Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—¿Qué quieres que haga, Julia?
—Habla con él.
—No puedo... No podría... No me escucharía.
—Entonces hablaré yo. —Julia dio media vuelta sobre sus pequeños e impecables tacones y se marchó dejando una estela de fresca fragancia a rosas.
Julia y Andrew hablaron. Muy pronto Andrew tomó la costumbre de visitar a Julia en sus habitaciones, algo que nadie se había atrevido a hacer antes, y a menudo regresaba con información destinada a allanar obstáculos y suavizar los roces.
—No es tan mala como crees. De hecho, es encantadora.
—No es la primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella.
—Pues a mí me cae bien.
—Ojalá bajase de vez en cuando. ¿Crees que comería con nosotros?
—No. No aprueba nuestro estilo de vida.
—Podría reformarnos... —dijo Frances, intentando bromear.
—¡Ja, ja! Pero ¿por qué no la invitas?
—Julia me da pánico —respondió Frances, reconociéndolo por primera vez.
—¡Tú le das miedo a ella! —señaló Andrew.
—Eso es totalmente absurdo. Estoy segura de que jamás ha temido a nadie.
—Mira, mamá, no lo entiendes. Siempre ha vivido muy protegida. No está acostumbrada a nuestro jaleo. No olvides que antes de que muriera el abuelo ni siquiera había cocido un huevo, mientras que tú tienes que vértelas con las hordas hambrientas y hablas su lengua. ¿No te das cuenta? —No había dicho «nuestra» lengua, sino «su» lengua.
—Lo único que sé es que se queda ahí arriba, comiendo una ración minúscula de arenque ahumado y cuatro centímetros de pan y tomando una copa de vino, mientras nosotros nos atiborramos de manjares suculentos. Quizá podríamos subirle una bandeja.
—Se lo consultaré —argüyó Andrew, y tal vez lo hiciera, pero nada cambió.
Frances se obligó a subir a la habitación de Andrew. Eran las seis de la tarde y ya estaba oscureciendo. Hacía dos semanas de eso. Llamó a la puerta, aunque sus piernas casi le exigían que volviera abajo.
Después de unos silenciosos instantes de espera, oyó:
—Adelante.
Frances entró. Andrew estaba fumando tendido en la cama, vestido. A su lado, la ventana dejaba entrever una nebulosa cortina de fría lluvia.
—Son las seis de la tarde —dijo ella.
—Ya lo sé.
Frances se sentó sin que él la invitara a hacerlo. La habitación era amplia y estaba amueblada con muebles antiguos y macizos y bonitas lámparas chinas. Andrew no parecía el ocupante idóneo, y Frances pensó involuntariamente en el marido de Julia, el diplomático, que sin duda se habría encontrado en su elemento allí.
—¿Has venido a sermonearme? No te molestes; Julia ya ha hecho bastante.
—Estoy preocupada por ti —dijo Frances con voz temblorosa; en su garganta se agolpaban años, décadas de preocupación.
Andrew levantó la cabeza de la almohada para mirarla mejor. Sus ojos no reflejaban hostilidad, sino más bien hastío.
—Hasta yo me siento preocupado por mí —dijo—, pero creo que estoy a punto de empezar a controlarme.
—¿De veras, Andrew? ¿De veras?
—Al fin y al cabo, no es heroína, cocaína o... Tampoco hay un montón de botellas vacías debajo de mi cama.
Sin embargo, había algunas píldoras azules esparcidas por el suelo.
—Entonces ¿qué son esas píldoras?
—Ah, las pastillas azules. Anfetas. No te preocupes por ellas.
—Además no son adictivas —agregó Frances como si citara a alguien, tratando infructuosamente de imprimir un dejo irónico a su voz—, y puedes dejarlas en cualquier momento.
—No estoy seguro de eso. Creo que estoy enganchado..., pero a la hierba. Lo cierto es que aligera el peso de la realidad. ¿Por qué no la pruebas?
