El sueño más dulce (25 page)

Read El sueño más dulce Online

Authors: Doris Lessing

—¿Se ha escapado de un hospital, Marlene? —preguntó Julia.

—Sí, querida, podría decirse que me he fugado del hospital, pero ellos me dejarán volver. Son muy buenos con la pobre Molly. —Empezó a cantar—: No hay nadie como la hermosa Sally. Ella es el amor de mi vida... —Y luego con voz aguda y melodiosa—: Sally... Sally...

Julia se levantó, le indicó con un gesto a Wilhelm que se quedara donde estaba y luego a Frances que la acompañase al pasillo. Colin las siguió.

—Creo que deberíamos permitir que se quedara. Está enferma, ¿no?

—Enferma y loca —puntualizó Julia. Luego, con delicadeza, suavizando el tono, le preguntó a Colin—: ¿Sabes a qué se dedica... o se dedicaba?

—Ni idea —respondió Colin.

—Entretenía a los alemanes en París durante la última guerra. Es una puta.

—Pero no es culpa suya —protestó Colin.

El Espíritu de los Sesenta, con ojos vehementes, voz temblorosa y manos tendidas en actitud suplicante se enfrentaba al pasado de la especie humana, responsable de todas las injusticias, encarnado en Julia.

—Ay, qué chico tan tonto —repuso ésta—, ¿qué más da si la culpa es suya, nuestra o de otros? ¿Quién cuidará de ella?

—¿Qué hacía una inglesa trabajando como prostituta en el París ocupado por los alemanes? —preguntó Frances.

De repente, en un tono que ninguno de los dos había oído antes, Julia dijo:

—Las putas no tienen problemas de visado; siempre son bien recibidas.

Frances y Colin cambiaron una mirada: ¿a qué venía aquello? Sin embargo, los viejos tienen a menudo esos arrebatos, en los que un cambio de voz, una mueca dolorida o una frase estridente —como en ese momento— reflejan los vestigios de una afrenta o una decepción del pasado y luego... todo pasa como si tal cosa, sin más. Nadie llega a saber qué ha ocurrido.

—Llamaré al Friern Barnet —dijo Julia.

—Oh, no, no —le rogó Colin.

Julia entró de nuevo en el salón, interrumpió otra interpretación de Sally y se inclinó para preguntar:

—¿Molly? ¿Se llama Molly? Dígame, ¿se ha escapado de Friern Barnet?

—Sí, me escapé porque es Navidad. Me escapé para ver a mis amigos, pero no sé dónde están. Pero Friern es bueno y Barnet más bueno aún, así que dejarán volver a la pobre Molly Marlene.

—Ve a telefonear —ordenó Julia a Andrew, que salió de la habitación.

—Nunca os lo perdonaré —soltó Colin, enfadado, triste y ofendido.

—Pobre muchacho —se compadeció Wilhelm.

—Vais a enviarla de vuelta a un... un...

—A un manicomio, cariño, quieres decir a un manicomio —dijo la mujer—. Pero no pasa nada, no te aflijas. Ni te enfades. —Se rió.

Andrew regresó después de hacer la llamada. Todos se sentaron a esperar, Colín con lágrimas en los ojos, y escucharon a la loca reclinada en el sofá cantar
Sally
una y otra vez. La aguda y dulce melodía estrujó el corazón a todos, no sólo a Colin.

Abajo, la crisis había interrumpido el jolgorio de la cena y suscitado una discusión tan acalorada que los comensales habían terminado por dispersarse.

Sonó el timbre. Andrew bajó a abrir y reapareció con una mujer de mediana edad y aspecto cansado, bata gris y algo que le colgaba del brazo..., sí, una camisa de fuerza.

—Muy bien, Molly —le dijo a la fugada en tono de reproche—. Vaya momento que has escogido. Sabes que siempre estamos cortos de personal durante las fiestas.

—Has sido mala, Molly —susurró la enferma para sí en tono admonitorio mientras se levantaba apoyándose en Frances. Se propinó una palmada en la mano—. Molly Marlene es una niña traviesa.

