El sueño más dulce (6 page)

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Authors: Doris Lessing

Lo fuera o no, Philip hubo de intervenir para que borrasen el nombre de su esposa. Esa guerra atormentó a Julia con recuerdos de la anterior, y le parecía increíble que unos países destinados a ser amigos estuvieran combatiendo una vez más. No se encontraba bien, dormía mal y lloraba a menudo. Philip, comprensivo..., como siempre, la estrechaba en sus brazos y la acunaba. «Tranquila, tranquila, cariño.» Podía abrazarla porque disponía de uno de los nuevos e ingeniosos brazos artificiales que permitían hacer cualquier cosa. Bueno, prácticamente cualquier cosa. Por las noches se quitaba el brazo y lo dejaba en su soporte. Entonces sólo podía abrazar a Julia a medias, de manera que ella lo abrazaba a él.

Los Lennox no fueron invitados a la boda de su hijo con Frances. Se enteraron por un telegrama que llegó poco antes de que Jolyon regresara a Canadá. Al principio a Julia le costaba creer que los tratase de esa manera. Philip la rodeó con el brazo:

—No lo entiendes, Julia —dijo.

—No, no entiendo nada.

—¿No ves que somos enemigos de clase? —explicó él en tono irónico—. No, no llores, Julia, ya madurará. O eso espero.

Sin embargo, miraba por encima del hombro de su mujer con una expresión que reflejaba la misma angustia que la embargaba a ella..., cada vez más a menudo y con mayor intensidad; una angustia desgarradora, generalizada y persistente de la que no conseguía librarse.

Sabían que Johnny estaba haciendo progresos en Canadá. ¿Qué significaba «hacer progresos» en ese contexto? Poco después de que se marchara, llegó una carta con una fotografía de él y Frances en la escalinata del registro civil. Los dos iban de uniforme, el de ella ceñido como un corsé; era una rubia de aspecto alegre y risueño. Una chica tonta, pensó Julia mientras guardaba la carta y la foto. El sobre llevaba el sello de un censor, como si su contenido sobrepasara los límites de la decencia, que era exactamente lo que pensaba Julia. Luego Johnny envió una nota que rezaba: «Podrías ir a ver qué tal se encuentra Frances. Está embarazada.»

Julia no fue. Más adelante Johnny mandó un aerograma en el que les decía que había nacido el bebé, un niño, y que en su opinión lo mínimo que podía hacer Julia era visitar a Frances. «Se llama Andrew», añadía en la posdata, como si se le hubiese ocurrido en el último momento; y Julia recordó las participaciones del nacimiento de Jolyon, enviadas en grandes y gruesos sobres blancos e impresas en una cartulina que semejaba finísima porcelana, y las elegantes letras negras que decían «Jolyon Meredith Wilhelm Lennox». A ninguno de los destinatarios les cupo la menor duda de que anunciaban una importante adición a la especie humana.

Sabía que debía ir a ver a su nueva nuera, pero fue postergándolo, y cuando por fin se presentó en la dirección que le había facilitado Johnny, Frances se había marchado. Era una calle lóbrega en la que había un edificio derruido por una bomba. Julia se alegró de no tener que entrar en ninguna de esas casas, pero la enviaron a otra de apariencia aún peor. Estaba en Notting Hill; la recibió una mujer de aspecto descuidado que, sin sonreír le dijo que llamara a esa puerta de allí, la del tragaluz agrietado.

—Un momento —respondió una voz irritada cuando llamó a la puerta—. Vale, adelante.

La habitación, grande y mal iluminada, tenía ventanas sucias, desteñidas cortinas de raso verde y alfombras raídas. En la verdosa penumbra estaba sentada una mujer joven y corpulenta, con las piernas separadas sin medias, y un niño tendido junto a su pecho. Sostenía un libro en la mano, encima de la cabeza del pequeño; que se movía rítmicamente mientras las manos se abrían y cerraban sobre la carne desnuda. El seno descubierto, grande y flácido, exudaba leche.

Julia pensó por un instante que se había equivocado de casa, pues era imposible que aquella joven fuese la de la fotografía. Se quedó allí quieta, forzándose a admitir que en efecto se hallaba ante Frances, la esposa de Jolyon Meredith Wilhelm.

—Siéntese —le espetó la joven, como si verse obligada a pronunciar esas palabras, e incluso contemplar a Julia, fuera la gota que colmaba el vaso.

Frunció el entrecejo y se enderezó. Los labios del bebé soltaron el pezón con un ruido seco, y un líquido lechoso se deslizó desde el pecho hasta una cintura fofa. Frances volvió a introducirle el pezón en la boca; el pequeño dejó escapar un gemido ahogado y empezó a mamar otra vez con los mismos movimientos de cabeza breves y temblorosos que Julia había observado en los cachorros apiñados junto a las tetas de la menuda perra salchicha que había tenido tiempo atrás. Frances se cubrió el otro seno con un trapo que Julia habría jurado que era un pañal.

Las dos mujeres se miraron con desagrado.

