Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—¿Por qué me llamas Mutti? Nunca me llamabas así cuando eras pequeño.
—¿Pretendes ocultar tu origen alemán, Mutti?
—No, no me parece que esté ocultando nada.
—A mí sí. Hipócrita. ¿Qué otra cosa se puede esperar de la gente como tú?
Estaba verdaderamente furioso. Su padre no le había dejado un penique; todo había ido a parar a Julia. Él había planeado vivir en la casa y llenarla de camaradas que necesitaran refugio. Después de la guerra todo el mundo era pobre y vivía a salto de mata, y Johnny se sustentaba de trabajos que hacía para el partido, algunos de ellos ilegales. Se había enfadado con Frances porque ésta se había negado a aceptar una asignación de Julia. Cuando su esposa le había dicho: «No lo entiendo, Johnny, ¿quieres aceptar dinero de un enemigo de clase?», él le había pegado por primera y única vez. Ella le devolvió el golpe con más fuerza todavía. No se lo había preguntado con ánimo de burlarse ni de criticarlo; sólo deseaba, sinceramente, una explicación.
Aunque Julia gozaba de una posición desahogada, no era rica. Podía permitirse costear los estudios de Andrew y Colin, pero si Frances no hubiera aceptado irse a vivir con ella, la vieja habría alquilado parte de la casa. Ahora economizaba en cosas que habrían hecho reír a Frances de haberse enterado. No compraba ropa. Despidió al ama de llaves que vivía en el apartamento del sótano y ella misma empezó a encargarse de las tareas domésticas, con la ayuda de una asistenta que iba dos veces a la semana. (A esta mujer, la señora Philby, hubo que persuadirla con halagos y regalos de que siguiera trabajando cuando Frances llegó con sus vulgares costumbres.) Ya no compraba la comida en Fortnum's, pero después de la muerte de Philip había descubierto que sus gustos eran sencillos y que los criterios por los que obligatoriamente debía regirse la esposa de un funcionario del Foreign Office nunca habían sido los suyos.
Cuando Frances ocupó toda la casa, salvo la planta superior, Julia experimentó cierto alivio. Pese a que Frances aún no le caía bien, pues parecía empeñada en escandalizarla, Julia adoraba a los niños y se propuso protegerlos de sus padres. Lo cierto es que ellos le tenían miedo, al menos al principio, pero ella nunca llegó a saberlo. Pensaba que Frances intentaba evitar que se acercasen a ella; ignoraba que los alentaba a visitar a su abuela.
—Por favor. ¡Es tan buena con nosotros! Le encantaría que fuerais a verla.
—Oh, no, es demasiado. ¿Tenemos que ir?
Cuando Frances acudió a la redacción del periódico para aceptar el empleo, se reafirmó en sus preferencias por el teatro. Como periodista
freelance
carecía de experiencia con las instituciones y no albergaba el menor deseo de trabajar en equipo. En cuanto entró en el edificio de
The Defender
, percibió una atmósfera especial: sí, se trataba del
esprit de corps
. Luchaban por continuar con la venerable trayectoria de
The
Defender
como abogado de toda clase de causas nobles, una trayectoria que se remontaba al siglo XIX; o eso creían, sobre todo quienes trabajaban allí. Este período, la década de los sesenta, podía equipararse a cualquiera de las grandes etapas del pasado. Una tal Julie Hackett le dispensó la bienvenida al redil. Era una mujer dulce, por no decir femenina, con mechones de grueso cabello negro sujetos aquí y allá mediante una variedad de pasadores y peinetas, un personaje deliberadamente indiferente a la moda, ya que consideraba que ésta esclavizaba a las mujeres. Observaba con atención todo cuanto la rodeaba lista para corregir errores fácticos o ideológicos, y criticaba a los hombres en cada frase que pronunciaba, dando por sentado, como suelen hacer los creyentes, que Frances coincidía con ella en todo. Había seguido de cerca la carrera de Frances, leyendo artículos suyos en distintos periódicos, incluido
The Defender
, pero uno en particular la había decidido a contratarla. Se trataba de una nota satírica pero benévola sobre Carnaby Street, que empezaba a convertirse en un símbolo de la Gran Bretaña moderna y atraía a los jóvenes, tanto de cuerpo como de espíritu, de todos los rincones del mundo. Frances había escrito que sufrían una especie de alucinación colectiva, ya que se trataba de una callejuela sucia y miserable, y aunque las prendas que se vendían allí no estaban desprovistas de encanto —al menos algunas— no superaban a las de las calles que no iban acompañadas de las mágicas sílabas «Carnaby». ¡Herejía! Una valiente herejía, concluyó Julie Hackett, que comenzó a ver en Frances a un alma gemela.
