Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Entonces come un poco de pan con queso.
—¿Pan con queso en Navidad?
—Es lo que he comido yo—respondió Frances—. Y cállate de una vez.
Rose se interrumpió en medio de un berrido, se volvió hacia Frances con expresión de incredulidad y adoptó todo el abanico de gestos de la adolescente incomprendida: ojos relampagueantes, mohines de enfado, respiración entrecortada.
Andrew cortó una rebanada de pan, la untó con mantequilla y la cubrió con queso.
—Aquí tienes —dijo.
—Con tanta mantequilla me pondré como una vaca.
Andrew recuperó su ofrenda y le dio un mordisco. Rose permaneció sentada, acumulando rabia y lágrimas. Nadie la miró. Por último, cogió la barra de pan, cortó una rebanada fina, la untó con un poco de mantequilla y la cubrió con unos trozos de queso. Sin embargo, no comió, sino que se quedó contemplándola: vaya comida de Navidad.
—Cantaré un villancico para matar el tiempo hasta que esté listo el budín —anunció Andrew.
Comenzó con
Noche de paz
, pero Colin lo hizo callar.
—Cierra el pico, Andrew. Es más de lo que soy capaz de soportar.
—Supongo que el budín ya se puede comer —anunció Frances. Colocó el voluminoso y brillante pastel sobre una delicada fuente azul. Puso platos y cucharas y sirvió más vino. Clavó la ramita de acebo del regalo de Julia en el budín y llevó a la mesa una lata de crema.
Comieron.
Al cabo de un rato sonó el teléfono. Era Sophie, hecha un mar de lágrimas, así que Colin subió al piso de arriba para hablar con ella largamente, muy largamente, y bajó minutos más tarde con la noticia de que regresaría a casa de Sophie —la pobre no podía más—, y pasaría la noche allí o tal vez la trajera a casa.
Oyeron el taxi de Julia y un instante después entró Sylvia, exaltada, risueña, guapa: ¿quién lo hubiera dicho unas semanas antes? Les hizo una reverencia, sujetando la falda de su vestido de niña buena, a la vez encantada y divertida con el cuello y los puños de encaje y los bordados. Julia apareció detrás.
—Oh, Julia, siéntese por favor —la invitó Frances.
Pero Julia había visto a Rose, que con el maquillaje corrido de tanto llorar semejaba un payaso y estaba atiborrándose de budín de Navidad.
—Tal vez en otro momento —repuso.
Estaba claro que Sylvia hubiera preferido quedarse con Andrew, pero subió por la escalera detrás de Julia.
—Qué vestido más ridículo —comentó Rose.
—Tienes razón —convino Andrew—. No es tu estilo.
Entonces Frances cayó en la cuenta de que no le había dado las gracias a Julia y, furiosa consigo misma, corrió tras ella. La alcanzó en el último rellano. La abrazaría. Estrecharía entre sus brazos a aquella vieja acartonada y criticona y la besaría; pero fue incapaz de hacerlo: sus brazos se negaron a levantarse y tocar a Julia.
—Muchas gracias —dijo—. Ha sido un detalle precioso. No se imagina lo mucho que ha significado para mí...
—Me alegro de que te gustara —contestó Julia, volviéndose hacia la puerta.
—Gracias, muchísimas gracias —añadió Frances, sintiéndose torpe, grotesca.
Sylvia no tenía dificultades para besar a Julia, o para permitir que la besara y la abrazara, e incluso se sentaba en sus rodillas.
Corría el mes de mayo, las ventanas estaban abiertas a una agradable tarde de primavera y los pájaros cantaban con ahínco, ahogando los ruidos del tráfico. Una llovizna arrancaba destellos a las hojas y las flores.
El grupo que rodeaba la mesa parecía el coro de un musical, pues todos llevaban túnicas con rayas horizontales azules y blancas y mallas negras. Para diferenciarse, Frances había escogido rayas negras y blancas. Los varones se habían puesto la misma túnica rayada, pero por encima de los téjanos. El cabello les llegaba —obligatoriamente— por debajo de las orejas, lo que constituía una afirmación de su independencia, mientras que todas las chicas lucían cortes Evansky. Un corte Evansky era la aspiración de toda chica
in
, y por las buenas, o probablemente por las malas, lo habían conseguido. Se trataba de un estilo intermedio entre la melena de los años veinte y el corte a lo
garçon
, con flequillo hasta las cejas. Liso, huelga decirlo. Los rizos estaban
out
. Hasta la cabellera de Rose, aquella masa de bucles negros, estaba cortada a lo Evansky. Pequeñas cabezas pulcras, muñequitas peripuestas, currutacas maripresumidas, y los chicos como ponis peludos, todos con aquellas rayas azules y blancas inspiradas en las camisas marineras, a juego con las tazas del desayuno. Cuando habla el
Geist
, el
Zeit
debe obedecer. Allí estaban los chicos y las chicas de la revolución sexual, aunque aún ignoraban que se les recordaría por eso.
