Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Frances, que siempre se había mostrado obediente, asistía a clase con puntualidad, se presentaba a los exámenes y de no haber sido por la guerra y por Johnny con toda seguridad habría ingresado en la universidad. No entendía cuál era el problema. Pese a que nunca le había gustado mucho el colegio, lo consideraba un proceso inevitable. Tarde o temprano no le quedaría otro remedio que ganarse la vida; eso era lo importante. En la actualidad, los jóvenes no parecían pensar en esas cosas.
Escribió la carta que le habría gustado enviar y que naturalmente no enviaría.
Estimada señora Jackson: No tengo la menor idea de qué aconsejarle. Por lo visto, hemos criado una generación que espera que la comida le caiga en la boca sin trabajar por ella. Con mis más sinceras disculpas,
Tía Vera
—¿Por qué no puedo leerlo yo? —preguntó Rose—. No es justo.
—No es el único ejemplar en el mundo —replicó Colin.
—Yo lo tengo; te lo dejaré —dijo Frances.
—Ay, Frances, gracias, eres muy buena conmigo.
Como todo el mundo sabía, eso significaba que esperaba que siguiera siendo buena con ella.
—Voy a buscarlo. —Se trataba de una excusa para salir de la cocina, donde pronto comenzarían a discutir. Y hasta entonces todo marchaba tan bien...
Se dirigió hacia la habitación que estaba justo encima de la cocina, el salón, localizó
La prueba
de Richard Feverel en la librería, y al volverse vio a Julia, que se encontraba sentada en la oscuridad, sola. Era la primera vez desde que había tomado posesión de la parte baja de la casa que topaba con ella en esa estancia. En circunstancias ideales se habría sentado a intentar entablar una conversación amistosa con ella, pero tenía prisa, como de costumbre.
—Iba a bajar a veros —explicó Julia—, pero he oído llegar a Johnny.
—No puedo evitar que venga —repuso Frances. Estaba pendiente de los ruidos de la cocina... ¿Seguirían tranquilos, sin discutir? Y los de arriba... ¿Sylvia se encontraba bien?
—Johnny tiene un hogar—dijo Julia—, aunque me da la impresión de que no pasa mucho tiempo en él.
—Bueno, si Phyllida está allí, no lo culpo.
Había esperado que Julia sonriese al oír aquello, pero, en cambio, prosiguió:
—Hay algo que debo decirte...
Frances aguardó el inevitable chaparrón.
—Eres demasiado blanda con Johnny —añadió Julia—. Te ha tratado de una manera abominable.
«¿Entonces por qué le has dado la llave?», pensó Frances, aunque sabía que una madre jamás le negaría a su hijo la llave de una casa que él consideraba suya. Además, ¿qué ocurriría con los chicos?
—Tal vez deberíamos cambiar la cerradura, ¿no? —comentó, intentando bromear.
Julia, sin embargo, se lo tomó en serio.
—Lo haría si no supiera que tú le darías la llave nueva. —Se levantó, y Frances, cuya intención había sido sentarse, vio que se esfumaba otra oportunidad.
—Julia —dijo—, usted siempre me critica, pero no me apoya. —Se refería a que Julia hacía que se sintiese como una colegiala deficiente en todos los aspectos.
—¿A qué viene eso? —preguntó Julia—. No entiendo. —Estaba furiosa y ofendida.
—No me refiero a que... Ha sido muy buena... siempre ha sido generosa... No, sólo quería decir que...
—No creo que me haya desentendido de mis responsabilidades para con la familia —dijo Julia, y Frances advirtió con incredulidad que estaba a punto de llorar.
La había herido, y, sólo de pensar que eso era posible, se puso a tartamudear.
—Julia... Pero, Julia..., se equivoca, no pretendía... —Hizo una pausa y añadió—: Oh, Julia. —Hablaba en un tono diferente que hizo que su suegra, que se dirigía a la puerta, se detuviera en seco para estudiarla como si estuviera dispuesta a dejarse conmover, incluso a franquearse con ella.
