Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Sylvia, Sophie y Lucy pasaron la Nochebuena decorando un pequeño pino para el alféizar de la ventana y ayudando a Frances con los preparativos de la comida navideña. Se permitieron comportarse otra vez como niñas. Frances habría jurado que esas criaturas alegres y risueñas contaban once o doce años. Las engorrosas tareas de la cocina se convirtieron en una aventura salpicada de chistes y diversión. Franklin subió, atraído por el jolgorio. Geoffrey y James, que dormirían en el salón, y luego Colin y Andrew se entregaron con entusiasmo a la tarea de pelar castañas y mezclar el relleno. Al final, todos prorrumpieron en ovaciones al ver sobre la bandeja del horno el pavo untado con mantequilla y aceite.
Los preparativos se prolongaron y se hizo tarde. Sophie dijo que no necesitaba volver a casa, porque había llevado el vestido que se pondría el día siguiente. Cuando Frances se metió en la cama alcanzó a oír a los chicos en el salón de abajo, celebrando una fiesta anticipada. Pensó en cómo se sentiría Julia, dos pisos más arriba, sabiendo que su pequeña Sylvia estaba con otros y no con ella... Aunque Julia había avisado que no asistiría a la comida de Navidad, invitó a todo el mundo a una auténtica merienda navideña en el salón, que en ese momento se hallaba atestado de jóvenes emborrachándose.
Al igual que millones de mujeres de todo el mundo, la mañana de Navidad, Frances bajó a la cocina sola. A través de la puerta del salón, entornada presumiblemente para permitir la entrada de aire fresco, se entreveían figuras acurrucadas.
Frances se sentó a la mesa con un cigarrillo y una taza de té cargado que le hizo evocar las colinas donde incontables mujeres explotadas recogían las hojas para aquel exótico lugar: Occidente. En la casa reinaba un silencio absoluto... No, oyó pasos, y un instante después apareció Franklin, con una sonrisa de oreja a oreja. Vestido con una flamante chaqueta y un jersey grueso, alzó un pie por vez para lucir los zapatos y los calcetines nuevos; se levantó el jersey, enseñándole una camisa de cuadros, y luego ésta, a fin de mostrarle una camiseta de color azul subido. Se abrazaron. Frances sintió que estrechaba entre sus brazos la mismísima encarnación del espíritu navideño, porque el chico estaba tan contento que comenzó a reír y aplaudir.
—Frances, Frances, madre Frances. Eres nuestra madre, eres una madre para mí.
Frances detectó una inconfundible nota de culpa mezclada con la exuberante alegría: aquellas prendas habían sido liberadas.
Le preparó una taza de té y le ofreció una tostada, pero él se reservaba para el festín, y cuando se hubo sentado enfrente de ella, todavía sonriendo, Frances pensó que no le quedaba más remedio que enturbiar aquella dicha, aunque fuera Navidad.
—Franklin —dijo—, quiero que sepas que no todos somos ladrones en este país.
El chico se puso serio de inmediato, las dudas hicieron que se le crispase el rostro, y comenzó a lanzar rápidas miradas a un lado y a otro, como si se encontrase rodeado de acusadores.
—No digas nada —le pidió ella—. No es necesario. No te estoy recriminando nada, ¿entiendes? Sólo quiero que sepas que no robamos todo lo que queremos.
—Devolveré la ropa —dijo él, completamente desolado.
—No, de ninguna manera. ¿Quieres ir a la cárcel? Sólo escúchame. No pienses que todo el mundo es como... —No quería nombrar a los culpables, de modo que bromeó—: No todos liberamos las cosas que nos gustan.
Franklin se quedó cabizbajo, mordiéndose el labio inferior. En un clima de total camaradería los tres habían emprendido una gloriosa expedición a las riquezas de Oxford Street, donde las cálidas y coloridas prendas que tanto necesitaba habían pasado de las manos de Rose y Geoffrey a una gigantesca bolsa de la compra, pero él no había «liberado» nada, sino que se había limitado a admirar la destreza de sus amigos. Había sido un viaje a la mágica tierra de las posibilidades, como ir al cine y entrar en un mundo de maravillas, en vez de conformarse con contemplarlo. Del mismo modo en que la víspera Sylvia, Sophie y Lucy se habían convertido en niñas pequeñas, en «colegialas tontas», como las había llamado Colin, Franklin volvió a la infancia y recordó lo lejos que estaba de casa: era un extraño tentado por riquezas que jamás serían suyas.
Luego llegó Sylvia, que tras decidir que el corte Evansky no era para ella, había adornado sus rubias trenzas con lazos rojos. Abrazó a Frances y a Franklin, que se sintió tan agradecido por lo que interpretó como un gesto de indulgencia que volvió a sonreír, aunque sacudiendo la cabeza con tristeza y dirigiendo miradas de aflicción a Frances; por fortuna, gracias a la simpatía y la amabilidad de Sylvia, las cosas volvieron pronto a la normalidad... O casi.