Le enseñaron un despacho donde una secretaria separaba las cartas dirigidas a «Tía Vera» y las colocaba en distintas pilas, pues hasta las peores desdichas humanas han de encajar en categorías fácilmente identificables. Mi marido es infiel, alcohólico, me pega, no me da suficiente dinero, va a dejarme por su secretaria, prefiere quedarse en el bar con sus amigos a estar conmigo. Mi hijo es alcohólico, drogadicto, ha dejado embarazada a su novia, no quiere marcharse de casa, vive en las calles de Londres, cobra un sueldo pero se niega a contribuir con los gastos de la casa. Mi hija... Las pensiones, las subvenciones, la conducta de los funcionarios, problemas de salud... aunque ésas las contestaba un médico. De las cartas más sencillas se ocupaba la secretaria, firmando con el seudónimo de «Tía Vera», todo un próspero nuevo departamento de
The Defender
. El trabajo de Frances consistiría en leer las cartas, detectar temas o inquietudes frecuentes e inspirarse en ellos para redactar un artículo serio y largo que se publicaría en una página destacada del periódico. Podría escribir e investigar en casa. Si bien formaría parte de la plantilla de
The Defender
, no trabajaría en la redacción, lo que representaba un alivio para ella.
Cuando salió del metro, de regreso a casa, compró comida y bajó la cuesta, cargada con las bolsas.
Julia, que estaba mirando por la ventana, la vio llegar. Al menos aquel abrigo elegante constituía una mejora con respecto a la gruesa trenca de lana: ¿habría alguna esperanza de verla vestida con otra cosa que los tejanos y los jerséis de siempre? Caminaba con dificultad, por lo que le recordó a un burro cargado con alforjas. Cuando se detuvo cerca de la casa, Julia notó que había ido a la peluquería y que llevaba la rubia cabellera peinada a la moda: lisa y con raya en medio.
Había pasado por delante de viviendas donde la música palpitaba y vibraba tan fuerte como los latidos de un corazón furioso, pero Julia había dicho que no estaba dispuesta a tolerar ruidos, que no los soportaba, de manera que siempre escuchaban música con el volumen bajo. Desde el cuarto de Andrew a menudo llegaban suaves melodías de Palestrina o Vivaldi; del de Colin, jazz; del salón, donde estaba el televisor, canciones y voces entrecortadas; del sótano, el bum, bum, bum que necesitaban «los críos».
La casona, completamente iluminada, sin una sola habitación a oscuras, parecía irradiar luz no sólo por las ventanas, sino también por las paredes: exudaba luz y música.
A Frances se le cayó el alma a los pies al ver la silueta de Johnny tras las cortinas de la cocina. Estaba en medio de una arenga, a juzgar por el modo en que gesticulaba, y cuando ella entró lo encontró en el punto culminante. Otra vez Cuba. Alrededor de la mesa había un grupo de jóvenes, a los que no tuvo tiempo de identificar. Andrew, sí; Rose, sí... Sonaba el teléfono. Dejó las pesadas bolsas y levantó el auricular; era Colin, desde el colegio.
—¿Has oído la noticia, mamá?
—No, ¿qué noticia? ¿Te encuentras bien, Colin? Te marchaste esta misma mañana...
—Sí, sí, escucha, acabamos de enterarnos, ha salido en las noticias. Kennedy ha muerto.
—¿Quién?
—El presidente Kennedy.
—¿Estás seguro?
—Le han pegado un tiro. Pon la tele.
—Ha muerto el presidente Kennedy. Le han disparado —anunció por encima del hombro. Silencio absoluto mientras estiraba la mano y encendía la radio. Nada. Se volvió y advirtió que todos, incluido Johnny, estaban estupefactos. Su ex marido había callado para buscar una «fórmula correcta», y al cabo de unos instantes logró articular un «debemos evaluar la situación...», pero fue incapaz de continuar.
—La televisión —dijo Geoffrey Bone, y «los críos» se levantaron de la mesa, como una sola persona, salieron de la cocina y subieron al salón.
—Cuidado, Tilly está viendo la tele —les gritó Andrew, y corrió tras ellos.
Frances y Johnny se quedaron solos, mirándose.
—Supongo que has venido a preguntar por tu hijastra, ¿no? —inquirió.
Johnny se rebulló, inquieto: ardía en deseos de subir a ver las noticias de las seis, pero había planeado decir algo, y ella aguardó, reclinada contra los estantes que había junto a los quemadores, pensando: «Muy bien, deja que adivine...», y tal como esperaba, él le soltó:
—Es Phyllida, me temo.
—¿Sí?
—No se encuentra bien.
—Eso me ha comentado Andrew.
—Tengo que irme a Cuba dentro de un par de días.
—Entonces más vale que la lleves contigo.
—El problema es que los fondos no alcanzan y...
—¿Quién paga?
De pronto apareció la expresión de «ya estamos», que a ella siempre le permitía juzgar su propio grado de estupidez.
—A estas alturas deberías saber que ciertas cosas no se preguntan, camarada.
En otros tiempos la habría invadido una sensación de incompetencia y culpabilidad; en aquel entonces Johnny poseía una capacidad asombrosa para hacerla sentirse como una idiota.
—Pues te lo pregunto. Pareces olvidar que tengo razones para interesarme por tu economía.
—¿Y cuánto te pagan en tu nuevo trabajo?
Ella le sonrió.
—No lo suficiente para mantener a tus dos hijos y ahora también a tu hijastra.
