El sueño más dulce (5 page)

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Authors: Doris Lessing

Casi de inmediato la xenofobia comenzó a envenenar el amor de Julia. Aunque a su familia no le molestaba que amara a un inglés —¿acaso sus respectivos soberanos no se llamaban «primos»?—, los vecinos hacían comentarios insidiosos y los criados chismorreaban. Durante los años que duró la guerra los rumores afectaron no sólo a Julia, sino también a su familia. Sus tres hermanos estaban en el frente, su padre en el Ministerio de la Guerra, y su madre realizaba labores de voluntaria, pero aquellos apasionados días de julio de 1914 los convirtieron a todos en blanco de sospechas y comentarios maliciosos. Julia nunca perdió la fe en su propio amor ni en Philip. A él lo hirieron dos veces; ella se enteró por medios clandestinos, y lloró. Por muy malherido que estuviese, clamaba su corazón, ella siempre lo querría. Lo licenciaron en 1919. Julia estaba esperándolo, convencida de que acudiría a buscarla, cuando en la habitación donde habían flirteado cinco años antes entró un hombre al que supuestamente debía reconocer. Llevaba una manga vacía prendida a la pechera con un alfiler, y su rostro estaba tenso y arrugado. Ella aún no había cumplido los veinte años. Philip vio a una joven alta —había crecido varios centímetros—, con la rubia melena recogida en la coronilla y sujeta con un grueso pasador azabache, vestida de luto riguroso por sus dos hermanos muertos. El tercero —un chico de menos de veinte años— había resultado herido y, todavía uniformado, estaba sentado con la pierna rígida apoyada en un escabel. Los dos hombres, que hasta hacía tan poco habían sido enemigos, se miraron fijamente. Sin sonreír, Philip se acercó a él con la mano tendida. El joven desvió involuntariamente la mirada con una mueca de disgusto, pero enseguida recobró la compostura: sonrió, y se estrecharon la mano. Esta escena, que desde ese día se repetiría muchas veces de distintas maneras, carecía entonces de la importancia que revistiría en la actualidad. La ironía, que enaltece ese elemento que nos empeñamos en excluir de nuestra visión de las cosas, les habría parecido intolerable; nosotros nos hemos vuelto más insensibles.

Y esos dos amantes, que de haberse cruzado en la calle no se habrían reconocido, tuvieron que decidir si la añoranza que habían sentido el uno por el otro durante los terribles años de la guerra era lo bastante poderosa para justificar un matrimonio. Nada quedaba de la encantadora e ingenua niña, ni del hombre sentimental que había llevado la rosa roja junto a su corazón hasta que se había marchitado. Los grandes ojos azules destilaban tristeza, y Philip, al igual que el hermano menor de Julia, solía sumirse en largos silencios cuando recordaba cosas que sólo otros soldados acertarían a comprender.

Se casaron con discreción; no era el momento más apropiado para una ostentosa boda germanobritánica. En Londres el fervor bélico comenzaba a remitir aunque la gente todavía hablaba de los «cabezas cuadradas» y los «hunos». Aun así, se mostraban amables con Julia, que por primera vez, aunque creía que se amaban, se preguntó si no habría sido un error elegir a Philip. Ambos fingían ser personas serias por naturaleza, en lugar de seres que padecían una depresión incurable. A pesar de todo, la guerra quedó atrás y los rencores se disiparon. Julia, que en Alemania había sufrido por su enamorado inglés, hizo un esfuerzo voluntario por convertirse en inglesa. Aunque prácticamente dominaba el idioma, volvió a tomar clases y pronto empezó a hablar un inglés perfecto y exquisito, como pocos nativos eran capaces de hacer. Sabía que tenía modales circunspectos, por lo que intentó adoptar una actitud más desenfadada. Su vestuario también era impecable, pero a fin de cuentas estaba casada con un diplomático y debía guardar las apariencias, como decían los ingleses.

Iniciaron su vida matrimonial en una pequeña casa de Mayfair, donde, con la ayuda de una cocinera y una criada, Julia recibía invitados, como se esperaba de ella, y alcanzó una posición parecida a la que en su recuerdo había ocupado el hogar paterno. Entretanto, Philip había descubierto que casarse con una alemana no era la mejor receta para una carrera fácil. Las discusiones con sus superiores revelaron que ciertos puestos le estarían vedados —en Alemania, por ejemplo—, y que podía desviarse del recto camino que conducía a la cima y acabar desterrado en lugares como Sudáfrica o Argentina. Entonces decidió ahorrarse decepciones y se pasó a la administración. Progresaría profesionalmente, pero lejos del refinamiento de las cancillerías en el extranjero. A veces coincidía en la casa de su hermana con la Betty con quien podría haberse casado —y que seguía soltera, a causa del gran número de hombres muertos en la guerra— y pensaba en lo diferente que hubiese sido su vida con ella.