La cocina se llenó de jóvenes con resaca pero ansiosos por beber un poco más, y cuando por fin se sentaron alrededor de la enorme mesa y ante la magnífica ave que sería trinchada de inmediato, todos se habían excedido lo suficiente para estar amodorrados. De hecho, James empezó a dar cabezadas y hubo que despertarlo. Franklin, que sonreía otra vez, miró su plato repleto, pensó en su misérrima aldea y dio gracias a Dios en silencio antes de atacar la comida con ansia. Las chicas, incluida Sylvia, comieron bien, en medio de un bullicio increíble, porque «los críos» habían vuelto a la adolescencia, aunque Andrew, «el viejo», se mantuvo en su papel, al igual que Colin, que sin embargo se esforzó por imbuirse del espíritu festivo. Aun así, Colin siempre sería un extraño que observaba las cosas desde fuera, por mucho que intentase payasear, por mucho que intentase ser uno más..., y lo sabía.
Eran ya las cuatro cuando apagaron las luces para recibir el budín de Navidad, envuelto en las llamas del coñac, y Frances les recordó que debían ventilar el salón para la merienda de Julia. ¿Merienda? ¿Alguien era capaz de tragar un bocado más? Se oyeron gemidos mientras las manos se alzaban para agarrar otro trozo de budín, un pastelillo de frutas o un poco de crema que tomaban a lametazos.
Las chicas subieron al salón y apilaron los sacos de dormir en un rincón. Abrieron todas las ventanas, porque la habitación apestaba. Bajaron las botellas vacías que habían pasado la noche bajo las sillas o en los rincones, y sugirieron que alguien tratara de convencer a Julia de que celebrase su fiesta una hora más tarde, ¿qué tal a las seis? Pero eso era imposible.
James estaba sentado con la cara entre las manos, medio dormido, y Geoffrey comentó que si no echaba una siesta, moriría. Rose y Franklin les ofrecieron las camas del sótano, y el grupo se habría dispersado en ese instante de no haber sido porque llamaron a la puerta principal y acto seguido apareció Johnny, permitiéndose una navideña expresión relajada, cargado de botellas y en compañía de su nuevo amigo, Derek Carey, un dramaturgo obrero recién llegado a Londres desde Hull. Derek parecía tan jovial como Papá Noel, y motivos no le faltaban, ya que aún se sentía embriagado por la cornucopia de Londres. La dicha lo había tocado la primera noche que pasó allí, dos semanas atrás. En una fiesta después del teatro había observado de lejos, maravillado, a dos espectaculares rubias, cuyo acento pijo en un principio se le había antojado fingido. Pensó que se trataba de prostitutas. Pero no, eran oligarcas descarriadas que buscaban refugio en los cenagosos lechos y las fragantes arboledas del marchoso Londres.
—Ay, Dios mío —balbuceó ante una de ellas—, si pudiera acostarme contigo, si pudiera meterme en tu cama, me sentiría más cerca del paraíso de lo que jamás he soñado.
Había aguardado con timidez un castigo verbal o físico, pero en cambio había oído:
—Lo harás, cariño, lo harás.
Después la otra le dio un beso con lengua que en su pueblo le habría costado semanas o meses de arduo trabajo. Habían terminado los tres juntos en la cama, y a partir de aquel momento, en cada sitio al que iba encontraba los nuevos placeres que esperaba. Ese día estaba borracho; de hecho, llevaba dos semanas así. Se situó junto a los restos del pavo, donde Johnny picaba ya con avidez, y se unió a él. Los hijos de Johnny permanecieron sentados en silencio, sin mirar a su padre.
—Me imagino que os gustaría probar el pavo, ¿no? —dijo Frances pasándoles un par de platos.
—Oh, sí, sería estupendo —respondió Derek en el acto, llenándose el plato.
Johnny hizo lo propio y se sentó. Colin y Andrew se marcharon arriba. Había sido absurdo preguntar: «¿Y Phyllida? ¿Tiene algo que comer?»
La presencia de los dos hombres había empañado la alegría de los jóvenes, que subieron al salón para descubrir que Julia había extendido sobre la mesa un mantel de encaje blanco y servido budín de frutas alemán y pastel navideño inglés en delicados platos de porcelana.
Frances se quedó sola con Johnny y su amigo. Se sentó y los miró comer.
—Frances, he de hablarte de Phyllida.
—No os preocupéis por mí —dijo el dramaturgo—. No escucharé. Aunque, creedme, tengo experiencia en problemas conyugales. Vaya si la tengo.
Johnny, que había rebañado el plato, se sirvió budín de Navidad en un bol, lo cubrió con crema y ocupó su sitio junto a la ventana.
—Iré al grano.
—Sí, por favor.
—Vamos, vamos, chicos —dijo el dramaturgo—. Ya no estáis casados, de manera que sobran los gruñidos y los ladridos. —Se sirvió vino.
—Phyllida y yo hemos terminado —empezó Johnny—. Para ir al grano... —repitió—, quiero volver a casarme. O quizás esta vez prescindamos de las formalidades; de todos modos son gilipolleces burguesas. He encontrado a una auténtica camarada, Stella Linch. Tal vez la recuerdes de los viejos tiempos..., de la época de la guerra de Corea.
