Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
A partir de entonces Julia asistió a todas las celebraciones formales, donde, para su sorpresa, la recibían efusivamente; durante los tres años que Johnny había pasado allí, ella sólo se había sentido como la esposa de Philip, es decir, alguien poco relevante.
Colin se negó a ir a Eton, quizás a causa de un profundo y retorcido concepto de lealtad hacia su madre, a quien había visto luchar durante muchos años. Eso no significaba que no se produjeran enfrentamientos entre ellos; el chico peleaba, discutía y sacaba notas tan malas que Frances estaba convencida de que trataba de disgustarla adrede. Por otro lado, se mostraba frío y cruel con su padre cuando éste daba señales de vida para decir que lo sentía mucho pero no tenía dinero para pagar la pensión. Finalmente accedió a ir a una escuela progresista, Saint Joseph, también por cuenta de Julia.
Entonces Johnny propuso algo que esta vez Frances no rechazó. Julia les cedería una parte de la casa a ella y a los niños. No necesitaba tanto espacio, era ridículo...
Frances pensó en Andrew, que al salir del colegio volvía a una u otra vivienda miserable, cuando volvía, y jamás invitaba a amigos a casa.
Pensó en Colin, que no se molestaba en disimular lo mucho que detestaba su forma de vida. Les dijo que sí a Johnny y a su suegra, y aterrizó en la magnífica casa que siempre pertenecería a Julia.
Sólo ella sabía cuánto le había costado decidirse. Durante años había preservado su independencia y cubierto tanto sus gastos como los de los niños sin aceptar dinero de Julia ni de sus propios padres, que la habrían ayudado encantados. Y ahora había firmado la capitulación definitiva: lo que otros veían como «un acuerdo sensato», para ella significaba una derrota. Ya no era la misma, sino un apéndice de la familia Lennox.
En cuanto a Johnny, había hecho lo que cabía esperar de él. Cuando su madre le decía que debía mantener a sus hijos y conseguir un empleo por el que le pagasen un sueldo, él la acusaba a gritos de ser un típico miembro de las clases explotadoras que sólo pensaba en el dinero, mientras que él trabajaba para el futuro de toda la humanidad. Discutían con frecuencia y a voces. Al oírlos, Colin palidecía, guardaba silencio y se largaba durante horas o días. Andrew conservaba su sonrisa displicente e irónica, su pose. En ese entonces pasaba mucho tiempo en casa e incluso llevaba amigos.
Entretanto, Johnny y Frances se habían divorciado, porque él se había casado como era debido, formalmente, en una boda a la que habían asistido Julia y sus camaradas. Su mujer se llamaba Phyllida, y aunque no militaba en el Partido, él afirmaba que tenía madera y que la convertiría en una buena comunista.
Esta pequeña historia era el motivo por el que ahora Frances estaba de espaldas a los demás, removiendo un guiso que no necesitaba que lo removieran. Efecto retardado: le temblaban las rodillas y notaba la boca como si la tuviese llena de ácido, porque su cuerpo por fin empezaba a asimilar las malas noticias, por cierto bastante más tarde que su mente. Pese a que sabía que estaba enfadada, con todo derecho, albergaba más indignación hacia sí misma que hacia Johnny. De acuerdo, se había permitido pasar tres días sumida en un loco sueño..., pero ¿cómo se le había ocurrido involucrar a los chicos? Claro que había sido Andrew quien le había entregado el telegrama; había esperado a que ella se lo enseñase y luego había dicho: «Frances, por fin tu descarriado marido va a cumplir con su obligación.» Se había sentado en el borde de una silla: joven, rubio y atractivo, semejaba más que nunca un pájaro a punto de levantar el vuelo. Era alto, lo que acentuaba su delgadez; los tejanos cubrían holgadamente sus largas piernas, y sus huesudas, estilizadas y elegantes manos reposaban sobre las rodillas con las palmas hacia arriba. Le sonreía, y ella sabía que pretendía ser amable. Se esforzaban por llevarse bien, y sin embargo ella continuaba en guardia, porque había sufrido su rechazo durante demasiados años. El chico se había referido a él como «tu marido», no como «mi padre». Trataba con cordialidad a Phyllida, la nueva esposa de Johnny, aunque luego se quejaba de que era una pesada.
Había felicitado a Frances por el papel que le habían ofrecido en la nueva obra y había bromeado sin malicia sobre las consejeras sentimentales.
Colin también se había mostrado cariñoso, lo cual era raro en él, y había telefoneado a sus amigos para contarles lo de la obra.
La nueva situación suponía una desgracia para los dos; era terrible, pero al fin y al cabo qué más daba un pequeño golpe cuando habían recibido tantos a lo largo de los años, se dijo mientras aguardaba que sus rodillas recuperaran la fuerza, con los ojos cerrados, sujetándose del borde de un cajón con una mano y removiendo el guiso con la otra.
Detrás de ella, Johnny proseguía su discurso sobre la prensa capitalista, las mentiras que publicaba acerca de la Unión Soviética y la imagen tergiversada que presentaba de Fidel Castro.
