Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Frances se asomó a la ventana para ver si salía luz de la cocina; sí, de manera que estarían todos allí, esperando la cena. ¿Quiénes serían esta noche? En ese momento Johnny dobló la esquina con su Escarabajo, aparcó hábilmente y se apeó. Las fantasías de tres días se desvanecieron en el acto, mientras Frances pensaba: «He sido una idiota, una loca. ¿Qué me indujo a creer que iba a cambiar algo?» Aunque de verdad fuera a realizarse esa película, no habría dinero para ella y los chicos, como de costumbre..., si bien él había asegurado que ya habían firmado el contrato, ¿no?
Durante el tiempo que tardó en caminar despacio, detenerse ante el escritorio para contemplar las dos cartas fatídicas, llegar a la puerta, siempre a paso lento, y empezar a bajar la escalera, fue como si aquellos tres días no hubieran existido. No actuaría en la obra, no disfrutaría de la peligrosa intimidad del teatro con Tony Wilde, y estaba casi segura de que al día siguiente escribiría a
The Defender
para aceptar la columna.
Descendió poco a poco, tratando de recuperar la compostura, y se detuvo ante la puerta abierta de la cocina, sonriendo. Allí estaba Johnny, junto a la ventana, de pie y con los brazos apoyados en el alféizar, lleno de arrogancia y —aunque de un modo inconsciente— también de culpa. En torno a la mesa había un variopinto grupo de jóvenes, entre ellos Andrew y Colin. Todos contemplaban a Johnny, que había estado pontificando sobre un tema u otro, con cara de admiración; todos menos sus hijos. Estos sonreían, como los demás, pero de pura ansiedad. Al igual que Frances, sabían que el dinero que les había prometido se había esfumado en el país de los sueños. (¿Por qué se lo había contado? ¡Debería haber sido más lista!) No era la primera vez. Y también sabían, como ella, que Johnny se había presentado en ese momento, cuando sabía que la cocina estaría llena de jóvenes, para que no lo recibieran con ira, lágrimas, reproches..., aunque todo eso pertenecía al pasado, a un pasado lejano.
Johnny abrió los brazos con las palmas hacia ella y esbozó una sonrisa forzada.
—La película se ha cancelado... La CIA... —Al ver la cara que ella ponía, dejó la frase sin terminar, mirando con nerviosismo a los chicos.
—No te molestes —replicó Frances—. La verdad es que no esperaba otra cosa.
Entonces los chicos se volvieron hacia ella con un gesto de preocupación que intensificó sus remordimientos.
Frances se aproximó al horno, donde varios platos estaban a punto de llegar al momento de la verdad. Como si la espalda de su ex mujer lo hubiera absuelto, Johnny comenzó con la vieja cantinela sobre la CÍA y sus maquinaciones, que esta vez habían sido responsables de la cancelación de la película.
Colin, que por lo visto necesitaba hechos a los que aferrarse, lo interrumpió:
—Pero, papá, pensé que el contrato...
—Demasiados problemas —se apresuró a alegar Johnny—. No lo entenderías... La CÍA siempre se sale con la suya.
Frances miró con cautela por encima del hombro y descubrió que el rostro de Colin estaba crispado por una mueca que era a la vez de rabia, confusión y resentimiento. Como de costumbre, Andrew parecía tranquilo, casi risueño, aunque ella sabía que se trataba de una falsa impresión. Esa escena y otras parecidas se habían repetido en incontables ocasiones durante la infancia de los chicos.
En 1939, el año en que estalló la guerra, dos jóvenes optimistas e ignorantes —semejantes a los que ese día se hallaban sentados en torno a la mesa— se habían enamorado, al igual que millones de otros jóvenes de los países combatientes, y se habían abrazado buscando consuelo en un mundo cruel. No obstante, también habían sentido entusiasmo, el síntoma más peligroso de la guerra. Johnny Lennox la presentó a la Liga de las Juventudes Comunistas, que estaba a punto de abandonar para convertirse en adulto, aunque todavía no en soldado. El camarada Johnny era casi una estrella, y necesitaba que ella se enterase. Frances se había sentado al fondo de salas atestadas para oírle explicar que se hallaban ante una guerra imperialista y que las fuerzas progresistas y democráticas debían boicotearla. Muy pronto, sin embargo, él apareció vestido de uniforme en las mismas salas, ante la misma gente, exhortándola a poner su granito de arena, porque de pronto, debido al ataque de los alemanes a la Unión Soviética, la guerra era contra el fascismo. Junto a los leales se encontraban algunos alborotadores y opositores que prorrumpieron en abucheos y sonoras carcajadas. Se burlaron de Johnny, que estaba allí tranquilamente describiendo la nueva línea del Partido como si no hubiera dicho justo lo contrario poco tiempo antes. A Frances le impresionó su serenidad; con su postura —los brazos extendidos con las palmas hacia fuera—, aceptaba la hostilidad, casi la provocaba, sufriendo por las duras exigencias de la época. Llevaba un uniforme de la RAF. Su primera intención había sido convertirse en piloto, pero su vista no estaba a la altura de lo exigido, de modo que terminó como cabo, pues por razones ideológicas se había negado a aceptar el grado de oficial. Ocuparía un puesto en la administración.