—No —repuso Frances—. ¿Y qué vas a hacer con Phyllida? No, no me digas que ibas a sugerir que se mudara aquí.
—Sí. Quiero que viva en el apartamento del sótano. Aquí hay sitio de sobra. Y no olvides que es mi casa.
—¿No es de Julia?
—Moralmente es mía.
—Pero si ya la has usado para desembarazarte de una familia.
—Vamos, vamos —terció el dramaturgo. Hipó—. Caray. Lo siento.
—La respuesta es no, Johnny. La casa está llena, y por lo visto hay algo que se te escapa: si su madre viene a vivir aquí Sylvia se marchará.
—Tilly hará lo que se le diga.
—Te recuerdo que ya ha cumplido los dieciséis.
—Entonces tiene edad suficiente para visitar a su madre. Ni siquiera se acerca a ella.
—Sabes tan bien como yo que es porque Phyllida le grita. Además, no es a mí a quien debes pedir permiso, sino a Julia.
—Esa vieja bruja está chocha.
—No, Johnny, no está chocha. Y más vale que te des prisa, porque ha organizado una merienda.
—¿Una merienda? —saltó el camarada de Leeds—. Bien, bien, ¡genial! —Tambaleándose en la silla, se sirvió vino en una copa que ya estaba medio llena y agregó—: Perdonadme. —Se quedó instantáneamente dormido, con la boca abierta.
Frances oyó voces por encima de su cabeza, en el salón. Eran Johnny y su madre.
—¡Maldito imbécil! —gritó Julia.
Al cabo de un rato Johnny bajó corriendo por la escalera y entró en la cocina. Por una vez parecía desencajado y nervioso.
—Tengo derecho a disfrutar de la compañía de una mujer que es una auténtica camarada —le soltó a Frances—. Por primera vez en mi vida tendré una mujer que esté a mi altura.
—Dijiste lo mismo de Maureen, ¿recuerdas? Por no mencionar a Phyllida.
—Mentira —replicó Johnny—. No pude haber dicho nada semejante.
El dramaturgo despertó.
—¡Fin del primer asalto! —exclamó, antes de dormirse de nuevo.
Sophie llegó para anunciar que la fiesta había comenzado.
—Os dejo peleando contra los pecados del mundo —dijo Frances, y se marchó.
Antes de unirse a la fiesta subió a su habitación, se cambió de vestido y se cepilló el cabello delante del espejo, lo que le hizo recordar que en sus tiempos la habían descrito como una rubia atractiva. En escena había estado hermosa más de una vez; y sin duda había estado preciosa durante su fin de semana con Harold Holman, que se le antojaba tan lejano como si hubiera transcurrido un siglo.
A principios de diciembre Julia había bajado a las habitaciones de Frances con aire avergonzado, algo nada habitual en ella. «Frances, no quiero que te ofendas... —Le tendió un grueso sobre blanco, donde había escrito "Frances" en su impecable caligrafía. En el interior había varios billetes—. No se me ocurre una forma elegante de decirlo..., pero me haría muy feliz si... Por favor, ve a la peluquería y cómprate un vestido bonito para Navidad.»
Frances solía llevar el pelo liso y con raya al medio, pero su peluquera (que desde luego no era la señora Evansky ni Vidal Sassoon, quienes solamente toleraban el estilo en boga) había logrado convertir su melena en el último grito. Y nunca había pagado tanto por un vestido. Habría resultado absurdo que se lo pusiera para la comida de Navidad, habida cuenta de que tenía que cocinar, pero en ese momento entró en el salón sintiéndose tan cohibida como una colegiala. Todos se deshicieron en alabanzas; Colin incluso se levantó y le ofreció su silla con una pequeña reverencia. Eran los modales apropiados para la ropa que lucía; y alguien más estaba admirándola. El distinguido Wilhelm se levantó, se dobló sobre su mano —que por desgracia aún debía de oler a comida— y besó el aire sin rozarla con los labios.
Julia la saludó con una inclinación de la cabeza y expresó sus cumplidos con sonrisas.
—Me mima demasiado, Julia —dijo Frances.
—Ay, querida —respondió su suegra—. Me encantaría que supieras lo que significa que te quieran y te mimen de verdad.
Julia sirvió el té con una tetera de plata, y Sylvia, su doncella, repartió rebanadas del budín de frutas y el pesado pastel de Navidad. En las sillas, Geoffrey, James, Colin y Andrew hacían un esfuerzo sobrehumano por mantenerse despiertos. Franklin seguía los paseos de Sylvia por la estancia como si hubiese aparecido por arte de magia. Wilhelm, Frances, Julia y las tres chicas —Sophie, Lucy y Sylvia— entablaron conversación.
Había un problema: las ventanas continuaban abiertas, y estaban en pleno invierno. Una fría oscuridad se cernía al otro lado de la habitación donde Julia rememoraba, como bien sabían todos, los tiempos en que había recibido a embajadores y políticos. «Y una vez incluso al primer ministro.» En un rincón había una montaña de sacos de dormir y una botella de vino que los chicos habían pasado por alto.