El sueño más dulce (24 page)

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Authors: Doris Lessing

Julia lucía un traje de terciopelo gris rematado con encaje, y los granates que llevaba en las orejas y el cuello lanzaban destellos y reproches. Hablaba de las lejanas Navidades de su infancia, en la casa de Alemania —un recital vivaz pero formal— mientras Wilhelm Stein escuchaba y confirmaba sus palabras con gestos de la cabeza.

—Sí—dijo en una pausa—. Sí, sí. Bueno, mi querida Julia, debemos aceptar que los tiempos han cambiado.

Abajo se oía la voz de Johnny, enzarzado en una acalorada discusión con el dramaturgo. Geoffrey, que se había dormido y había estado a punto de caer de bruces, murmuró una disculpa y se marchó, seguido por James. Frances se sintió profundamente avergonzada y a la vez contenta de que se fueran, ya que al menos confiaba en que las chicas no darían cabezadas y seguirían sosteniendo las primorosas tazas de té como si nunca hubieran hecho otra cosa. Todas menos Rose, desde luego, que estaba sentada en un rincón, apartada de los demás.

—Creo que las ventanas... —empezó Julia. Sylvia corrió a cerrarlas y echó las pesadas cortinas de brocado con forro y entretela, que al cabo de sesenta años habían adquirido un desvaído tono azul verdoso que hacía resaltar demasiado el azul del vestido de Frances. Rose había amenazado con descolgarlas para confeccionarse un vestido «como el de Escarlata O'Hara», y cuando Sylvia había dicho: «Pero Rose, Julia no lo aprobaría», le había respondido: «Era una broma. No tienes sentido del humor.» Y era cierto.

Ahora Andrew dijo que sabía que eran todos unos bárbaros redomados, pero que si Julia hubiera visto la comilona que acababan de zamparse, los perdonaría.

El budín de frutas y el pastel de Navidad seguían intactos sobre los pequeños platos verdes decorados con pimpollos de rosa.

Se oyó una explosión de risas procedentes de abajo. Julia esbozó una sonrisa irónica. Sí, sonrió, aunque sus ojos estaban húmedos.

—Oh, Julia —canturreó Sylvia, abrazándola y apoyando la mejilla sobre la plateada cofia de ondas y rizos—. Nos ha encantado su encantadora merienda, de veras, pero si supiera...

—Sí, sí, sí —la interrumpió Julia—. Lo sé. —Se levantó.

Wilhelm Stein la imitó y la rodeó con un brazo, dándole palmaditas en la mano. Los dos distinguidos personajes permanecieron unos segundos de pie en medio del salón, el marco perfecto para ellos:

—Bueno, mis queridos jovencitos —dijo Julia al fin—, creo que ya es suficiente.

—Y salió del brazo de Wilhelm.

Nadie se movió hasta que Andrew y Colin se desperezaron y bostezaron. Sylvia y Sophie comenzaron a recoger las tazas. Rose, Franklin y Lucy fueron a unirse al animado grupo de la cocina. Frances se quedó donde estaba.

Johnny y Dereck se hallaban sentados cada uno a un extremo de la mesa, dirigiendo una especie de seminario. Johnny leía párrafos del Manual para una revolución, del que era autor y publicado por un editor respetable. El libro se vendía bien; como había afirmado un crítico, tenía «potencial para convertirse en un eterno best seller».

La contribución de Derek Carey al bienestar de las naciones consistía en exhortar a los jóvenes, asamblea tras asamblea, a destruir cualquier carta oficial que cayera en sus manos, a buscar trabajos en correos para hacer desaparecer dichas cartas y a robar en las tiendas cuanto fuera posible. Esas pequeñas acciones ayudarían a minar las estructuras de un Estado opresor como Gran Bretaña. Durante la reciente campaña electoral, les había recomendado que invalidaran las papeletas escribiendo en ellas insultos como «¡Fascistas!». Rose y Geoffrey, que necesitaban hacerse notar en aquella estimulante compañía, relataron su última incursión en las tiendas. Luego Rose corrió al sótano, subió con varias bolsas de regalos robados y empezó a repartirlos: aunque casi todos eran muñecos de peluche — tigres aterciopelados, pandas y osos—, también había una botella de coñac, que entregó a Johnny, y otra de armagnac, que alargó a Derek.