De pronto, abajo sonó un portazo.
—¡Ahí está! —exclamó Frances, desesperada—. Es Johnny.
—Sí, el camarada Johnny —dijo Julia, y empezó a subir la escalera.
Frances bajó a la cocina y encontró a Johnny en la posición habitual, de espaldas a la ventana, junto a un apuesto negro que llevaba ropa más cara que cualquiera de los presentes y que sonrió cuando Johnny lo presentó:
—El camarada Mo, de África oriental.
Frances se sentó, empujando la novela sobre la mesa en dirección a Rose, sin dejar de mirar con admiración al camarada Mo y a Johnny, que continuó con su perorata sobre la historia de África oriental y los árabes, sin duda destinada a impresionar a su colega.
Frances se encontraba en un dilema. No quería invitar a Johnny a sentarse. Le había pedido —aunque Julia no la habría creído— que no se presentase a las horas de las comidas y que telefonease antes de visitarlos. Por otra parte, aquel hombre era un invitado, y naturalmente debía...
—¿Le apetecería comer algo? —preguntó, y el camarada Mo se frotó las manos, rió, dijo que se moría de hambre y se sentó a su lado.
Cuando Frances invitó a Johnny a tomar asiento, éste anunció que sólo bebería una copa de vino; había llevado una botella. En los sitios que unos minutos antes habían ocupado Andrew y Sylvia, ahora estaban los camaradas Mo y Johnny, que se repartieron lo que quedaba del pastel de carne y de las verduras.
La furia de Frances rayaba en el desánimo: ¿qué sentido tenía enfadarse con Johnny? Saltaba a la vista que no comía desde hacía días: se atiborraba de pan, bebía a grandes sorbos y entre cucharada y cucharada volvía a llenar su copa y la del camarada Mo. Los jóvenes estaban contemplando un apetito mucho más voraz que el suyo.
—Serviré el postre —anunció Frances con rabia contenida.
La mesa se llenó de platos con pegajosas delicias de las tiendas chipriotas, hojaldres con miel y frutos secos, y el pastel de chocolate que Frances preparaba especialmente para «los críos».
Después de mirar a su padre y a su madre, como preguntándole: «¿Por qué lo has invitado a sentarse? ¿Por qué se lo permites...?», Colin se levantó, apartó la silla con tanta brusquedad que fue a dar contra la pared, y salió de la cocina.
—Me siento como en un segundo hogar —comentó el camarada Mo mientras comía pastel de chocolate—. No conozco esas pastas. Se parecen a unas que comemos nosotros. ¿Son árabes?
—Chipriotas —puntualizó Johnny—, aunque sin duda inspiradas en la cocina oriental... —Acto seguido soltó una perorata sobre las especialidades del Mediterráneo.
Todos lo escuchaban fascinados: había que reconocer que Johnny sabía ser ameno cuando no hablaba de política, pero aquello era demasiado bueno para durar. Muy pronto pasó al tema del asesinato de Kennedy y la posible implicación de la CÍA y el FBI. De ahí saltó a los planes de los americanos para meterse en África, esgrimiendo como prueba el hecho de que el camarada Mo había recibido una fabulosa oferta de dinero de parte de la CÍA. El camarada Mo confirmó este punto con orgullo, luciendo las encías y todos los dientes. Un agente de parte de la CÍA en Nairobi se había ofrecido a financiar su partido a cambio de información.
—¿Y cómo supo que era de la CÍA? —inquirió James.
El camarada Mo respondió que «todo el mundo sabía» que la CÍA acechaba África como un león a su presa. Soltó una carcajada, encantado, y echó un vistazo alrededor, buscando aprobación.
