El sueño más dulce (13 page)

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Authors: Doris Lessing

—Feliz Navidad —dijo el muchacho—: Buen provecho —añadió, y se marchó silbando
Good King Wenceslas
.

Frances depositó la bandeja en el centro de la mesa. Una tarjeta anunciaba que procedía de un restaurante elegante, uno de los buenos, y debajo de la muselina había un pequeño festín y otra tarjeta: «Con los mejores deseos de Julia.» Los mejores deseos. Obviamente, era culpa de Frances que Julia no pudiese decir «con cariño», pero daba igual, por un día no se preocuparía por eso.

Era una bandeja tan bonita que no quería tocarla.

El bol de porcelana blanca contenía una sopa verde, muy fría, cubierta de hielo triturado, que al probarla con el dedo se reveló como una combinación de acidez y aterciopelada untuosidad... ¿Qué era? ¿Acedera? En un plato azul, decorado con flecos de lechuga de intenso color verde que simulaban algas, había vieiras, servidas en su valva, con champiñones. Dos codornices descansaban sobre un lecho de apio sofrito. A su lado, otra tarjeta rezaba: «Por favor, calentar durante diez minutos.» También había un pequeño postre de chocolate decorado con una ramita de acebo, y un plato de frutas que Frances nunca había probado y que sólo conocía de nombre: grosellas del Cabo, lichis, maracuyás, guayabas... Pequeñas botellas de champán, vino de Borgoña y oporto cercaban los manjares. Aquel ingenioso banquete en miniatura, que rendía homenaje a la Navidad al tiempo que la ridiculizaba, nada tendría de especial en estos tiempos, pero entonces era como una visión del paraíso, una golondrina procedente de las maravillas del futuro. Frances no podía comer esos platos; habría sido un crimen. Se sentó, contempló la bandeja y se dijo que Julia debía de profesarle afecto a pesar de todo.

Lloró. En Navidad se llora. Es obligatorio. Lloró por lo bondadosa que era su suegra con ella y sus hijos; por el encanto de la comida, que despertaba tentaciones; por su incredulidad ante los trances que había conseguido superar, y por último, entregándose a fondo, lloró por las angustias de las Navidades del pasado. Oh, Dios, aquellas fiestas con los niños pequeños, en esas habitaciones horribles donde a menudo pasaban frío, donde todo era tan feo.

Luego se enjugó las lágrimas y siguió sentada, sola. Una hora, dos. Ni un alma en la casa... Aunque la radio sonaba abajo, y no en la casa de al lado, decidió no hacerle caso. Tal vez la hubieran dejado encendida. Las cuatro de la tarde. Las compañías de gas y electricidad se alegrarían de haber salido airosas una vez más de la comida de Navidad. Desde Land's End a las Oreadas, mujeres cansadas y enfadadas estarían diciendo: «Ahora friegas tú.» En fin, les deseaba suerte.

La gente dormitaría en sofás y sillones, escuchando intermitentemente el discurso de la reina, interrumpido por las consecuencias de los atracones. Empezaba a oscurecer. Frances se levantó, echó las cortinas y encendió las luces. Volvió a sentarse. Tenía hambre, pero no se decidía a profanar la bonita bandeja. Comió un trozo de pan con mantequilla. Se sirvió una copa de Tío Pepe, En Cuba, Johnny estaría sermoneando a quienquiera que lo acompañase: probablemente sobre la situación en Gran Bretaña.

Tal vez subiera a dormir la siesta; al fin y al cabo, casi nunca se le presentaba la oportunidad. Se abrió la puerta de la calle, luego la de la cocina, y entró Andrew.

—Has llorado —dijo, sentándose a su lado.

—Sí, un poco. Fue agradable.

—Yo detesto llorar. Me da miedo, porque temo ser incapaz de parar. —Se ruborizó y añadió—: Oh, Dios mío...