—Ya la he probado. No me hace nada.
—Lástima —comentó Andrew—. Yo diría que cargas con más realidad de la que eres capaz de soportar.
No añadió una palabra, así que tras una pequeña espera Frances se levantó y al cerrar la puerta oyó:
—Gracias por venir, mamá. Vuelve cuando quieras.
¿Acaso deseaba su «intromisión»? ¿Había estado aguardando a que lo visitara? ¿Necesitaba hablar?
Esa noche en particular percibió con más fuerza el vínculo que había entre ella y sus dos hijos, pero era terrible; los tres estaban unidos por el desencanto, sencillamente porque habían sufrido un nuevo golpe.
Sophie estaba hablando.
—¿Sabes que a Frances le han ofrecido un papel fantástico? —le preguntó a Johnny—. Se convertirá en una estrella. Es genial. ¿Has leído la obra?
—Al final no voy a trabajar en la obra, Sophie —dijo Frances.
Sophie se volvió hacia ella, con sus maravillosos ojos arrasados de lágrimas.
—¿Qué quieres decir? No puedes..., no es..., no puede ser verdad.
—Lo es, Sophie.
Sus dos hijos observaban a la muchacha, quizás hasta le propinaban puntapiés por debajo de la mesa como diciéndole: «Cierra el pico.»
—Oh —gimió la hermosa jovencita, cubriéndose la cara con las manos.
—Las cosas han cambiado —prosiguió Frances—. No puedo explicártelo.
Los dos chicos dirigieron a su padre una mirada acusadora. Johnny se rebulló, amagó un encogimiento de hombros, lo reprimió y sonrió.
—He venido para deciros algo más, Frances —soltó de golpe.
Conque por eso no se había marchado y seguía allí, incómodo, sin sentarse: tenía algo más que decir.
Frances se preparó y vio que Colin y Andrew hacían lo mismo.
—Debo pedirte un gran favor —añadió Johnny a su traicionada mujer.
—¿De qué se trata?
—Habrás oído hablar de Tilly, claro... Ya sabes, la hija de Phyllida.
—Por supuesto que he oído hablar de ella.
Tras sus visitas a Phyllida, Andrew había dado a entender que el clima de la casa no era armonioso y que la niña les ocasionaba muchos dolores de cabeza.
—Phyllida es incapaz de ocuparse de Tilly.
Al oír aquello Frances profirió una carcajada, adivinando lo que seguiría.
—No —dijo—, imposible. De ninguna manera.
—Piénsalo, Frances. No se entienden. Phyllida está desesperada. Y yo también. Quiero que Tilly viva aquí. Tú eres tan buena con...
Frances, paralizada de ira, se percató de que los chicos habían palidecido; los tres permanecieron en silencio, mirándose.
—¡ Ay, Frances, eres tan buena, es fantástico...! —exclamó Sophie.
Geoffrey, que después de frecuentar la casa durante tantos años podía considerarse un miembro más de la familia, se sumó a Sophie:
—¡Qué idea genial!
—Un momento, Johnny —dijo Frances—. ¿Me estás pidiendo que me haga cargo de la hija de tu segunda mujer porque vosotros no podéis con ella?
—Exactamente —admitió él, sonriendo.
Se produjo una larga pausa. A los entusiastas Sophie y Geoffrey les pareció que Frances no se lo estaba tomando como habían esperado, con el espíritu progresista del idealismo universal: aquella mentalidad de «todo es para bien en el mejor de los mundos posibles» que algún día simbolizaría los años sesenta.
—Supongo que contribuiréis a su manutención, ¿no? —atinó a decir Frances, y cayó en la cuenta de que con esas palabras estaba accediendo a su petición.
Ahora Johnny escrutó los jóvenes rostros para comprobar si los demás estaban tan escandalizados como él ante la mezquindad de su ex.