—Todos deberíais visitar nuestro país. Así veríais las cosas con vuestros propios ojos y os lo pasaríais en grande —propuso, ajeno a que estaba pintando un futuro glorioso—. Johnny ha prometido que vendrá.
—¿Ah, sí? Creía que pensaba irse ahora..., uno de estos días —señaló James.
El camarada Mo dirigió una mirada inquisitiva a Johnny.
—El camarada Johnny será bien recibido en cualquier momento.
—¿De modo que no le dijiste a Andrew que te ibas a África? —preguntó Frances, y anticipándose a la respuesta, añadió—: Que se queden con las ganas de saberlo.
Johnny sonrió y dijo:
—Sí, siempre hay que dejar que se queden con las ganas.
—¿A quiénes? —quiso saber Rose.
—A la CÍA, naturalmente —contestó Frances.
—Ah, sí, la CÍA. Desde luego. —James estaba asimilando información, que era su especialidad y su propósito.
—Que se queden con las ganas de saberlo —repitió Johnny, y dirigiéndose a su obsecuente discípulo, añadió en su tono más solemne—: En política, nunca debes permitir que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha.
—O lo que hace la izquierda —apostilló Frances.
Johnny no hizo caso del comentario.
—Siempre has de cubrir tus huellas, camarada James. No hay que facilitarle las cosas al enemigo.
—Tal vez yo también debería ir a Cuba, ¿no? —dijo el camarada Mo—. El compañero Fidel está fomentando los vínculos con los países africanos liberados.
—Y con los no liberados —puntualizó Johnny, confiándoles a todos los secretos de la política.
—¿Para qué va usted a Cuba? —preguntó Daniel con sincero interés, desde el otro lado de la mesa con su llameante melena roja, sus pecas y una permanente expresión de abatimiento en los ojos debida a la certeza de que no le llegaba a la suela de los zapatos a... Geoffrey, por ejemplo. O a Johnny.
—No deberías hacer esa clase de preguntas —dijo James, y miró a Johnny como pidiéndole confirmación.
—Exactamente —convino Johnny. Se levantó y regresó a su podio de conferenciante, de espaldas a la ventana, tranquilo pero alerta—. Quiero ver cómo un país que sólo ha conocido la esclavitud y la opresión construye la libertad, una sociedad nueva. Fidel ha hecho milagros en los últimos cinco años, pero en los próximos cinco se producirá un auténtico cambio. Me encantaría llevar a mis hijos, a Andrew y a Colin, para que lo vieran en persona... A propósito, ¿dónde están? —Todavía no había reparado en su ausencia.
—Andrew está con Tilly..., con Sylvia —respondió Frances—. Tendremos que llamarla así a partir de ahora.
—¿Por qué? ¿Se ha cambiado el nombre?
—Es su nombre verdadero —terció Rose con resentimiento; detestaba su nombre y quería que la llamaran «Marilyn».
—Yo siempre la he conocido como Tilly —repuso Johnny con un aire caprichoso que recordaba el de Andrew—. Bueno, ¿y Colin?
—Está haciendo deberes —contestó Frances. Se trataba de una respuesta poco verosímil, pero Johnny no tenía modo de saberlo.
Estaba nervioso. Sus hijos constituían su público favorito, y apenas sospechaba hasta qué punto eran críticos con él.
—¿Se puede viajar a Cuba como un simple turista? —preguntó James, que obviamente censuraba a los turistas y su frivolidad.
—Él no irá como turista —explicó el camarada Mo. Incómodo al permanecer sentado a la mesa mientras su compañero de armas estaba de pie ante la audiencia, se levantó y se colocó junto a Johnny—. Lo ha invitado Fidel. —Aquello era una novedad para Frances—. Y a usted también.
Johnny se puso violento; saltaba a la vista que no quería que se revelara esa información.
—Un amigo de Fidel fue a Kenia para asistir a los actos de la independencia —prosiguió el camarada Mo— y me dijo que Fidel quería invitar a Johnny y a su esposa.