—Y a cualquiera que venga buscando un plato de comida gratis.
—¿Qué? No querrás que cierre las puertas a estos revolucionarios en potencia,
¿verdad?
—Son una panda de vagos y drogatas —replicó él—. Gentuza. —Decidió no seguir por ese camino y adoptó un tono amistoso, apelando a la bondad de Frances—. Phyllida no está bien; de verdad.
—¿Y qué esperas que haga yo al respecto?
—Quiero que cuides de ella.
—No, Johnny.
—Entonces que la cuide Andrew. No tiene nada mejor que hacer.
—Está ocupado atendiendo a Tilly. Está muy enferma, ¿sabes?
—Casi siempre exagera para que la compadezcan.
—¿Entonces por qué nos la endosaste a nosotros?
—Oh..., joder—protestó el camarada Johnny—. Los trastornos psíquicos no son mi especialidad, sino la tuya.
—Está enferma. Enferma de verdad. ¿Cuánto tiempo pasarás fuera?
Él bajó la cabeza y frunció el entrecejo.
—Dije que volvería dentro de seis semanas, pero con esta nueva crisis... —Al recordar la crisis agregó—: Voy a ver las noticias. —Y salió corriendo de la cocina.
Frances calentó sopa —un caldo de pollo— y pan de ajo, preparó una ensalada, apiló fruta en la frutera y dispuso quesos de distintas clases en una fuente. Pensaba en la pobre Tilly. Un día después de su llegada, Andrew había ido a verla al estudio.
—¿Puedo instalar a Tilly en la habitación de invitados, mamá? —le preguntó—. No quiero que duerma en la mía, aunque creo que le gustaría.
Frances se esperaba ese momento. Su planta estaba dividida en cuatro habitaciones: el dormitorio, el estudio, la sala y un pequeño cuarto que había alojado huéspedes en los tiempos en que Julia dirigía la casa. Ella sentía que ese piso era suyo, un lugar seguro que la resguardaba de todas las presiones, de toda la gente. Ahora Tilly y su enfermedad estarían al otro lado de un estrecho pasillo. Y el cuarto de baño...
—De acuerdo, Andrew; pero no puedo cuidarla, al menos en la medida en que lo necesita.
—No. Me ocuparé yo. Voy a arreglarle la habitación. —Cuando se disponía a marcharse, añadió en voz baja y apremiante—: Está realmente mal.
—Sí, lo sé.
—Tiene miedo de que la encerremos en un manicomio.
—Claro que no la encerraremos; no está loca.
—No —dijo él con una sonrisa irónica, más encantadora de lo que pensaba—, aunque tal vez yo sí, ¿no?
—No lo creo.
Ella oyó bajar a Andrew con la chica y los dos entraron en la habitación de invitados. Silencio. Frances intuyó lo que ocurría. Tilly estaba acurrucada en la cama, o en el suelo, y Andrew la abrazaba, tranquilizándola, quizás incluso cantándole... Lo había oído en otras ocasiones.
Y esa misma mañana había presenciado la siguiente escena: mientras preparaba la comida, Andrew se sentó a la mesa con Tilly, envuelta en una mantilla de bebé que había encontrado en un baúl. Había un bol con copos de maíz y leche delante de ella y otro delante de Andrew. Él le daba de comer igual que lo haría con un niño pequeño:
—Una para Andrew..., una para Tilly..., una para Andrew...
Al oír «una para Tilly», ella abrió la boca, con los grandes y angustiados ojos azules fijos en Andrew. Parecía incapaz de parpadear. Andrew inclinó la cuchara, y ella permaneció sentada con los labios cerrados, sin tragar. Andrew se obligó a comer una cucharada y empezó de nuevo:
—Una para Tilly..., ahora una para Andrew...
Aunque sólo llegaban cantidades insignificantes de comida a la boca de Tilly, al menos Andrew estaba alimentándose.
—Tilly no come —le informó Andrew a Frances—. No, en serio, es mucho peor que yo. No come nada.
En esa época la palabra «anorexia» todavía no era de uso común, al igual que «sexo» o «sida».
—¿Por qué? ¿Lo sabes? —preguntó ella, como diciendo: «Por favor, explícame el motivo por el que a ti te cuesta tanto comer.»
—En su caso, supongo que la culpa es de su madre.
—¿En tu caso no?
—No, en mi caso, yo diría que la culpa es de mi padre. —En ese momento la crítica humorística y el atractivo de aquella pose que le habían forjado en Eton parecieron desentonar con su personalidad y se convirtieron en rasgos grotescos, como máscaras inapropiadas. La miraba fijamente con ojos sombríos, ansiosos, suplicantes.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Frances, tan desesperada como él.
—Esperar, esperar un poco, nada más; todo saldrá bien.
Cuando «los críos» —tenía que dejar de usar esa expresión— bajaron y se sentaron a la mesa, aguardando la comida, Johnny ya no estaba con ellos. Todo el mundo se quedó escuchando la pelea que se libraba en la planta superior. Gritos, insultos, palabras indescifrables.