Así había sido la iniciación de Frances a la política, o más bien a la política de Johnny. A finales de la década de los treinta, mantenerse al margen de la política constituía en cierto modo una proeza para una persona joven, pero eso había hecho exactamente. Era hija de un abogado de Kent. El teatro había representado para ella una ventana hacia el
glamour
, la aventura, el gran mundo; primero en obras escolares y luego en grupos de aficionados. Aunque siempre había interpretado papeles importantes, la habían encasillado a causa de su clásica belleza inglesa. Sin embargo, ahora también ella llevaba uniforme; figuraba entre las numerosas jóvenes adscritas al Ministerio de la Guerra, y se encargaba sobre todo de llevar a los oficiales de alta graduación en coche de un lado a otro. Las jóvenes atractivas se lo pasaban bien realizando esa clase de trabajo, aunque se trata de un aspecto de la guerra que suele ocultarse por respeto a los muertos, o quizás incluso por vergüenza. Frances bailaba mucho, salía a cenar, y tuvo sus escarceos con seductores franceses, polacos y americanos, pero no olvidó a Johnny ni las angustiadas noches de pasión que habían compartido y que alimentaron la añoranza que más tarde sentirían el uno por el otro.
Entretanto, él estaba en Canadá, adiestrando a los aviadores de la RAF acuartelados allí. A estas alturas lo habían nombrado oficial y, como evidenciaban sus cartas, le iba bien; luego regresó a Inglaterra convertido en capitán y ayudante de un pez gordo. Estaba tan apuesto con uniforme, y ella tan atractiva con el suyo... Esa semana se casaron y concibieron a Andrew, lo que supuso el fin de los buenos tiempos, pues ella estaba encerrada en una habitación con un bebé, sola y asustada por los bombardeos. De pronto tenía una suegra, la temible Julia, que, vestida como una dama de sociedad de una revista de modas de los años treinta, se dignó salir de su casa de Hampstead —la casa que ahora habitaba— para mostrarse horrorizada por el sitio donde vivía Frances y ofrecerle un hueco en su hogar. Frances se negó. Aunque no estuviera metida en política, compartía el ferviente deseo de independencia de su generación. Se había marchado de la casa paterna para mudarse a una habitación amueblada, y con el tiempo, pese a haber quedado reducida a poco más que la esposa de Johnny y la madre de un niño, era independiente, se definía a partir de esa idea y se aferraba a ella. Poca cosa, sin duda, pero era lo único que tenía.
Los días y las noches transcurrieron penosamente, y ella estaba tan lejos de la vida glamurosa que había llegado a disfrutar como si jamás hubiera salido de la casa de sus padres. Los dos últimos años de la guerra trajeron consigo muchas dificultades, pobreza y terror.
La comida era mala. Las bombas, que parecían diseñadas para destrozar los nervios de la gente, afectaban a los suyos. Costaba mucho encontrar ropa, y la poca que se encontraba era horrible. No tenía amigos; sólo se relacionaba con otras mujeres con hijos pequeños. Lo que más temía era defraudar a Johnny cuando regresara, aparecer ante sus ojos como una madre gorda y cansada, muy distinta de la elegante joven de uniforme que lo había enamorado. Y eso fue precisamente lo que sucedió.
Durante la guerra, Johnny había progresado y se había hecho notar. Nadie podía negar que fuese inteligente y rápido, y sus ideas políticas no llamaban la atención en aquellos momentos. Después de la guerra le ofrecieron buenos empleos en el proceso de reconstrucción de Londres. Los rechazó. No estaba dispuesto a dejarse comprar por el capitalismo. Sus ideas y su fe no habían cambiado un ápice. Al camarada Johnny Lennox, vestido otra vez de paisano, sólo le preocupaba la Revolución.
Colin había nacido en 1945. Dos niños pequeños en un piso miserable de Notting Hill, por entonces una de las zonas más pobres de Londres. Trabajaba para el Partido. Ha llegado el momento de explicar que por «Partido» debe entenderse el Comunista, aunque bastaba con referirse a él de esa manera. Cuando dos extraños se encontraban, solía producirse el siguiente diálogo: «¿Tú también estás en el Partido?» «Por supuesto.» «Me lo imaginaba», lo que significaba: «Eres una buena persona. Me gustas, y por eso tenías que estar en el Partido, como yo.»
Frances no se afilió al Partido, aunque Johnny se lo pidió, asegurándole que resultaba perjudicial para él que su esposa se negara a hacerlo.
—Pero ¿quién va a enterarse? —preguntó Frances, con lo que sólo consiguió que la despreciara un poco más, porque no tenía idea de política ni la tendría nunca.
—El Partido lo sabe —respondió Johnny.