Julia no se sentó. Había una silla, pero estaba salpicada de manchas sospechosas. Habría podido sentarse en la cama, pero como estaba deshecha, decidió no hacerlo.

—Johnny me escribió para pedirme que viniera a ver cómo se encontraba —dijo.

La voz fría, suave, casi rumorosa, modulada a un ritmo o una escala que sólo Julia conocía, impulsó a la joven a fijar de nuevo la vista en ella. Luego se echó a reír.

—Estoy como me ve, Julia —dijo Frances.

El pánico empezaba a apoderarse de Julia. Pensó que aquel sitio era horrible, el colmo de la miseria. Si bien la casa en la que ella y Philip habían encontrado a Johnny en la época de su malograda aventura española era pobre, de paredes delgadas y aspecto precario, por lo menos estaba limpia, y la casera, Mary, parecía una mujer decente. En este sitio, en cambio, Julia se sentía atrapada en una pesadilla. Esa desvergonzada joven semidesnuda, con sus grandes pechos de los que chorreaban leche, el bebé que chupaba ruidosamente, un leve olor a vómito o a pañales sucios... Julia tuvo la sensación de que Frances estaba forzándola, casi con brutalidad, a contemplar un estilo de vida indecoroso que ella nunca había tenido que afrontar. Su propio hijo había llegado a sus brazos perfectamente limpio y después de que la nodriza lo alimentase. Julia se había negado a amamantarlo; le parecía un acto demasiado animal, aunque no se había atrevido a decirlo. Los médicos y las enfermeras, con un tacto exquisito, habían convenido en que no debía dar el pecho... por cuestiones de salud. Julia había jugado a menudo con el pequeño y hasta se había sentado en el suelo con él para disfrutar de una hora de esparcimiento, cronometrada al minuto por la niñera. Recordaba la fragancia a jabón y a polvos de talco. Recordaba haber olido con enorme placer la cabecita de Jolyon...

«Es increíble —se dijo Frances—. Esa mujer es increíble»; y el desprecio estuvo en un tris de hacerle soltar una carcajada.

Julia permanecía de pie en medio de la habitación, con su elegante e impecable traje de lanilla gris, que no presentaba ni una arruga. Lo llevaba abotonado hasta el cuello, donde un pañuelo de seda malva añadía un toque de color. Sus manos, aunque totalmente protegidas de las sucias superficies que la rodeaban por unos guantes grises de cabritilla, hacían pequeños movimientos de rechazo y melindrosa reprobación. Sus zapatos eran como brillantes mirlos, con hebillas de bronce que a Frances se le antojaron lastres, quizá destinados a impedir que los pies remontaran el vuelo, o incluso que empezaran a ejecutar primorosos pasos de baile. El pequeño tul que cubría su sombrero gris, provisto también de una hebilla metálica, no ocultaba la expresión de horror de sus pies. Era una mujer enjaulada, y para Frances, agobiada por la soledad, la pobreza y la ansiedad, su aparición en aquel cuarto, que ella detestaba y del que sólo quería escapar, suponía una provocación deliberada, una ofensa.

—¿Qué quiere que le diga a Jolyon?

—¿A quién? Ah, sí. Pero... —Frances se irguió con energía, sujetando con una mano la cabeza del bebé y con la otra el trapo que le cubría el pecho—. No me dirá que Johnny le pidió que viniera aquí...

—Pues sí, me lo pidió.

Ambas compartieron un momento de incredulidad y se dirigieron sendas miradas inquisitivas. Cuando Julia había leído la carta en la que Johnny le exigía que visitara a su esposa, le había dicho a Philip:

—Creía que nos odiaba. Si no somos lo bastante buenos para asistir a su boda, ¿por qué me ordena que vaya a ver a Frances?

Philip respondió con aspereza, pero también con aire distraído, pues siempre estaba absorto en sus obligaciones.

—Veo que esperas coherencia. En mi opinión, eso es casi siempre un error.

Frances, por su parte, jamás había oído a Johnny hablar de sus padres sin llamarlos fascistas, explotadores o, en el mejor de los casos, reaccionarios. Entonces, ¿cómo era posible que hubiera...?

—Frances, me gustaría mucho ayudarla. —Extrajo un sobre del bolso.

—Oh, no, estoy segura de que Johnny no lo aprobaría. Él nunca aceptaría dinero de...

—Ya descubrirá que es perfectamente capaz de aceptarlo.

—No, no, Julia, por favor.

—Muy bien. Adiós entonces.

Julia no volvió a ver a Frances hasta que Johnny regresó de la guerra, y Philip, que estaba enfermo y moriría pronto, manifestó su preocupación por Frances y los niños. Julia, que aún tenía aquella visita fresca en la memoria, protestó y dijo que estaba segura de que Frances no quería saber nada de ella, pero Philip insistió: «Por favor, Julia. Hazlo sólo para tranquilizarme.»