Cuando Jolyon Meredith Wilhelm Lennox nació, en 1920, tuvo una enfermera y luego una niñera. Era un niño alto y delgado, con rizos dorados y unos ojos azules que reflejaban hostilidad y censura, casi siempre hacia su madre. Al enterarse por su niñera de que ésta era alemana, pilló una rabieta y se portó mal durante varios días. Lo llevaron a conocer a la familia de Alemania, pero la visita no fue bien; le disgustaron tanto el lugar como sus extrañas costumbres: le exigían que se sentara a la mesa con las manos a los lados del plato mientras no comía, que hablara sólo cuando le dirigiesen la palabra y que entrechocara los talones cuando quisiera pedir algo. Se negó a volver a ese país. Julia discutió con Philip cuando éste decidió enviar al niño a un internado a los siete años. Aunque esto no se consideraría insólito en nuestros días, en aquel entonces Julia hubo de armarse de valor. Philip alegó que todas las personas de su posición hacían lo mismo y se puso como ejemplo: él también había ingresado en un internado a los siete años. De acuerdo, recordaba que había echado de menos a la familia, pero eso carecía de importancia, se superaba pronto. Ese argumento—«¡fíjate en mí!»—, destinado a acallar las protestas por la sencilla razón de que quien lo esgrimía estaba convencido de su superioridad, o al menos de su sensatez, no persuadió a Julia. En el interior de Philip había un lugar al que jamás lograría acceder, una reserva, una frialdad que al principio atribuyó a la guerra, las trincheras, las profundas heridas psicológicas. Pero había empezado a dudar; su relación con las esposas de los colegas de su marido no era lo bastante íntima para preguntarles si ellas también percibían que en sus hombres había un territorio vedado, una zona señalada como VERBOTEN, la entrada a la cual estaba prohibida..., pero ella observaba, se percataba de muchas cosas. «No —pensó—, si separas a un niño tan pequeño de su madre...» Perdió la batalla y también a su hijo, que en adelante se mostró tan cortés y afable como a menudo impaciente.

Que ella supiera, al chico le había ido bien en su primer colegio, pero no en Eton. Los informes distaban de ser buenos. «No entabla amistades con facilidad.» «Es un solitario.»

Durante unas vacaciones lo interrogó, ingeniándoselas para ponerlo en una situación de la que no lograra librarse fácilmente, pues siempre eludía las preguntas directas.

—Dime, Jolyon, ¿el hecho de que yo sea alemana te ha causado problemas?

Él parpadeó, como si quisiera escapar, pero le dedicó su característica sonrisa amable y respondió:

—No, mamá, ¿por qué iba a causarme problemas?

—Era sólo una duda.

Luego le pidió a Philip que «hablara» con Jolyon, con lo que quería decir, desde luego: «Haz que cambie, por favor, me está rompiendo el corazón.»

—Desde luego, no suelta prenda —fue la contestación de su marido.

En realidad, a Julia la tranquilizaba bastante pensar en Eton, pues era consciente del peso de esa institución como forjadora de excelencia y garantía de éxito. Había renunciado a su hijo —su único hijo— para entregarlo al sistema educativo inglés, y esperaba una retribución: que Jolyon saliera adelante, como su padre, y con el tiempo siguiera los pasos de éste, quizá como diplomático.

Cuando murió su padre, y poco después su madre, Philip quiso mudarse a la amplia casa de Hampstead. Era la residencia familiar y él, el hijo, viviría allí. A Julia le gustaba su pequeña casa de Mayfair, tan fácil de llevar y de mantener limpia, y se resistía a vivir en una que tuviese tantas habitaciones. Y sin embargo allí fue a parar. Nunca intentaba imponer su voluntad a Philip. Jamás discutían. Se llevaban bien porque ella no insistía en sus preferencias. Se comportaba como había visto hacerlo a su madre, cediendo a los deseos de su marido. Bueno, alguien tenía que ceder, pensaba Julia, y qué más daba quién lo hiciese. Lo importante era preservar la paz en la familia.

No les costó mucho incorporar los muebles de la casita, procedentes en su mayor parte de su hogar alemán, a la casona de Hampstead, donde de hecho no recibía tantos invitados como antes, aunque disponían de más espacio. Para empezar, Philip no era un hombre particularmente sociable: sólo tenía un par de amigos íntimos y por lo general los veía a solas. Y Julia suponía que se estaba volviendo vieja y aburrida, porque ya no disfrutaba de las fiestas como en el pasado. Aun así, organizaban cenas, a menudo con gente importante, y le complacía saber que lo hacía todo bien y que Philip estaba orgulloso de ella.

De vez en cuando viajaba a Alemania. Sus padres, que estaban envejeciendo, se alegraban mucho de verla, y ella quería a su hermano, ahora el único que le quedaba. Sin embargo, volver a la patria resultaba inquietante, incluso aterrador. La pobreza, el desempleo, los comunistas y luego los nazis estaban por todas partes, y las pandillas infestaban las calles. Y entonces apareció Hitler. Los Von Arne despreciaban por igual a los comunistas y a este último, y creían que ambos fenómenos desagradables desaparecerían sin más. Aquélla no era su Alemania, decían. Desde luego no era la Alemania que Julia recordaba como propia; siempre que olvidara, naturalmente, a los calumniadores de la época de la guerra. Habían llegado a acusarla de ser una espía. Las personas serias y educadas no, por supuesto..., bueno, sí, había habido un par de ellas. Llegó a la conclusión de que ya no se sentía a gusto en Alemania, y cuando sus padres fallecieron le resultó más fácil dejar de visitarla.