—Ay, Andrew —se lamentó Frances—. Lo lamento mucho.

—¿Por qué? Maldita sea, cómo puedes pensar...

—Supongo que pude haber hecho las cosas de otra manera.

—¿Qué cosas? ¿A qué te refieres? Oh, Dios.

Se sirvió una copa de vino y se sentó encorvado, abstraído en sus pensamientos, como Jill unos días atrás.

—Es Navidad —dijo Frances—. Eso es todo. La gran provocadora de recuerdos angustiosos.

Como para conjurar esa idea, Andrew agitó una mano en un ademán que significaba: «Basta, no sigas.» Se inclinó para examinar el regalo de Julia. Al igual que Frances, metió un dedo en la sopa, la probó e hizo un gesto de aprobación. Comió un trozo de vieira.

—Me siento como una grandísima hipócrita, Andrew. Mandé a todos los chicos a su casa, como buenos niños, pese a que yo prácticamente no pisé la mía desde que me marché de ella. Iba por Navidad y me largaba a la mañana siguiente, o incluso esa misma tarde.

—Me pregunto si ellos regresaban a casa en Navidad... Me refiero a tus padres.

—Tus abuelos.

—Sí, supongo que son mis abuelos. O lo eran.

—No tengo idea. Sé muy poco sobre ellos. Fue como si la guerra abriera un abismo en mi vida, y quedaran del otro lado. Y ahora están muertos. Cuando me fui pensaba en ellos lo menos posible. Sencillamente no los soportaba, de manera que no iba a verlos. Y ahora me enfado con Rose porque no quiere ir a su casa.

—Te largaste de tu casa a los quince años, ¿no?

—No. A los dieciocho.

—Entonces estás libre de culpa.

Esa ridiculez los hizo reír. Constató algo maravilloso: lo bien que se llevaba con su hijo mayor. Bueno, al menos desde que había crecido; es decir, desde hacía poco, en realidad. Qué placer, que consuelo para...

—Y Julia tampoco veía a menudo a su familia, ¿verdad?

—¿Cómo iba a verlos si vivía aquí?

—¿Cuántos años tenía cuando se instaló en Londres?

—Veinte, me parece.

—¿Qué? —Andrew se llevó las manos a la boca y luego las dejó caer—. Veinte años. Mi edad. Y a veces pienso que todavía no he aprendido a atarme los cordones de los zapatos.

En silencio imaginaron a Julia de joven.

—Hay una fotografía suya —rememoró Frances—. La he visto. Es una foto de boda. Ella lleva un sombrero tan cargado de flores que prácticamente no se le ve la cara.

—¿Sin velo?

—Sin velo.

—Dios, mira que venir hasta aquí sola, para vérselas con nosotros, los fríos ingleses. ¿Cómo era el abuelo?

—No llegué a conocerlo. No estaban muy contentos con Johnny. Y conmigo menos. —Tratando de encontrar una justificación para aquella monstruosidad, ella continuó—: Verás, era por la guerra fría.

Acodado sobre la mesa con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido, Andrew la miraba fijamente, tratando de entender.

—La guerra fría —repitió.

—Caray—exclamó ella, sorprendida—, lo había olvidado, a mis padres tampoco les gustaba Johnny. De hecho, me escribieron una carta diciendo que yo era una enemiga de mi país, una traidora... Sí, creo que dijeron eso. Con el tiempo se arrepintieron y vinieron a verme... Tú y Colin erais muy pequeños. Johnny estaba allí y los llamó «desechos de la historia». —Parecía al borde del llanto, pero sólo se debía al mero recuerdo de su exasperación.

Andrew enarcó las cejas, intentando reprimir la risa en vano; entonces sacudió los brazos, como para contrarrestar sus carcajadas.

—¡Es tan gracioso! —se disculpó.

—Supongo que sí.

Andrew apoyó la cabeza sobre los brazos, suspiró y permaneció así durante un largo minuto. Las palabras salieron de entre sus brazos:

—Me temo que me falta energía para...