La funcionaría examinó a la enferma y llegó a la conclusión de que no habría necesidad de recurrir a la fuerza. Pasó un brazo por los hombros de Molly, o Marlene, y la condujo hacia la puerta y las escaleras. Las siguieron todos, salvo Julia.

—Adióoooooos... No lloréiiiiis... —En el vestíbulo se volvió hacia ellos—. Aquéllos fueron buenos tiempos —dijo—. Los más felices de mi vida. Todos preguntaban por mí. Me llamaban Marlene. De hecho, es mi nombre de guerra. Siempre me pedían que cantara mi Sally.

Y cantando su Sally salió a la calle, del brazo de su cuidadora, que se dio la vuelta para decirles:

—Es la Navidad, ¿saben? Todos se alteran en Navidad.

—¿Cómo hemos podido hacerle eso? —le recriminó Colin a su madre, con los ojos anegados en lágrimas—. No echaríamos ni a un perro en una noche como ésta. —Y subió a su habitación. Sophie, que aún estaba en la cocina, corrió tras él para consolarlo. En realidad hacía una noche bastante agradable: como si ésa fuera la cuestión.

Al día siguiente, por la tarde, Colin tomó el autobús para ir a la clínica psiquiátrica. Lo único que sabía era que quedaba en el norte de Londres. Grande como una mansión, evocando por asociación de ideas el escenario de una novela gótica. Colin accedió a un pasillo que parecía medir unos cuatrocientos metros de largo, pintado de un brillante verde vómito. Al fondo encontró las escaleras, y en ellas a la mujer que la noche anterior había ido a buscar a la pobre Molly-Marlene. Le comunicó que Molly Smith estaba en la habitación 23 y que no se disgustara si no lo reconocía. Llevaba un delantal de plástico, toallas sobre el brazo y una fragante pastilla de jabón en la mano. La 23 era una habitación amplia, luminosa y con grandes ventanas, pero necesitaba una mano de pintura. En las paredes había ramitas de acebo pegadas con cinta adhesiva, y sentados en las desvencijadas sillas hombres y mujeres de diversas edades, algunos con la mirada ausente, otros moviéndose con nerviosismo en una actitud que era la expresión visible de sus ansias de estar en otra parte, y un grupo de unas diez personas participaba en una especie de merienda festiva, con tazas de té en las manos, pasándose fuentes de galletas y conversando. Una de ellas era Molly, o Marlene. Incómodo y turbado como un niño indefenso en una habitación llena de adultos, Colin se acercó:

—Hola, ¿me recuerda? Anoche estuvo en mi casa.

—¿De veras, cariño? Ay, lo siento, no lo recuerdo. ¿Entonces me escapé? A veces me escapo y luego... Pero siéntate, cariño. ¿Cómo te llamas?

Colin tomó asiento en una silla vacía, cerca de la mujer, observado por todos los presentes, que siempre estaban deseando que ocurriera algo interesante. Intentaba entablar conversación cuando la celadora, enfermera o guardiana, la mujer de la noche anterior, entró y anunció:

—El baño está libre.

Un hombre de mediana edad se levantó y salió.

—Después yo —dijo Molly, sonriéndole a Colin con un gesto de vaga pero ansiosa atención.

—¿Cuánto tiempo...? Quiero decir..., ¿hace mucho que está aquí? —preguntó Colin.

—Oh, sí, cariño, mucho tiempo.

La celadora, que no había soltado su carga de toallas y jabón, se hallaba de pie en el vano de la puerta.

—Ésta es su casa —terció—. Es la casa de Molly.

—Bueno, no tengo otra —convino Molly, riendo con alegría—. A veces salgo a pasear, pero siempre vuelvo.

—Sí, sales a pasear, pero no siempre vuelves, y tenemos que salir a buscarte

—señaló la celadora con una sonrisa.

Colin permaneció allí cerca de una hora y, cuando empezaba a pensar que debía marcharse, que no soportaba más aquello, entró una joven que parecía tan confusa como él. Por lo visto, Molly había llamado a su puerta en Nochebuena.