—Debía de referirse a Phyllida.
—No. Dijo el camarada Johnny y la camarada Frances.
Johnny estaba furioso.
—Es obvio que el compañero Fidel no está al corriente de la indiferencia de Frances ante la situación del mundo.
—No —repitió el camarada Mo, aparentemente ajeno al hecho de que Johnny estaba a punto de estallar a su lado—. Dijo que había oído que era una actriz famosa y que la habían invitado a formar un grupo de teatro en La Habana. Yo me sumo a la invitación. Si quiere, puede formar un grupo de teatro revolucionario en Nairobi.
—Oh, Frances —murmuró Sophie juntando las manos, con los ojos brillantes de alegría—, es fabuloso, absolutamente fabuloso.
—Al parecer el trabajo de Frances está más encaminado a dar consejos sobre problemas familiares —replicó Johnny y, firmemente decidido a poner fin a aquel disparate, alzó la voz y se dirigió a los adolescentes—. Pertenecéis a una generación afortunada —proclamó—. Vosotros, jóvenes camaradas, construiréis un mundo nuevo. Tenéis la capacidad necesaria para ver más allá de las viejas farsas, las mentiras, los engaños... Podéis darle la vuelta al pasado, destruirlo, cambiar las cosas... Este país se enfrenta a dos grandes dificultades. Por un lado están los ricos, con una infraestructura sólida y bien consolidada; por el otro, está infestado de actitudes anticuadas y embrutecedoras. Ese será el problema. Vuestro problema. Ya puedo ver la Gran Bretaña del futuro, libre, rica, sin pobreza, con la injusticia convertida en un mero recuerdo...
Continuó de ese modo durante un rato, repitiendo exhortaciones que sonaban a promesas. «Vosotros transformaréis el mundo... La responsabilidad recaerá sobre los hombros de vuestra generación... El futuro está en vuestras manos... Vosotros viviréis para ver un mundo mejor, un lugar fabuloso, y sabréis que fue gracias a vuestros esfuerzos... Qué maravilla tener vuestra edad, ahora, con todo al alcance de vuestras manos...»
Los jóvenes rostros y los jóvenes ojos resplandecían de adoración por él y las palabras que pronunciaba. Johnny se hallaba en su elemento, absorbiendo admiración. Había adoptado la postura de Lenin, con una mano señalando el futuro y la otra cerrada sobre el corazón.
—Es un gran hombre —concluyó en voz baja y tono reverencial, mirándolos a todos con seriedad—. Fidel es auténticamente grande. Nos está indicando el camino hacia el futuro.
Una cara dio señales de no estar en perfecta sincronía con Johnny: James, que lo admiraba más de lo que aquél podía imaginar, necesitaba orientación.
—Pero, camarada Johnny... —dijo levantando la mano como si estuviera en clase.
—Y ahora buenas noches —lo interrumpió Johnny—. Tengo una reunión. Y el camarada Mo también.
Saludó con una inclinación de la cabeza, con gesto adusto pero cordial dirigido a todos menos a Frances, a quien dirigió una mirada fría. Se marchó seguido por el camarada Mo, que se despidió de Frances diciendo:
—Muchas gracias, camarada. Me ha salvado la vida. Estaba muerto de hambre. Y ahora, por lo visto tengo una reunión.
Los jóvenes se quedaron sentados en silencio, escuchando el Escarabajo de Johnny ponerse en marcha y alejarse.
—¿Qué os parece si laváis los platos? —sugirió Frances—. Yo tengo que trabajar. Buenas noches.
Aguardó un rato para ver quién se daba por aludido. Geoffrey, desde luego, el niño bueno; Jill, que estaba ostensiblemente enamorada del apuesto Geoffrey; Daniel, porque también estaba enamorado de Geoffrey, aunque no lo supiera; Lucy..., bueno, de hecho, todos. ¿Y Rose?