Julia se dirigió al apartamento de Notting Hill convencida de que lo habían elegido por la sordidez y la fealdad del barrio. Ya tenían dos hijos. El que había visto la primera vez, Andrew, estaba hecho un inquieto y alborotador niño de dos años; el otro, Colin, era un bebé. Una vez más encontró a Frances amamantando. Estaba gorda, fofa, abandonada, y aquel apartamento, a Julia no le cabía la menor duda, constituía un peligro para la salud. Dentro de una fresquera adosada a la pared había una botella de leche y un poco de queso. La pintura de la malla metálica del mueble obstruía las rendijas, de manera que el aire no circulaba bien. La ropa de los niños estaba tendida en una estructura de madera que parecía a punto de venirse abajo. No, replicó Frances con voz fría, hostil y crítica. No quería dinero, no, gracias.

Julia había adoptado inconscientemente una postura suplicante, con las manos temblorosas y los ojos arrasados en lágrimas.

—Pero piensa en los niños, Frances.

Fue como si vertiese ácido sobre una herida. Oh, sí, Frances se preguntaba a menudo qué pensarían sus padres, por no hablar de los de Johnny, de la forma en que vivía con sus hijos.

—Tengo la impresión de que nunca pienso en otra cosa. —El tono de su voz, cargado de furia, decía: «¡Cómo se atreve!»

—Por favor, déjame ayudarte, por favor... Johnny es un necio, siempre lo ha sido, y no es justo que los niños paguen las consecuencias.

El problema era que para entonces Frances estaba totalmente de acuerdo en lo referente a la necedad de Johnny. La ilusión había desaparecido por completo, dejándole un residuo de irresoluble exasperación para con él, sus camaradas, la Revolución, Stalin y demás. No obstante, quien estaba en la picota ahora no era Johnny, sino ella, su pequeño y amenazado sentido de identidad e independencia. Por eso el «piensa en los niños» de Julia la hirió como un dardo envenenado. ¿Qué derecho tenía ella, Frances, a luchar por su independencia, por sí misma a costa de...? Pero no sufrían, no. Sabía que no sufrían.

Julia se marchó, dio parte de lo ocurrido a Philip y procuró no pensar en aquellas habitaciones de Notting Hill.

Con el tiempo, cuando se enteró de que Frances había entrado a trabajar en un teatro, Julia pensó: «¡Un teatro! ¡Claro! ¿Qué otra cosa si no?» Después, Frances se convirtió en actriz, y Julia se preguntó: «¿Representará papeles de criada?»

Fue al teatro, se sentó en una de las últimas filas de la platea con la esperanza de pasar inadvertida y vio a Frances encarnar a un personaje secundario en una comedia bastante agradable. Estaba más delgada, aunque todavía rolliza, y lucía una melena de apretados rizos. Hacía de propietaria de un hotel de Brighton. Julia no vio en ella el menor rastro de la risueña jovencita de antes de la guerra con su uniforme ceñido. A pesar de todo, su buena interpretación animó a Julia. Frances se percató de que había ido a verla, porque era un teatro pequeño y Julia había aparecido con uno de sus inimitables sombreros con velo y se había sentado con las enguantadas manos sobre el regazo. Ninguna otra mujer del público llevaba sombrero. Y esos guantes... Ay, ¡qué ridículos!

Durante toda la guerra, sobre todo en los momentos difíciles, Philip había alimentado el recuerdo de un pequeño guante de muselina suiza; aquellos lunares blancos sobre fondo blanco y el pequeño volante en la muñeca se le antojaban una deliciosa frivolidad y una promesa de que la civilización se establecería.

Poco después Philip murió de un ataque al corazón, lo que no sorprendió a Julia. La guerra lo había afectado profundamente. Trabajaba sin descanso, incluso en casa, por las noches. Ella sabía que se había implicado en operaciones audaces y peligrosas y que sufría por los hombres que había enviado a la aventura, a veces a la muerte. La guerra lo había convertido en un viejo y, como a ella, lo había obligado a revivir la anterior: Julia lo sabía por los comentarios mordaces que se permitía hacer de vez en cuando. Estas dos personas que en otro tiempo se habían amado con pasión habían acabado por profesarse una paciente ternura, como si hubiesen decidido proteger sus recuerdos, al igual que una herida, de cualquier contacto brusco, negándose incluso a escrutarlos con atención.

Ahora que Julia estaba sola en la casona, Johnny, que quería instalarse allí, le sugirió que se mudase a un apartamento. Por primera vez en su vida Julia se mantuvo firme y se negó. Viviría allí, y no esperaba que Johnny ni cualquier otro la entendiera. Su casa natal, la de los Von Arne, se había perdido. Su hermano menor había muerto en la Segunda Guerra Mundial. La propiedad se había vendido y ella había recibido el dinero de la transacción. Ahora esa casa, en la que con tantas reservas había vivido en un principio, era su hogar, el único vínculo que le quedaba con aquella Julia que había tenido un hogar, que había deseado tenerlo, que se definía a sí misma a partir de un lugar con recuerdos: ella era Julia Lennox, y ésa era su casa.

—Eres egoísta y avara, como todos los de tu clase —le espetó Johnny.

—Tú y Frances podéis venir a vivir aquí, pero yo no pienso marcharme.

—Muchas gracias, Mutti, pero creo que declinaremos la invitación.

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