Había una excepción al obligatorio corte Evansky, tan poderoso como el de Vidal Sassoon. La señora Evansky, una mujer decidida, se había negado a cortarle el cabello a Sophie. Después de levantar los satinados mechones, dejando que se escurrieran entre los dedos, había declarado: «Lo siento, no puedo», y a continuación, ante las protestas de Sophie, había añadido: «Además, tienes la cara larga. No te favorecería.» Sophie había permanecido en su sitio, ofendida, excluida, hasta que la señora Evansky dijo: «Vete y piénsalo, y si insistes... Pero si te cortase este pelo me sentiría fatal.»
Así, única entre las chicas, Sophie estaba sentada a la mesa con su negra cabellera intacta, sintiéndose como una especie de monstruo.
La rueda de la fortuna había girado bastante durante los últimos cuatro meses. ¿Qué eran cuatro meses? Nada, y sin embargo todo había cambiado.
Primero Sylvia. También había alcanzado la plena integración. Su peinado, conseguido a fuerza de suplicar a Julia, no la favorecía, pero todos sabían lo importante que era para ella considerarse normal e igual a los demás. Comía, aunque no muy bien, y obedecía a Julia en todo. La vieja y la niña pasaban horas sentadas en la salita de aquélla, que le preparaba a ésta pequeños caprichos, la alimentaba con los bombones que le regalaba su admirador, Wilhelm Stein, y le contaba historias sobre la Alemania anterior a la guerra, a la Primera Guerra Mundial. En una ocasión Sylvia había preguntado con delicadeza, porque habría preferido morir a lastimar a Julia:
—¿Entonces nunca ocurría nada malo?
Julia había quedado estupefacta, pero luego había reído.
—Aunque hubieran ocurrido cosas malas, no lo admitiría.
Sin embargo, lo cierto es que era incapaz de recordar cosas malas. Su infancia en aquella casa llena de música y gente agradable se le antojaba un paraíso. ¿Acaso existía algo semejante ahora, en cualquier parte?
Andrew había prometido a su madre y a su abuela que ingresaría en Cambridge en otoño, pero entretanto casi no salía de la casa. Holgazaneaba, leía y fumaba en su cuarto. Sylvia lo visitaba, llamando formalmente a la puerta, le ordenaba la habitación y lo reñía. «Si yo puedo pasar sin ella, tú también», aseveraba refiriéndose a la marihuana. Para ella, que había llegado a tocar fondo, cualquier cosa suponía una amenaza: el alcohol, el tabaco, la hierba, los gritos; y cualquier discusión hacía que se escondiese bajo las mantas, tapándose los oídos. Asistía a clase y empezaba a irle bien. Por las noches, Julia la ayudaba con los deberes.
Geoffrey, que era muy listo, aprobaría los exámenes y luego se matricularía en la London School of Economics para estudiar —por supuesto— Ciencias Políticas y Economía. Afirmaba que la filosofía no le interesaba. Daniel, la sombra de Geoffrey, iría a la misma facultad y cursaría la misma carrera.
Aunque Jill había tenido un aborto, la experiencia no parecía haberla afectado, y seguía exactamente igual. Lo más curioso era que «los críos» se habían ocupado de todo, sin recurrir a los mayores. No habían informado a Frances ni a Julia, ni siquiera a Andrew, a quien por lo visto consideraban demasiado adulto y un enemigo potencial. Colin había ido a hablar con los padres de la chica —ya que ella no se atrevía— para comunicarles que estaba embarazada. Ellos dieron por sentado que Colin era el padre y se negaron a creerle cuando les aseguró que no. ¿Quién era el padre? Nadie lo sabía ni lo sabría, aunque sospechaban de Geoffrey: como era tan guapo, siempre lo culpaban de las esperanzas truncadas y los corazones rotos.
Colin consiguió dinero de los padres de Jill para el aborto y fue a ver a su médico de cabecera, que le facilitó un número de teléfono.Después, cuando Jill regresó sana y salva al apartamento del sótano, pusieron a Julia, Frances y Andrew al corriente. Sin embargo, los padres de Jill decidieron que, habida cuenta de las cosas que sucedían en Saint Joseph, su hija no regresaría allí.
Sophie y Colin habían roto. Sophie, que jamás dejaría nada a medias, era demasiado para Colin: lo quería a muerte, o al menos de manera enfermiza. «¡Lárgate! —le había gritado él al fin—. ¡Déjame en paz!» Y se había encerrado en su habitación durante varios días. Después había ido a casa de Sophie para pedirle disculpas, diciendo que todo era culpa suya y que estaba «hecho un lío». «Por favor vuelve a casa, por favor —le había rogado—, todos te echamos de menos y Frances no para de preguntar: "¿Dónde está Sophie?"» Y cuando Sophie volvió, Frances la abrazó y dijo: «Pase lo que pase entre Colin y tú, siempre podrás visitarnos.»