—Así se hace, camarada —la felicitó Derek con un guiño cómplice que a Rose, sedienta de cumplidos, le llegó al alma; fue como una medalla al mérito. Y Johnny la premió saludándola con el puño en alto. Nadie la había visto antes tan feliz.

Franklin estaba desolado, porque quería hacerle un obsequio a Frances y esperaba que algunos de los «objetos liberados» llegase a sus manos, pero advirtió que no sería así.

—Y esto es para Frances —anunció Rose.

Se trataba de un canguro con una cría en la bolsa del vientre. Lo levantó y miró alrededor con una sonrisa, aguardando los aplausos, pero Geoffrey se lo arrebató, ofendido por lo que consideraba una crítica a Frances. Franklin admiró la mamá canguro y le pareció el regalo perfecto para Frances, que era una madre para todos; no entendió la reacción de Geoffrey y tendió la mano para pedirle el juguete. Geoffrey se lo pasó. Franklin se sentó y empezó a meter y sacar la cría de canguro de su bolsa.

—Podrías introducir unos cuantos canguros en Zimlia —señaló Johnny, y levantó su copa—. Por la liberación de Zimlia.

Franklin buscó un vaso entre los desechos que cubrían la mesa, y cuando lo hubo encontrado lo alzó para que Rose se lo llenase.

—Por la liberación de Zimlia.

Era el tipo de broma que le divertía y lo asustaba a un tiempo. Estaba al corriente de la terrible guerra de Kenia porque la habían visto en clase, y no acababa de comprender el motivo por el cual Johnny y los profesores de Saint Joseph deseaban que Zimlia se embarcara en un conflicto parecido. No obstante, ahora, contento con la comida, la bebida y el canguro, bebió otra vez al oír el brindis de Derek «por la Revolución» mientras se preguntaba qué revolución y dónde.

—Voy a darle esto a Frances —dijo.

Cuando se encontraba en mitad de la escalera recordó que el canguro era robado y que esa misma mañana Frances lo había reñido por robar. Sin embargo, no quería volver a la cocina con el juguete, y así fue como éste fue a parar a manos de Sylvia, que en ese momento subía una bandeja cargada de tazas a las habitaciones de Julia.

—Ay, qué bonito —exclamó cuando Franklin le puso el canguro bajo la axila, porque tenía las manos ocupadas. Dejó la bandeja en el rellano y contempló el canguro—. Oh, Franklin, es precioso. —Lo besó y le dio un afectuoso abrazo que lo colmó de dicha.

En el salón, Andrew dormía en un sillón, estirado y con las manos sobre el estómago. Colin y Sophie estaban tendidos en el sofá, abrazados y también dormidos.

Franklin los miró y el corazón le dio otro vuelco cuando recordó lo desconcertante que se le antojaba todo. Sabía que Colin y Sophie, «amigos» en otro tiempo, ya no lo eran, y que Sophie tenía un «amigo» que había ido a celebrar las fiestas con su familia. Entonces ¿por qué estaban abrazados? ¿Por qué Sophie apoyaba la cabeza en el hombro de Colin? Franklin todavía no se había acostado con ninguna chica. En la misión no las había, y los curas, que estaban pendientes de todo lo que sucedía, vigilaban a los chicos. En casa de sus padres la situación era igual. Si bien había tenido ocasión de coquetear y bromear con muchachas cuando visitaban a sus abuelos, nunca había pasado de ahí.