—No es cuestión de dinero —replicó con suficiencia.
Al ver acalladas sus protestas, Frances se levantó, se dirigió hacia el mostrador de la cocina y se quedó de espaldas a los demás.
—Quiero traer a Tilly —dijo Johnny—. De hecho, ya está aquí, en el coche.
Colin y Andrew se acercaron a su madre, uno a cada lado. Eso le infundió fuerzas para volverse y encararse con Johnny. Era incapaz de hablar. Al ver a su ex mujer flanqueada por sus hijos, los tres indignados, con gesto acusador, Johnny también calló, aunque sólo por unos instantes.
Después se recuperó, extendió los brazos con las palmas hacia ellos y declamó:
—De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad. —Y dejó caer los brazos.
—¡Oh, qué bonito! —exclamó Rose.
—Genial —dijo Geoffrey.
—Precioso —murmuró Jill, la recién llegada.
Todos los ojos estaban fijos en Johnny, una situación que no era nueva para él. Permaneció en su sitio, recibiendo rayos de censura y haces de amor con una sonrisa en la cara. Johnny era un hombre alto con el cabello entrecano cortado a lo emperador romano—«siempre a sus órdenes»—, téjanos negros ceñidos y chaqueta de cuero estilo Mao, confeccionada especialmente para él por una camarada y admiradora de la industria textil. La seriedad era su pose favorita, tanto si sonreía como si no, porque una sonrisa nunca denotaba más que una concesión temporal, si bien en ese momento sonreía con descaro.
—¿Quieres decir que Tilly ha estado esperando en el coche durante todo este tiempo? —preguntó Andrew.
—Joder —gruñó Colin—. Típico.
—Voy a buscarla. —Johnny salió, sin mirar a su ex mujer ni a los chicos al pasar por su lado.
Nadie se movió. Frances pensó que si sus hijos no se hubieran encontrado tan cerca, apoyándola, se habría desmayado. Todas las caras estaban vueltas hacia ellos: los demás por fin habían comprendido que se trataba de un mal momento.
Oyeron que se abría la puerta principal —Johnny tenía un juego de llaves de la casa de su madre, naturalmente—, y luego, en la entrada de la cocina, apareció una pequeña figura asustada, envuelta en una holgada trenca, que intentaba sonreír; pero de su boca brotó un triste sollozo cuando posó la vista en Frances, que según le habían dicho era encantadora y cuidaría de ella «hasta que las cosas se arreglaran». Semejaba un pajarillo abatido por una tormenta; Frances cruzó la estancia y la abrazó, susurrando:
—Tranquila, tranquila.
Entonces recordó que Tilly no era una niña, sino una adolescente de unos catorce años, y que su impulso de sentarse y acunarla en su regazo resultaba absurdo.
—Creo que necesita meterse en la cama —le dijo Johnny, que estaba detrás de ella. Y volviéndose hacia los demás, añadió—: Me voy. —Pero no se fue.
La chica levantó los ojos suplicantes hacia Andrew, que a fin de cuentas era la única persona que conocía entre tantos extraños.
—No os preocupéis, yo me ocupo de ella. —Rodeó los hombros de Tilly con un brazo y dio media vuelta para salir de la cocina—. La llevaré al sótano. Allí se está bien y hace calor.
—Oh, no, no, por favor —gimió la chica—. No puedo estar sola, no puedo, no me obliguéis.
—Claro que no —la reconfortó Andrew. Luego dijo a su madre—: Pondré otra cama en mi habitación, sólo por esta noche. —Y se la llevó.
Todos guardaron silencio mientras escuchaban cómo la convencía de que subiese la escalera.
Frances se volvió hacia Johnny y le dijo en voz baja, esperando que los demás no la oyeran:
—Lárgate. Vete de una vez.