Los fines de semana Sophie viajaba a Londres con la pandilla de Saint Joseph, pasaba la tarde del viernes con ellos y se iba a dormir a casa de su madre, que según decía se encontraba mejor, «aunque no lo parece, tiene la moral por los suelos y un aspecto horroroso». En ese entonces todavía no se había incorporado la depresión, y menos aún la depresión clínica, al vocabulario general ni a la conciencia colectiva. Cuando alguien decía: «Dios, estoy tan deprimido», se refería a que estaba de mal humor. Sophie, que en la medida de sus posibilidades era una buena hija, volvía a casa los sábados por la noche, pero no pasaba el día allí. Los sábados y los domingos ocupaba su lugar a la enorme mesa de Frances.
Le había ocurrido algo maravilloso. A menudo bajaba andando hasta Primrose Hill y luego atravesaba Regent's Park para ir a clases de baile y canto. Allí, en un claro cubierto de hierba y flores se yergue la estatua de una joven con una cabra llamada
La protectora de los desamparados
. Esa chica de piedra fascinó a Sophie, que empezó por depositar una hoja en el pedestal, luego una flor y finalmente un ramillete. Poco después empezó a llevar bizcocho consigo, para contemplar cómo los gorriones y los mirlos se posaban a los pies de la estatua y picoteaban las migas. En una ocasión puso una corona de hojas sobre la cabeza de la cabra, y un día encontró en el pedestal un librito titulado
El lenguaje de las flores
y, atado a él con un lazo, un ramillete de lilas y rosas rojas. No vio a nadie, aparte de las personas que paseaban por el parque. Se alarmó, consciente de que alguien había estado observándola. A la hora de la cena les contó a todos la historia, riéndose de su amor por la niña de piedra, y les mostró
El lenguaje de las flores
. Las lilas significaban «los primeros sentimientos amorosos»; las rosas rojas, «amor».
—¿No piensas contestarle? —preguntó Rose, furiosa.
—Hermosa Rosa —dijo Colin—, por supuesto que va a contestarle.
Todos estudiaron el libro para elucubrar un mensaje apropiado. Sin embargo, lo que Sophie quería responder era: «Siento curiosidad, pero no saques conclusiones precipitadas», y en el libro no encontraron nada que les convenciera. Al final se decidieron por las campanillas de invierno, que significaban «esperanza» —aunque la temporada ya había pasado— y por las vincapervincas, que significaban «amistad incipiente». Sophie creía que había algunas en el jardín de su madre. ¿Y qué más?
—Oh, vamos. Arriésgate —sugirió Geoffrey—. Lirios de los valles: «Regreso a la felicidad.» Y polemonios: «Consentimiento.»
Sophie dejó el ramillete en el pedestal, aguardó un rato, se marchó, volvió y descubrió que las flores habían desaparecido. Claro que podía habérselas llevado otra persona, ¿no? No, porque cuando regresó al día siguiente había un chico que le dijo que «hacía siglos» que la observaba y que había recurrido a
El lenguaje de las flores
porque era demasiado tímido para abordarla directamente. La historia resultaba poco verosímil, porque no tenía un pelo de tímido. Era actor y estudiaba en la academia en la que ella planeaba matricularse en otoño. Se trataba de Roland Shattock, una especie de trotskista desgarbadamente apuesto e histriónico. A menudo iba a cenar a casa de Frances, y ese día se encontraba allí. Mayor que los demás —le llevaba un año a Andrew—, tenía aspecto de tipo experimentado y una cazadora de ante con flecos teñida de violeta; los chicos lo consideraban una aparición procedente del mundo adulto a la vez que una especie de medio para acceder a ese mundo. Si él no los consideraba «críos», entonces... Sus mentes idealistas nunca contemplaron la posibilidad de que necesitara una buena comida.
Cuando Roland estaba allí, Colin solía quedarse callado e incluso se retiraba temprano, sobre todo si se presentaba Johnny, porque el joven trotskista y el viejo estalinista se enzarzaban en discusiones estentóreas, acaloradas y a menudo desagradables. Sylvia también huía a refugiarse en las habitaciones de Julia.
Johnny había estado en Cuba, donde le habían encargado la realización de una película. «Aunque me temo que no dará mucho dinero, Frances.» Entretanto, había hecho una visita a la Zambia independiente con el camarada Mo.
Ahora Rose: había causado dificultades prácticamente todos los días desde hacía cuatro meses. Se negaba a retomar los estudios y a regresar a su casa. Estaba dispuesta a estudiar en Saint Joseph, siempre que le permitieran instalarse ahí, en esa casa. Andrew fue a ver otra vez a sus padres. Creían que ese encantador joven de clase alta tenía planes que incluían a su hija, de manera que accedieron a que ésta asistiese a un colegio sin internado de Londres, aunque no a Saint Joseph, que escapaba a sus posibilidades. Le pagarían el instituto y le darían una asignación para ropa, pero no se harían cargo de los gastos de alojamiento y comida. Dieron a entender que éstos eran responsabilidad de Andrew, lo que significaba que correrían por cuenta de Frances.
Quizá le pidiese que a cambio se ocupara de ciertas tareas domésticas, ya que a pesar de la señora Philby, la asistenta de Julia —que no hacía mucho más que pasar la aspiradora—, resultaba imposible mantener la casa limpia. «No seas tonta —dijo Andrew—. ¿Piensas que Rose va a mover un dedo?»