me permites quedarme a vivir en la habitación libre del sótano? Eres tú quien decide quién puede instalarse allí, ¿no?
Por desgracia Colin había dicho que quería que Franklin pasase las fiestas con ellos y se alojase en esa habitación. Y era obvio que Jill y Rose no podían estar juntas.
—¿Piensas volver al instituto? —preguntó Frances.
—No sé si me aceptarían—respondió Jill, con una expresión de timidez y súplica que parecía significar. «¿Les pedirás que me acepten?»
Pero ¿dónde iba a vivir?
—¿Has estado en el hospital?
La chica asintió.
—Durante un mes entero —susurró. Eso significaba que había estado en una unidad de psiquiatría y que esperaba que Frances lo entendiera—. ¿Me dejarías dormir en el salón?
Andrew, aparentemente concentrado en Sylvia, animándola, riendo cuando ella bromeaba sobre sus problemas, también estaba pendiente de la conversación entre su madre y Jill. Buscó la mirada de Frances y negó con la cabeza. Un ademán con el pulgar señalando el suelo no habría sido más elocuente que aquel «no» casi imperceptible que pretendía pasar inadvertido. Sin embargo, Jill lo vio. Se quedó callada, mirando hacia abajo con labios temblorosos.
—El problema es que no tenemos dónde meterte —explicó Frances. Además no creía que Jill fuera capaz de seguir estudiando, aunque ella consiguiera que la readmitieran en el instituto. ¿Qué debía hacer?
Este pequeño drama transcurría en el extremo de la mesa que correspondía a Frances; en el otro reinaban el bullicio y el buen humor. Johnny les contaba su viaje a la Unión Soviética con una delegación de bibliotecarios y hacía bromas a costa de los no militantes, que habían metido la pata una y otra vez. Uno había pedido que le confirmasen —en una asamblea de la Sociedad de Escritores Soviéticos— que en la Unión Soviética no había censura. Otro había preguntado si el Estado soviético, «al igual que el Vaticano», había elaborado una lista de libros prohibidos.
—Realmente hicieron gala de una ingenuidad política imperdonable —afirmó Johnny.
A continuación hablaron de las elecciones recientes, que habían devuelto el poder al Partido Laborista. Johnny había participado activamente; se trataba de un asunto complejo, puesto que aunque saltaba a la vista que los laboristas representaban una amenaza mayor para las masas trabajadoras que los conservadores (ya que confundían a la gente con fórmulas incorrectas), se habían visto obligados a apoyarlos por motivos estratégicos. James escuchaba los pormenores de este problema como si se tratara de su música favorita. Johnny lo había saludado con una cordial inclinación de la cabeza y una palmada en el hombro, pero en ese momento prestaba atención al recién llegado, Franklin, al que aún tenía que ganarse. Pronunció un breve discurso sobre la política colonialista en Zimlia, rememoró los delitos de la política colonialista en Kenia, recreándose especialmente en los peores actos británicos, y comenzó a exhortar a Franklin para que luchase por la libertad de su país.
—Aunque los movimientos nacionalistas de Zimlia no están tan desarrollados como el de los Mau-Mau, sois vosotros, los jóvenes, quienes debéis liberar a vuestro pueblo de la opresión. —Johnny sostenía una copa en una mano, la izquierda, y estaba inclinado hacia delante, mirando a Franklin a los ojos mientras lo señalaba con el índice de la mano derecha, como apuntándole con un revólver. Franklin se removía en su silla con una sonrisa de incomodidad, hasta que dijo: «Disculpe», y se marchó... De hecho, fue al baño, pero dio la impresión de que huía, y cuando regresó le alargó el plato a Frances para que le sirviese otra ración, sin mirar a Johnny, que estaba esperándolo.
—En África, la historia ha depositado sobre los hombros de tu generación una responsabilidad mayor que la que han asumido las anteriores. Cómo me gustaría ser joven de nuevo, cómo me gustaría tener todo el futuro por delante.
Por una vez sus rasgos, casi siempre rígidos en una expresión de autoridad marcial, se suavizaron para reflejar añoranza. Los años pasaban y Johnny ya era un combatiente maduro; cuánto debía de detestar su condición, pensó Frances, pues todos los días llegaban noticias sobre nuevos abanderados jóvenes de la Revolución que poco a poco estaban eclipsando a Johnny. En ese momento Franklin levantó su copa, con un ademán ampuloso que pareció paródico.
—¡Por la Revolución en África! —brindó y se desplomó sobre la mesa, sin sentido.
Mientras, en la otra punta Jill se levantaba y decía:
—Perdón, perdón, he de irme.
—¿Quieres quedarte esta noche? Puedes dormir con James en el salón.
Jill, de pie, negaba con la cabeza y trataba de sujetarse con una mano —casualmente— del brazo de Frances, cuando de repente se desmayó a los pies de ésta.
—Qué follón —comentó Johnny, fascinado, y observó a Geoffrey y a Colin mientras despertaban a Franklin y le daban agua al tiempo que Frances levantaba a Jill.
Rose permaneció sentada, como si nada hubiera ocurrido. Sylvia murmuró que quería irse a la cama, y Andrew la acompañó.
Llevaron a Franklin a la segunda habitación del sótano y dejaron a Jill en el salón, dentro de un saco de dormir. James aseguró que cuidaría de ella, pero se durmió en el acto. Más tarde, Frances bajó a echarle un vistazo a la chica. A la tenue luz del pasillo, Jill ofrecía un aspecto espantoso. Necesitaba cuidados.
Habría que informar a sus padres, naturalmente, que sin duda no estarían al corriente de su situación. Por la mañana le diría a Jill que regresara a su casa.
No obstante, a la mañana siguiente se había largado, había desaparecido en el salvaje y peligroso Londres, y cuando le preguntaron a Rose, ésta contestó que no era la guardiana de Jill.
Cabía esperar que Franklin estuviese nervioso por compartir el apartamento con Rose. Temían que ésta tuviese prejuicios raciales, «viniendo de donde venía...», según la sutil alusión de Andrew a su extracción social. Sin embargo, no fue así; de hecho, Rose se mostraba «amable» con Franklin.
—Está siendo muy amable —dijo Colin—, y él piensa que ella es genial.
Lo pensaba, en efecto. Era genial. Y una amistad aparentemente imposible nació entre el bonachón joven negro y la rencorosa adolescente, cuya ira burbujeaba y bullía con la misma fiabilidad que la mancha roja de Júpiter.
Frances y sus hijos se maravillaron, porque les costaba pensar en dos personas más diferentes, pero lo cierto es que habitaban un paisaje moral similar. Rose y Franklin nunca llegarían a saber cuánto tenían en común.