Tras una perorata semejante, Frances había demostrado que tantos años de oír las críticas y la jerga de Johnny prácticamente no habían hecho mella en ella.
—Parece una persona interesante —había murmurado.
—Por lo visto no he conseguido enseñarte nada, Frances. Es imposible meterte algo en la cabeza —le había soltado él.
—Sí, lo sé, soy tonta.
Había sido una repetición del gran momento, el momento clave y decisivo en que Johnny había regresado a su lado por segunda vez, esperando que lo aceptara: le había gritado que era una nulidad en política, una pequeñoburguesa venida a menos, una enemiga de clase, y ella había respondido:
—Sí, de acuerdo, soy tonta, ahora lárgate.
No podía continuar ahí de pie sabiendo que los chicos la observaban con nerviosismo, dolidos por ella, aunque los demás contemplaran a Johnny con expresión de afecto y admiración.
—Échame una mano, Sophie —pidió.
En el acto aparecieron unas manos serviciales, las de Sophie y en apariencia las de todos los demás, que depositaron las fuentes en el centro de la mesa. Exquisitos aromas inundaron el aire cuando retiraron las tapas.
Tomaron asiento a la cabecera de la mesa, contentos de sentarse al fin, sin fijar la vista en Johnny. Todas las sillas estaban ocupadas, pero había otras junto a la pared, de manera que, si quería, podía acercar una. ¿Lo haría? Se sentaba a comer con ellos a menudo, lo cual enfurecía a Frances, aunque era obvio que él creía que lo tomaban como un cumplido. Pero esa noche no; después de causar la impresión deseada y saciar (si es que eso era posible) su necesidad de que lo admirasen se marcharía..., ¿no? No se iba. Todas las copas de vino estaban llenas. Johnny había llevado dos botellas; el generoso Johnny, que nunca entraba en un lugar sin su ofrenda para las libaciones... Frances se sentía incapaz de seguir conteniendo la bilis, las indeseadas palabras de amargura que se le agolpaban en la boca. «Vete —le rogó mentalmente—. Lárgate de una vez.»
Había cocinado un abundante y suculento guiso con carne y castañas, según la receta de Elizabeth David, cuyo libro
Gastronomía rural francesa
descansaba, abierto, en algún lugar de la cocina. (Años después exclamaría: «Dios mío, participé en una revolución culinaria sin saberlo.») Estaba segura de que esos jovencitos sólo comían «como es debido» en esa mesa. Andrew servía puré de patatas con apio. Sophie repartía cucharadas de guiso. Colin distribuía las raciones de espinacas a la crema y zanahorias rehogadas en mantequilla. Johnny contemplaba la escena callado, ya que en ese momento nadie le prestaba atención.
¿Por qué no se marchaba?
Los comensales de esa noche, o al menos unos cuantos, eran los que ella consideraba habituales. A su izquierda estaba Andrew, que se había servido raciones generosas pero miraba la comida como si no la reconociese. Junto a él se había sentado Geoffrey Bone, un compañero de colegio de Colin que, hasta donde Frances alcanzaba a recordar, había pasado todas las vacaciones con ellos. Según Colin, no se llevaba bien con sus padres. (Por otra parte ¿quién se llevaba bien con sus padres?) A su lado, Colin había vuelto hacia su padre el redondo y encendido rostro, que irradiaba angustia acusadora, con el cuchillo y el tenedor en las manos. Junto a Colin estaba Rose Trimble, que había salido con Andrew durante una breve temporada: un obligado escarceo con el marxismo lo había llevado a una conferencia titulada «¡África rompe las cadenas!», y allí la había conocido. Aunque la aventura sentimental (¿podía llamarse así?; ella tenía dieciséis años) había terminado, Rose seguía visitando la casa y, de hecho, parecía haberse instalado en ella. Enfrente de Rose estaba Sophie, una chica judía cuya belleza se encontraba en pleno apogeo; esbelta, con brillantes ojos negros y reluciente cabello moreno, sin duda inducía a quienes la veían a pensar primero en la intrínseca injusticia del Destino y luego en los imperativos y exigencias de la Belleza. Colin estaba enamorado de ella. Andrew también. Y Geoffrey. Junto a Sophie se hallaba el polo opuesto del buen chico relativamente apuesto, inglés y amable que era Geoffrey: el impulsivo y angustiado Daniel, a quien recientemente habían amenazado con expulsarlo de Saint Joseph por robar. Era subdelegado, y Geoffrey, el delegado, había tenido que advertirle que debía reformarse o de lo contrario... Era una amenaza vana, desde luego, destinada a impresionar a otros confiriendo visos de gravedad a algo que hacían todos. Este pequeño incidente, que aquellos jóvenes mundanos comentaban con ironía, constituía una confirmación, por si hiciera falta alguna, de la proverbial injusticia del mundo, pues Geoffrey robaba constantemente en las tiendas, pese a que costaba asociar esa cara ingenua y complaciente con las malas acciones. Y había algo más: Daniel reverenciaba a Geoffrey desde siempre, y recibir una regañina de su héroe era más de lo que podía soportar.