Al fin y al cabo, tenía que admitir que el pueblo inglés era un pueblo sensato. Una no podía ni imaginar que permitiesen enfrentamientos entre comunistas y fascistas en las calles... De acuerdo, ocasionalmente estallaba alguna revuelta, pero no había que exagerar; nada de aquello era comparable con Hitler.

Una carta de Eton les informó de que Jolyon había desaparecido, tras dejar una nota en la que decía que se iba a luchar en la guerra civil española. Estaba firmada por «el camarada Johnny Lennox».

Philip se valió de todas sus influencias para averiguar dónde se encontraba su hijo. ¿En la Brigada Internacional? ¿En Madrid? ¿En Cataluña? Por lo visto nadie lo sabía. Julia comprendía a Jolyon, pues le había horrorizado el comportamiento de Gran Bretaña y Francia para con el Gobierno electo de España. Su marido, que al fin y al cabo era diplomático, defendía a su Gobierno y su país, pero a solas con ella confesaba sentirse avergonzado. No admiraba las políticas que estaba respaldando y ayudando a poner en práctica.

Transcurrieron los meses. Por fin llegó un telegrama de su hijo, en el que pedía que le enviaran dinero a una dirección del East End de Londres. Julia lo interpretó como que quería que lo visitaran; de lo contrario les habría indicado un banco. Ella y Philip fueron juntos a la casa, situada en una calle miserable, y encontraron a Jolyon atendido por una mujer de aspecto decente a quien Julia tomó por una criada. Su hijo estaba en un cuarto de la planta alta y sufría una hepatitis que presumiblemente había contraído en España. Hablando con la mujer, que se hacía llamar camarada Mary, advirtió, primero, que ésta no sabía nada de España, y, después, que Jolyon no había estado en aquel país sino en esa casa, enfermo.

—Tardé un tiempo en darme cuenta de que sufría una crisis nerviosa —señaló la camarada Mary.

Era gente pobre. Cuando Philip extendió un talón por una suma considerable, le explicaron con bastante amabilidad que no disponían de cuenta bancaria, insinuando con un dejo apenas sarcástico que las cuentas bancarias sólo eran para ricos. Como no llevaban tanto dinero encima, Philip dijo que les enviaría el dinero al día siguiente, y así lo hizo. Jolyon, que ahora insistía en que lo llamasen Johnny, estaba tan delgado que se le marcaban los huesos de la cara, y aunque aseguraba que la camarada Mary y su familia eran la sal de la tierra, se avino fácilmente a regresar a casa.

Sus padres no volvieron a oír hablar de España, pero en la Liga de las Juventudes Comunistas, donde Johnny se había convertido en una estrella, lo consideraban un héroe de la guerra civil española.

Pusieron a su disposición un cuarto y más tarde una planta entera de la amplia casa, donde recibía a mucha gente que molestaba a los padres y sumía a Julia en un profundo abatimiento. Todos eran comunistas, por lo general muy jóvenes, y continuamente se llevaban a Johnny a asambleas, mítines, cursillos de fin de semana y manifestaciones. Julia le dijo que si hubiera visto las calles de Alemania, plagadas de bandas rivales, no se mezclaría con individuos de esa calaña, y como consecuencia de la discusión subsiguiente, Johnny se marchó. Sentando el precedente de sus futuras pautas de comportamiento, se alojó en las casas de sus camaradas, dormía en el suelo o dondequiera que hubiera un rincón libre y le pedía dinero a sus padres. «Supongo que no querréis que me muera de hambre, aunque sea comunista.»

Julia y Philip no se enteraron de la existencia de Frances hasta que Johnny se casó con ella, durante un permiso, aunque Julia estaba ya bastante familiarizada con lo que describía como «esa clase de chica». Había observado a las jóvenes astutas, descaradas y coquetas que atendían a los oficiales de alta graduación; algunas estaban adscritas al departamento de su marido. «¿Es apropiado que disfruten tanto en medio de esta horrible guerra?», se preguntaba. Bueno, al menos nadie podía tacharlas de hipócritas. (Varias décadas después, mientras se miraba en el espejo con tristeza y rociaba sus blancos rizos con laca, una anciana dama suspiraría: ¡Ah, lo pasábamos tan bien, tan bien... Era tan fascinante..., ¿entiendes?)

La guerra de Julia podría haber sido verdaderamente terrible. Su nombre había figurado en la lista de los alemanes que debían ser enviados al campo de internamiento de la isla de Man. «Nunca tuvieron la intención de recluirte —aseveró Philip—. Sólo fue un error administrativo.»

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