La chica, guapa, menuda y de aspecto lozano, con la misma desazón que embargaba a Colin escrita en la cara, se sentó junto a él y les habló sobre su colegio, uno de los buenos colegios para chicas, mientras Molly y sus amigos la escuchaban como si trajera noticias de la lejana Tartaria. Por fin la celadora anunció que era la hora del baño de Molly.

Alivio general. Molly se levantó y se fue al cuarto de baño, seguida por la celadora.

—Ahora te portarás bien, ¿eh, Molly?

Los que se quedaron se pusieron a discutir quién sería el siguiente: todos se resistían, porque Molly dejaba el cuarto de baño convertido en un pantano.

—Cuando sale, el baño parece un pantano —informó con seriedad a los jóvenes una vieja loca—, como si un hipopótamo hubiese pasado por allí.

—¿Qué sabes tú de hipopótamos? —se burló un viejo loco, a todas luces un adversario habitual—. Siempre haces comentarios fuera de lugar.

—Sé mucho de hipopótamos —replicó la vieja con furia—. Los miraba desde la terraza de nuestra casa, que estaba a orillas del Limpopo.

—Cualquiera puede decir que tuvo una casa junto al Limpopo o el Danubio azul —protestó él—, cuando nadie puede demostrar lo contrario.

Colin y la chica, que se llamaba Mandy, salieron del hospital, y él la llevó a cenar a su casa, donde todos estaban ávidos de detalles sobre el terrible manicomio y sus pacientes.

—Son iguales que nosotros —declaró Colin.

—Sí, no entiendo por qué han de estar encerrados —añadió Mandy con ímpetu.

Más tarde Colin abordó primero a Julia y después a su madre. A los adultos curtidos por la vida les resulta difícil, muy difícil escuchar a jóvenes idealistas que piden explicaciones sobre las desgracias del mundo. «¿Por qué?, ¿por qué?», quería saber Colin, y la cosa no acabó allí, ya que regresó al hospital. No obstante, se sintió derrotado al descubrir que Molly no se acordaba de su visita anterior. Finalmente le dejó su dirección y su teléfono.

«Por si alguna vez le hace falta algo», le dijo a alguien a quien le faltaba de todo, especialmente su cordura. Mandy hizo lo mismo.

—Has cometido una tontería —protestó Julia.

—Has sido muy amable —opinó Frances.

Durante una temporada Mandy se integró en el grupo de «críos» que acudía a cenar. Eso no le acarreó problemas, ya que tanto su padre como su madre trabajaban. No decía que eran una mierda, sino que hacían todo lo que podían. Era hija única. Luego se la llevaron a Nueva York. Ella y Colin se escribieron durante años.

Transcurrieron veinte antes de que volvieran a verse.

En los ochenta, como consecuencia de otra moda ideológica, se cerraron todos los asilos y sanatorios psiquiátricos, y los pacientes quedaron librados a su suerte, condenados a nadar o hundirse. Llegó una carta en cuyo sobre decía, en letra temblorosa, «Colin»; sólo eso y la dirección. Viajó a Brighton y la encontró en una de las residencias dirigidas por filántropos que acogían a los pacientes de las antiguas instituciones mentales, cobrándoles hasta el último penique de sus pensiones para alojarlos en unas condiciones que a Dickens le habrían resultado familiares.

Se encontró con una anciana enferma a la que no reconoció, pero que al parecer lo conocía a él.

—Tiene cara de buena persona —dijo Molly Smith, si es que de verdad se apellidaba Smith—. Dile que tiene cara de buena persona. ¿Conoces a Colin?

Se estaba muriendo a causa de la bebida —¿de qué iba a ser?—, y en otra de las visitas que le hizo, Colin topó con Mandy, convertida en una elegante señora americana con un par de hijos y un marido o dos. Volvieron a verse en el entierro, y luego Mandy regresó a Washington y desapareció de la vida de Colin.

Pero aquella noche de Navidad se produjo otro incidente.