Junto a Daniel había una chica que Frances no había visto antes, aunque suponía que en su momento le hablarían de ella. Era rubia, pulcra y de buena presencia, y al parecer se llamaba Jill. A la derecha de Frances estaba Lucy, que no iba a Saint Joseph: era la novia de Daniel, asistía a Dartington, y se dejaba ver a menudo por allí. Lucy, a quien en un colegio normal habrían nombrado monitora por su carácter responsable, su inteligencia y sus dotes de liderazgo, aseguraba que los colegios progresistas, o por lo menos Dartington, resultaban adecuados para algunos estudiantes, pero que otros necesitaban disciplina y que ella habría deseado asistir a una escuela corriente, con normas, reglamentos y exámenes que la obligaran a esforzarse. Daniel opinaba que en Saint Joseph eran unos hipócritas de mierda que predicaban la libertad, pero a la hora de la verdad reprimían con todo el peso de la moral.
—Yo no diría que reprimen —explicó Geoffrey afablemente a todos los presentes, protegiendo a su acólito—, sino que fijan límites.
—Para algunos —puntualizó Daniel.
—Sí, admito que es injusto —convino Geoffrey.
Sophie comentó que adoraba tanto a Saint Joseph como a Saín (el director). Los chicos trataron de aparentar indiferencia ante esta noticia.
Colin seguía sacando tan malas notas en los exámenes que debía su plácida existencia a la célebre tolerancia de la escuela.
Entre las muchas cosas que Rose le reprochaba a la vida, la principal era que no la hubiesen enviado a un colegio progresista, y cuando se discutían sus ventajas y desventajas, lo que sucedía con frecuencia y a voz en cuello, ella guardaba silencio, con el rubicundo rostro más rojo que nunca a causa de la furia. Sus puñeteros padres la habían mandado a una vulgar escuela para chicas de Sheffield, y aunque a todos los efectos se había «pirado» y vivía aquí, sus quejas contra el colegio no cesaban y solía decir entre lágrimas, a quienes quisieran oírla, que no sabían la suerte que tenían. Andrew había llegado a conocer a los padres de Rose, que eran funcionarios municipales.
—¿Qué tienen de malo? —había preguntado Frances con la esperanza de oír hablar bien de ellos, porque Rose no le caía bien y deseaba que se marchara. (¿Por qué no se lo pedía? Porque habría sido contrario al espíritu de la época.)
—Me temo que son gente corriente —respondió Andrew, sonriendo—. Son los típicos pueblerinos convencionales, y creo que Rose los tiene bastante desorientados.
—Ah —dijo Frances, viendo cómo se esfumaba la posibilidad de que Rose regresara a su casa.
Y también en eso había algo más. ¿No había tildado ella misma a sus padres de aburridos y convencionales en muchas ocasiones? No los consideraba unos fascistas de mierda, desde luego, aunque tal vez los habría descrito así si hubiera estado tan familiarizada con esos adjetivos como Rose. ¿Cómo iba a recriminar a la chica que se alejase de unos padres que no la entendían?
Ya empezaban a servirse más comida..., todos salvo Andrew. Apenas había tocado lo que le habían puesto en el plato. Frances fingió no reparar en ello.
Andrew tenía problemas, aunque resultaba difícil determinar la gravedad de la situación.
Le había ido bastante bien en Eton, había hecho amistades, que en opinión de Frances era lo que debía hacerse, y el año siguiente ingresaría en Cambridge. Hasta entonces se dedicaría a holgazanear, decía. Y estaba cumpliendo su propósito, desde luego. A veces dormía hasta las cuatro o cinco de la tarde, presentaba un aspecto enfermizo y bajo su encanto y don de gentes disimulaba... ¿qué disimulaba?
Frances sabía que era desdichado, pero la desdicha de sus hijos no representaba una novedad. Habría que hacer algo. Julia había bajado a su sección de la casa para preguntarle:
—¿Has entrado en la habitación de Andrew, Frances?
—No me atrevería a entrar sin que él me invitara.
—Eres su madre, ¿no?
Este intercambio de palabras que puso de manifiesto el abismo que mediaba entre ellas, hizo que Frances se quedara mirando a su suegra con impotencia, como de costumbre. No sabía qué decir. Julia, una figura inmaculada, permanecía allí como el Juicio Final, al acecho, y Frances, nerviosa como una colegiala, deseaba desplazar el peso de su cuerpo de un pie al otro.
—Hay tanto humo que casi no se ve nada —se quejó Julia.
—Ah, ya entiendo, te refieres a la hierba..., a la marihuana, ¿no? Pero hoy en día todos la fuman. —No se atrevió a confesar que ella también la había probado.
—Así que para ti no significa nada, ¿eh? No tiene importancia.
—No he dicho eso.
—Duerme todo el día, se atonta con esa humareda y no prueba bocado.