—Lástima.
Decididamente, no se entendían, y el Partido era el menor de sus problemas, por mucho que irritara a Frances. Pasaban privaciones, por no decir que vivían en la miseria. Él lo consideraba un signo de entereza. Al volver de un seminario, «Johnny Lennox habla de la amenaza de la agresión americana», la encontraba tendiendo la colada de los niños en un destartalado sistema de cuerdas y poleas precariamente atornillado a la ventana de la cocina, o cuando ella regresaba del parque, con un crío de la mano y el otro en el cochecito. La cesta de éste estaba llena de comestibles, y detrás del niño había un libro que había llevado con la esperanza de leer mientras los críos jugaban.
«Eres una auténtica mujer trabajadora, Fran», la elogiaba él. Pero si Johnny estaba encantado, su madre no. Cuando iba a verlos, siempre después de anunciarse por escrito en un papel tan grueso que una podía cortarse con él, se sentaba, visiblemente incómoda, en el borde de una silla con restos de galletas o naranja.
—Johnny, esto no puede seguir así —declaraba.
—¿Por qué no, Mutti? —La llamaba Mutti porque ella detestaba ese apodo—. Tus nietos serán un motivo de orgullo para el pueblo británico.
En momentos como ése Frances rehuía la mirada de Julia, porque no quería incurrir en la deslealtad. Sentía que todo en su vida, incluida ella misma, era insulso, feo, agotador, y que las tonterías de Johnny sólo representaban una parte del problema. Todo eso terminaría, estaba segura. Tenía que terminar.
Y así fue, porque Johnny le comunicó que se había enamorado de una auténtica camarada, un miembro del Partido, y que se iría a vivir con ella.
—¿Y yo? —preguntó Frances, aunque ya sabía la respuesta.
—Te pasaré una pensión, desde luego —afirmó Johnny. Nunca lo hizo.
Frances buscó una guardería pública y consiguió un empleo de mala muerte como ayudante del escenógrafo y figurinista en un teatro. Le pagaban muy poco, pero se las apañó. Julia se quejaba de que los niños estaban abandonados y de que su ropa movía a lástima.
—Tal vez debería hablar con su hijo —replicó Frances—. Me debe la pensión alimenticia de un año. —Después fueron dos y luego tres.
«Si la familia le pasase una cantidad decente de dinero, ¿renunciaría al trabajo para ocuparse de los niños?», preguntó Julia.
Frances respondió que no.
—Pero yo no me entrometería—insistió Julia—. Te lo prometo.
—No lo entiende —repuso Frances.
—Claro que no. ¿Te importaría explicármelo?
Johnny dejó a la camarada Maureen y volvió con Frances, tras asegurarle que había cometido un error. Ella lo aceptó. Se sentía sola, sabía que los niños necesitaban un padre y estaba hambrienta de sexo.
La abandonó de nuevo por otra camarada de verdad. Cuando quiso reconciliarse otra vez, ella le dijo: «Largo.»
Ahora trabajaba todo el día en el teatro, y aunque no ganaba mucho más, se las arreglaba. Los niños tenían ocho y diez años. Continuamente surgían problemas en el colegio, y no les iba bien en los estudios.
—¿Qué esperabas? —dijo Julia.
—Yo nunca espero nada —respondió Frances.
Entonces las cosas cambiaron radicalmente. Frances se quedó atónita cuando el camarada Johnny aceptó que Andrew ingresara en un buen colegio. Julia sugirió Eton, porque su marido había estudiado allí. Frances supuso que Johnny se opondría, pero entonces se enteró de que él también había asistido a Eton y de que había conseguido ocultarle este hecho denigrante durante años. Julia no mencionaba el tema porque el paso de Johnny por Eton no los había cubierto precisamente de gloria, ni a él ni a la familia. Había estudiado allí tres años, pero lo había dejado para marcharse a la guerra civil española.
—¿Vas a decirme que te alegras de que Andrew se matricule en esa escuela? —le preguntó Frances por teléfono.
—Bueno, allí al menos recibirá una buena educación —dijo Johnny con frescura, y ella oyó el tácito: «Mira de qué me sirvió a mí la mía.»
De manera que, financiado por Julia, Andrew dejó las miserables habitaciones que compartía con su madre y su hermano para ir a Eton, empezó a pasar las vacaciones con compañeros de clase y se convirtió en un amable desconocido.
Frances asistió a una fiesta de fin de curso, con un atuendo comprado especialmente para la ocasión y el primer sombrero que se ponía en su vida. Al advertir que Andrew se alegraba de verla, pensó que había hecho bien en presentarse.
Algunos se acercaron para preguntar por Julia, la viuda de Philip y la nuera del padre de éste, a quien un viejo recordaba de su infancia. Por lo visto, era una tradición que los Lennox estudiasen en Eton. También la interrogaron sobre Johnny, o Jolyon.
—Qué interesante... —comentó un ex profesor suyo—. Ha escogido una carrera interesante.