Él trató de ganarse a los jóvenes con una sonrisa; primero a Rose, que se la devolvió, aunque titubeó; sostuvo la mirada de reproche de Sophie y saludó con un seco movimiento de cabeza a Geoffrey, a quien conocía desde hacía años. Y se marchó. La puerta principal se cerró. Después oyeron el golpe de la portezuela del coche.
Ahora Colin seguía a Frances, tocándole el brazo y el hombro, inseguro respecto a lo que debía hacer.
—Vamos —dijo—, subamos.
Salieron juntos. Mientras ascendían por la escalera Frances se puso a soltar tacos, primero en voz baja para que no la oyeran los chicos, luego a gritos.
—Joder, joder, joder, cabrón, maldito cabrón hijo de puta.
Al llegar a su salita se sentó y se echó a llorar. Colin no sabía cómo reaccionar, hasta que se le ocurrió darle unos pañuelos y luego un vaso de agua.
Entretanto, enterada por la boca de Andrew de lo sucedido, Julia bajó, abrió la puerta de Frances sin llamar y entró.
—Por favor, explícamelo —rogó—. No lo entiendo. ¿Por qué permites que se comporte de esta manera?
Julia von Arne había nacido en una región de Alemania especialmente bonita; una zona con colinas, arroyos y viñedos. Era la única niña, la menor de tres hermanos nacidos en el seno de una familia armoniosa y agradable. Su padre era diplomático y su madre, músico. En 1914 recibieron la visita de Philip Lennox, un prometedor agregado de la embajada británica en Berlín. No era de extrañar que a sus catorce años Julia se enamorase del apuesto Philip —que contaba veinticinco—, pero él también quedó prendado de ella. Era guapa, menuda, con una melena de rizos dorados, y llevaba vestidos acampanados que, según el romántico joven, parecían flores. Había recibido una educación estricta, supervisada por institutrices inglesas y francesas, y a él se le antojaba que cada gesto suyo, cada sonrisa, cada giro de cabeza era medido, estudiado, como si sus movimientos formaran parte de una danza. Al igual que todas las jóvenes aleccionadas para ser conscientes de su cuerpo, debido a los temibles peligros de la falta de recato, sus ojos hablaban por ella, lo que le permitía llegar al corazón con una mirada, y cuando entornaba los delicados párpados sobre unos ojos azules que invitaban al amor, él se sentía rechazado. Philip tenía hermanas, alegres marimachos que disfrutaban del clásico verano ensalzado en tantas memorias y novelas, y las había visto pocos días antes en Sussex. Se había burlado de Betty, una amiga de éstas, porque se había presentado a la cena con sus musculosos y bronceados brazos cubiertos de rasguños blancos que revelaban que había estado jugando con los perros en los campos de heno. Su familia lo había observado para ver si le gustaba esa joven, que podría ser una esposa apropiada, y él estaba dispuesto a tenerla en cuenta. No obstante, aquella menuda señorita alemana le pareció tan glamurosa como una belleza vislumbrada en un harén, rebosante de promesas de una felicidad insospechada, y se figuró que si un rayo de sol la tocaba se derretiría como un copo de nieve. Cuando ella le regaló una rosa roja del jardín, él supo que estaba ofreciéndole su corazón. Le declaró su amor a la luz de la luna y al día siguiente habló con su padre. Sí, sabía que era demasiado joven, pero solicitaba permiso formalmente para proponerle matrimonio cuando cumpliera los dieciséis años. De manera que se separaron en 1914, cuando la guerra estaba en sus inicios, aunque tanto los Arne como los Lennox, al igual que muchos liberales neutrales, consideraban descabellada la idea de que Alemania e Inglaterra llegaran a enfrentarse. Cuando se declaró la guerra hacía dos semanas que Philip había dejado a su amada llorando desconsoladamente. En aquellos tiempos los gobiernos se veían obligados a anunciar que los enfrentamientos acabarían en Navidad, por lo que los amantes estaban convencidos de que volverían a verse pronto.