Tarde, mucho después de medianoche, Franklin subió sigilosamente por la escalera, atento a los ruidos de Rose, que al parecer dormía. La cocina estaba oscura. Siguió subiendo y pasó por delante del salón, donde Geoffrey y James yacían en sus sacos de dormir. Continuó hacia la planta siguiente, buscando la habitación de Sylvia. Había luz en el rellano. Llamó a la puerta con unos golpecitos tan leves como picotazos de gallina. Nada. Lo intentó de nuevo, con muchísima delicadeza; no se atrevía a llamar más fuerte. Entonces, justo por encima de él, apareció Andrew.

—¿Qué haces? ¿Te has perdido? Ésa es la habitación de Sylvia.

—Oh, lo siento, he pensado que...

—Es tarde —dijo Andrew—. Vuelve a la cama.

Franklin bajó por la escalera hasta quedar fuera de la vista de Andrew y luego se dejó caer, doblándose, apoyando la cabeza en las rodillas. Lloró, aunque en voz muy baja, para que nadie lo oyera.

De repente notó un brazo en su hombro.

—Pobre Franklin. Tranquilo —dijo Colin—. No te preocupes por Andrew. Es uno de los guardianes natos de este mundo.

—La quiero —sollozó Franklin—. Estoy enamorado de Sylvia.

Colin aumentó la presión de su brazo y apoyó la mejilla contra la cabeza de Franklin. La frotó contra la mullida mata de pelo que parecía irradiar salud y fuerza, como el brezo.

—No es verdad —repuso—. No es más que una cría, ¿sabes? Sí, aunque tenga dieciséis años, o diecisiete, o los que sean, es una..., bueno, aún no ha madurado. Es culpa de sus padres. Le fastidiaron la vida. —En este punto descubrió con sorpresa que estaba tentado de risa: aquello era absurdo. Aun así, perseveró—. Son todos unos mierdas. —Tosió para enmascarar una carcajada.

Franklin estaba más desconcertado que de costumbre.

—Tu madre me parece maravillosa. Es muy buena conmigo.

—Sí, supongo que sí. Pero Sylvia no te conviene. Tendrás que enamorarte de otra. Qué tal... —Comenzó a enumerar a las chicas del colegio, recitando los nombres como si cantara—. Tienes a Jilly y a Jolly. Tienes a Milly y a Molly. Tienes a Elizabeth y a Margaret, a Caroline y a Roberta. —Con voz normal y una carcajada maliciosa, agregó—: Nadie podría tacharlas de inmaduras.

«Pero yo quiero a Sylvia», pensaba Franklin. Esa niña pálida, con su algodonosa melena rubia, lo había hechizado; estrecharla entre sus brazos sería... Apartó la mirada y guardó silencio. Colin percibió que aquellos hombros, bajo su brazo, despedían calor y angustia. Cuánto se identificaba con esa angustia, qué seguro estaba de que nada de lo que pudiera decir haría que Franklin se sintiera mejor. Comenzó a acunarlo suavemente. Lo único que Franklin quería en ese momento era regresar a África, marcharse para no volver; aquello era demasiado para él, y no obstante sabía que Colin era bueno. Y le gustaba estar sentado allí, rodeado por los brazos de ese buen chico.

—¿Quieres subir tu saco de dormir a mi habitación? Será mejor que estar en compañía de Rose, y podremos dormir hasta que nos dé la gana.

—Sí..., no, no, es igual. Me voy abajo. Gracias, Colin. —«Pero la quiero», repetía para sus adentros.

—Como te apetezca —dijo Colin. Se levantó y subió a su cuarto.

Franklin bajó al suyo, pensando: «Por la mañana me pondrá de vuelta y media...» Se refería a Andrew. Sin embargo, éste no mencionó el incidente, y Sylvia nunca supo que la añoranza había empujado a Franklin a llamar a su puerta.

Other books

The Last to Know by Posie Graeme-Evans
ClownFellas by Carlton Mellick, III
Up to Me by M. Leighton
Wives and Lovers by Margaret Millar
The Lizard Cage by Connelly, Karen
The Last Praetorian by Mike Smith