Como les ocurría a tantos recién llegados, Franklin se sentía confuso por las cosas que ocurrían en Gran Bretaña. Al principio había pensado que allí no existían reglas morales, aunque pronto había empezado a sospechar que debía de haberlas; pero ¿cuáles eran? Sabía que en Saint Joseph los chicos se acostaban con las chicas, o al menos eso parecía. Las parejas solían tenderse en el prado situado detrás del colegio, y el solitario Franklin escuchaba sus risas o, peor aún, sus silencios. Tenía la impresión de que las mujeres de aquella isla estaban disponibles para cualquiera, incluso para él si conseguía encontrar las palabras adecuadas. Sin embargo, había visto a un chico nigeriano, nuevo en el instituto, acercarse a una chica y decir: «¿Me dejarás meterme en tu cama esta noche si te hago un bonito regalo?» Ella le había propinado una bofetada tan fuerte que lo había tumbado. Franklin había estado ensayando mentalmente frases parecidas, aguardando el momento de probar suerte. Lo curioso era que la chica que había abofeteado al nigeriano se acostaba con un chico cuya habitación estaba en el mismo pasillo, y siempre dejaban la puerta entornada, de tal manera que todo el mundo podía ver lo que ocurría en el interior. Nadie les prestaba la menor atención.

Bajó por la escalera y se detuvo a escuchar tras la puerta de la cocina, donde Johnny impartía una clase sobre tácticas guerrilleras para destruir el poder militar imperialista que se asemejaba mucho a las recomendaciones de Derek: por lo visto, los robos en las tiendas constituían un arma importante. Bajó a su habitación y abrió el cajón en el que guardaba el dinero. Parecía haber menos. Lo contó y comprobó que, en efecto, había menos de la mitad. Seguía contando cuando Rose apareció detrás de él.

—Ha desaparecido la mitad del dinero —dijo en tono de desesperación.

—Lo cogí yo. Me lo merezco, ¿no? Conseguiste un montón de ropa gratis. Ese dinero no te habría alcanzado para comprar cosas tan bonitas. De manera que has salido ganando. Tienes ropa nueva y la mitad del dinero.

Franklin la miró con una mueca de desconfianza, tristeza y furia. Para él aquel dinero representaba algo más que un regalo de Frances, que era como una madre para él. Había sido como una bienvenida a la familia, un símbolo de que pasaba a formar parte de ella.

Rose permaneció fría, llena de desprecio.

—No entiendes nada—dijo—. Lo merezco, ¿no lo ves? —Se encogió de hombros en un gesto de impotencia y lo miró fijamente hasta que él apartó la vista. Luego subió por la escalera.

Franklin buscó un escondrijo para el dinero, pero en esa habitación no había ninguno. En la aldea solía ocultar las cosas prohibidas bajo la paja, o enterrarlas en el suelo de tierra o en el bosque. En casa de sus padres había ladrillos que podía desprender y volver a colocar en su sitio. Acabó por guardar de nuevo el dinero en el cajón. Se sentó en el borde de la cama y lloró porque echaba de menos su tierra, porque Frances estaba enfadado con él y porque no se sentía cómodo con aquellos revolucionarios de arriba que lo trataban de igual a igual. Al final durmió un rato y, más tarde, cuando subió a la cocina, descubrió que los dos hombres se habían ido y que todo el mundo estaba ayudando a lavar los platos. Se unió a la tarea con alivio y placer, sintiéndose uno más. Por lo visto iban a cenar, aunque todos bromeaban con que les resultaría imposible seguir comiendo. Bastante tarde, a eso de las diez, el esqueleto del pavo reapareció rodeado de relleno y diversas salsas y acompañado por una gran fuente de patatas asadas. Todos estaban sentados a la mesa, bebiendo, cansados y satisfechos consigo mismos y con la Navidad, cuando oyeron que llamaban a la puerta principal. Frances miró por la ventana y vio a una mujer en actitud de no saber si volver a llamar o marcharse. Colin se acercó a su madre. Los dos temían que se tratase de Phyllida.

—Iré yo —se ofreció Colin.