—¿Qué? ¿Energía para qué?

—¿De dónde sacabais tanta seguridad en vosotros mismos? Créeme, yo soy muy débil en comparación. Tal vez sea un desecho de la historia, ¿no?

—¿A qué te refieres?

Levantó la cara. Estaba roja y tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—No tiene importancia. —Sacudió de nuevo las manos, como para disipar los malos pensamientos—. ¿Sabes? No me importaría probar tu banquete.

—¿No has comido?

—Phyllida estaba hecha polvo. Lloraba, gritaba y se tiraba al suelo. Está loca, ¿sabes? Quiero decir loca de verdad.

—Bueno, sí.

—Según Julia, es porque la mandaron a Canadá al principio de la guerra. Por lo visto tuvo la mala suerte de ir a parar a casa de una familia bastante desagradable. Los odiaba. Sus padres aseguran que volvió muy cambiada. Era como si no se conocieran. Se marchó con diez años y regresó con quince.

—Entonces supongo que hay que compadecerla.

—Eso creo yo. Y mira la que le ha caído ahora con el camarada Johnny.

Andrew acercó la bandeja, se levantó a buscar una cuchara, un cuchillo y un tenedor, volvió a sentarse, y en cuanto hubo metido la cuchara en la sopa se oyó un portazo en el vestíbulo, la puerta de la cocina se abrió violentamente e irrumpió Colin, trayendo consigo una ráfaga de aire frío, la sensación de la oscuridad del exterior y, como una denuncia contra ambos, su cara de desdichado.

—¿Estoy viendo comida? ¿Comida de verdad?

Se sentó, y tras coger la cuchara que Andrew acababa de traer se puso a engullir la sopa.

—¿No vuelves de una comida navideña?

—No. La madre de Sophie se ha convertido en una judía fanática, y dice que la Navidad no tiene nada que ver con ella, aunque siempre la han celebrado. —Terminó la sopa—. ¿Por qué no cocinas comida como ésta? —le preguntó a Frances—. Ésa sí que era una sopa.

—Con vuestro apetito, ¿cuántas codornices tendría que preparar para cada uno?

—Espera un momento —protestó Andrew—. Seamos justos. —Colocó un plato sobre la mesa, luego otro para Colin, y un cuchillo y un tenedor más. Se sirvió una codorniz.

—Se supone que hay que calentarlas durante diez minutos —señaló Frances.

—¿Qué más da? Está deliciosa.

Comían como si compitieran. Cuando terminaron las codornices, hundieron las cucharas al mismo tiempo en el postre, del que dieron cuenta en un visto y no visto.

—¿No hay budín de Navidad? —preguntó Colin—. ¿Una Navidad sin budín de Navidad?

Frances se levantó, bajó una fuente de budín de Navidad del estante más alto, sobre el que descansaba levitando tranquilamente, y lo puso al baño María.

—¿Cuánto tardará? —preguntó Colin.

—Una hora.

Depositó varias barras de pan en la mesa, luego mantequilla, queso y platos.

Los chicos se zamparon el Stilton, apartaron la saqueada bandeja y empezaron a comer en serio.

—Mamá —dijo Colin—, tenemos que invitar a Sophie a que se mude a esta casa.

—Pero si prácticamente vive aquí.

—No..., formalmente. No es por mí... O sea, no quiero decir que Sophie y yo vayamos en serio, pero no puede seguir en su casa. No tienes ni idea de cómo es su madre. Llora, abraza a Sophie y le dice que deberían saltar de un puente las dos juntas, o tomar veneno. ¿Te imaginas lo que es vivir de esa manera? —

Parecía estar acusando a Frances, y cuando se percató de ello cambió de tono, añadiendo con aire contrito—: Si vieras esa casa...; es un auténtico infierno.

—Ya sabes que le tengo mucho cariño a Sophie, pero no me la imagino viviendo en el sótano con Rose o con quienquiera que se meta allí. Supongo que querrás que se instale en tu habitación, ¿no?

—Bueno..., no, no es... No. Pero podría instalarse en el salón; casi no lo usamos.

—Si has roto con Sophie, ¿me das permiso para que pruebe suerte? —preguntó Andrew—. Estoy locamente enamorado de ella, como ya sabréis.

—No he dicho que...

Súbitamente convertidos en dos colegiales, comenzaron a propinarse empujones con los codos y las rodillas.

—Feliz Navidad —dijo Frances, y eso los detuvo.

—Hablando de Rose —saltó Andrew—, ¿dónde está? ¿Se ha ido a su casa?

—Por supuesto que no —respondió Colin—. Está en el sótano, alternando el llanto desconsolado con sesiones de maquillaje.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Andrew.

—Olvidas las ventajas de estudiar en una escuela progresista. Lo sé todo sobre las mujeres.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Aunque mi educación es superior a la tuya en todos los aspectos, no dejo de meter la pata en el campo de las relaciones humanas.

—No te va tan mal con Sylvia —comentó Frances.

—Sí, pero ella no es una mujer, ¿no? Más bien parece el fantasma de una niña asesinada.

—Eso que has dicho es horrible —lo reconvino Frances.

—Pero muy cierto —replicó Colin.

—Si Rose está abajo, supongo que deberíamos invitarla a subir —sugirió Frances.

—¿Es necesario? —preguntó Andrew—. Resulta agradable estar en familia, para variar...

—Iré a decirle que suba —se ofreció Colin—, antes de que se tome una sobredosis y nos eche la culpa a nosotros. —Se levantó de un brinco y corrió escaleras abajo.

Los dos que quedaron en la cocina no abrieron la boca; se limitaron a mirarse cuando oyeron un grito en el sótano, probablemente de bienvenida, y luego la sensata voz de Colin. Finalmente Rose entró empujada por éste.

Estaba muy maquillada: se había pintado gruesas líneas rojas alrededor de los ojos, llevaba pestañas postizas y sombra de color violeta. Se la veía enfadada, acusadora, suplicante, y era obvio que estaba a punto de echarse a llorar.

—Tomaremos budín de Navidad —dijo Frances.

Pero Rose se había fijado en la fruta y estaba examinándola.

—¿Qué es esto? —preguntó en tono agresivo—. ¿Qué es? —Sostenía un lichi en la mano.

—Seguro que lo has probado —dijo Andrew—. Se toma de postre después de una comida china.

—¿Qué comida china? Nunca he probado la comida china.

—Déjame a mí.

Colin peló el lichi; los crujientes fragmentos de piel finamente granulada cayeron para dejar al descubierto el perlado y luminoso fruto, semejante a una luna en miniatura. Tras retirar la brillante semilla negra, Colin se lo entregó a Rose, que lo comió y dijo:

—No es gran cosa; no merece tantas molestias.

—Hay que dejarlo un rato en la lengua —explicó Colin—, permitir que su interior le hable a tu interior.

Puso cara de sabiondo y, con el aire de un juez novato al que sólo le faltara la peluca, peló otro lichi y se lo tendió a Rose con delicadeza, sujetándolo entre el pulgar y el índice. Ella se sentó con la fruta en la boca, como una niña que se negase a tragar, pero finalmente se lo llevó a la boca.

—Es un timo —dictaminó.

De inmediato los hermanos acercaron el plato de fruta y se la repartieron entre los dos. Rose los miró boquiabierta y se echó a llorar.

—Ayyyyyy —gimió—. Sois muy malos. No es culpa mía si nunca he probado la comida china.

—Bueno, has probado el budín de Navidad, y eso es lo que comerás dentro de un momento —dijo Frances.

—Tengo mucha hambre —musitó Rose entre sollozos.

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