Salió, y Frances lo vio conversar con la desconocida, que se balanceaba ligeramente. Colin le puso una mano en el hombro, como para sujetarla, y luego la rodeó con un brazo y la ayudó a entrar.

Había estado deambulando por las oscuras calles y en ese momento parpadeaba, cegada por la brillante luz de! vestíbulo. Frances fue a su encuentro.

—¿Eres el amor de mi vida? —preguntó la desconocida.

Parecía una mujer de mediana edad, pero era difícil asegurarlo, porque tenía la cara mugrienta, al igual que las bonitas manos que se aferraban a Colin. Presentaba todo el aspecto de alguien que acaba de ser rescatado de un incendio o una catástrofe. Una expresión de dolor crispaba el rostro de Colin; el sensible adolescente lloraba.

—Mamá —dijo en tono de súplica.

Frances corrió al otro lado de la mujer, y entre los dos la subieron al salón, que estaba vacío y ordenado.

—¡Qué bonita sala! —exclamó la mujer, tambaleándose.

Colin y Frances la ayudaron a recostarse en el sofá, y de inmediato la desconocida levantó las sucias manos y empezó a marcar el ritmo mientras cantaba... ¿qué? Sí, una antigua canción:

—«He vagado de aquí para allá, de aquí para allá... Sí, he vagado mucho, cariño mío, y ahora estoy lejos de casa.»

Tenía una voz melodiosa, afinada, dulce. Su aspecto no era el de una indigente. No iba vestida con andrajos, pero saltaba a la vista que estaba enferma. Su aliento no olía a alcohol. Se puso a entonar otra canción:

—Sally... Sally... —La dulce voz alcanzó virtuosamente una tonalidad aguda y se mantuvo allí—. Sí, cariño, sí—ie dijo a Colin—. Salta a la vista que tienes buen corazón. —Sus grandes ojos azules, inocentes e incluso infantiles, estaban fijos en Colin. No parecía haber reparado en Frances—. Pero ten cuidado. Ese buen corazón puede causarte problemas; Marlene lo sabe mejor que nadie.

—¿Cómo se llama, Marlene? —preguntó Frances, sujetando una sucia mano que estaba demasiado fría y falta de vitalidad. Reposaba lánguida y temblorosa entre las suyas.

—Ya no tengo nombre, querida. Mi nombre está perdido y olvidado, pero puede llamarme Marlene. —Comenzó a decir ternezas en alemán. Luego volvió a canturrear fragmentos de canciones. Eran temas de la Segunda Guerra Mundial, entre ellos
Lili Marlene
, que repitió una y otra vez—.
Ich liebe dich
—dijo—. Sí, te quiero.

—Voy a buscar a Julia —anunció Frances.

La encontró cenando con Wilhelm, sentados a ambos extremos de una pequeña mesa con cubiertos de plata y copas de cristal. Explicó lo que ocurría.

—Veo que tenemos una nueva vagabunda en casa —se quejó Julia, aunque con ánimo burlón—. Es preciso poner límites a la hospitalidad, Frances. ¿Quién es esa señora?

—No es una señora —repuso Frances—, sino una vagabunda.

Cuando regresó al salón, Andrew había llegado con un vaso de agua y lo sostenía junto a los labios de la desconocida.

—El agua no es mi bebida favorita —protestó ella, antes de tenderse nuevamente y cantar que no le vendría nada mal otra copa. Acto seguido volvió a hablar en alemán.

Julia permaneció de pie, escuchándola. Luego le hizo una seña a Wilhelm y se sentaron el uno junto al otro como si se dispusieran a celebrar un juicio.

—¿Puedo llamarla Marlene? —preguntó Wilhelm.

—Llámeme como quiera, cielo, como más le guste. No hacen daño las palabras, sino los palos. Y vaya si me los dieron, pero de eso hace mucho tiempo. —En este punto lloró un poco, con gemidos entrecortados, como una niña—. Me dolió —reiteró—. Sí, me dolió, pero los alemanes eran buenos chicos, unos caballeros.

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