El sueño más dulce (9 page)

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Authors: Doris Lessing

Sophie tenía dieciséis años. Frances hubiera querido estrecharla entre sus brazos y protegerla. Ni Rose ni Jill ni Lucy, ni ninguna de las demás jovencitas que entraban y salían de la casa habían despertado en ella sentimientos semejantes. Así que ¿por qué Sophie? Porque era preciosa; sí, eso era lo que deseaba proteger y preservar. Y resultaba absurdo..., debería avergonzarse de sí misma. Aunque esa noche ya estaba bastante avergonzada. Abrió la puerta y aguzó el oído. En la cocina parecía haber más gente aparte de Andrew, Rose y James... Por la mañana lo averiguaría.

Durmió mal, y en dos ocasiones cruzó el pasillo para echar un vistazo a Tilly; en una de ellas encontró la habitación a oscuras, silenciosa y con un ligero aroma a chocolate. En la segunda vio que Andrew subía la escalera, después de cumplir la misma misión, y regresó a la cama. Sin embargo, no logró conciliar el sueño. Le preocupaban los robos. Cuando Colin había ingresado en Saint Joseph, tras su mediocre paso por la escuela primaria, habían comenzado a aparecer en casa artículos que ella sabía que no pertenecían a su hijo; pequeñas cosas, como una camiseta, un paquete de bolígrafos, un disco. Recordaba lo mucho que le había impresionado que robase una antología de poesía. Lo riñó. Él alegó que todo el mundo hacía lo mismo y que ella era una anticuada. La cosa no quedó ahí. ¡Iba a un colegio progresista! Una chica llamada Petula, miembro de la primera carnada de amigos —que también iban y venían, si bien con menos libertad, ya que a fin de cuentas eran más jóvenes—, informó a Frances de que Colin robaba porque buscaba amor; o eso aseguraba el profesor encargado de la residencia. Habían discutido acaloradamente el tema durante la comida. No, no se refería al amor de los padres, sino al del director, que por un motivo u otro se había enfadado con Colin. Geoffrey, que ya cinco años antes era casi un miembro más de la familia, estaba orgulloso de lo que robaba en las tiendas. Frances se había escandalizado, pero se había limitado a decirle: «Muy bien, procura que no te pillen.» No le había ordenado que dejara de hacerlo porque no habría obedecido, pero también porque no sospechaba que los robos se convertirían en el pan de cada día. Además, y esto era lo que le impedía pegar ojo, siempre le había gustado formar parte de aquel grupo de jóvenes modernos, los nuevos árbitros de la moda y la moral. Sin duda compartía —o había compartido— un sentimiento que podía definirse en la frase: «Nosotros contra ellos.» La vivaracha Petula (que ahora estaba en una escuela de Hong Kong para hijos de diplomáticos) había asegurado que robar impunemente constituía un rito de iniciación, y que los adultos deberían entenderlo.

Ese día Frances tendría que escribir un artículo largo, sesudo y ecuánime precisamente sobre ese tema. Empezaba a arrepentirse de haber aceptado el trabajo. Le exigiría definirse ante numerosas cuestiones, cuando por naturaleza tendía a observar los puntos de vista antagónicos y limitarse a decir: «Sí, es un asunto muy complejo.»

Hacía poco que había llegado a la conclusión de que robar estaba decididamente mal, y no por culpa de su nefasta educación, sino porque llevaba años escuchando a Johnny alentar toda clase de conductas antisociales, casi como un cabecilla guerrillero: «Tirad la piedra y esconded la mano.» Esta simple verdad se le había revelado de buenas a primeras. Johnny quería destruir cuanto le rodeaba, como si fuera una especie de Sansón. Todo se reducía a eso. La Revolución, de la que tanto hablaban él y sus compinches, consistiría en arrasarlo todo con un lanzallamas, hasta que sólo quedara la tierra quemada y luego..., bueno, reconstruirían el mundo a su gusto, así de simple. Una vez que se entendía este punto, resultaba obvio, pero entonces había que plantearse la siguiente pregunta: ¿era posible que personas incapaces de organizar su propia existencia, personas que vivían en un caos constante, construyeran algo que mereciese la pena? Esta idea sediciosa —que se adelantaba en varios años a su época, al menos en los círculos que ella conocía— convivía con una emoción de la que no era consciente. Pensaba que Johnny era un... No había necesidad de decirlo con todas las letras... Con el tiempo se había forjado una opinión muy clara al respecto, pero asimismo había llegado a depender de aquel halo de cándido optimismo que rodeaba a sus camaradas y a él, así como a todo cuanto hacían. Creía —acaso sin saberlo— que el mundo sería cada vez mejor, que todos ascendían por la escalera mecánica del Progreso, que los males del presente se desvanecerían poco a poco y que la humanidad alcanzaría una época más saludable y dichosa. Y cuando estaba en la cocina, preparando la comida para «los críos», viendo aquellas caras juveniles, escuchando sus voces irreverentes y confiadas, tenía la sensación de que estaba garantizándoles ese futuro, como si se tratase de una promesa silenciosa. ¿Cuál era el origen de ésta? Johnny. La había absorbido del camarada Johnny, y aunque su mente se empeñaba en criticarlo, cada día más, de manera emocional e inconsciente confiaba en él y en su dorado mundo feliz.

Al cabo de unas horas se sentaría a escribir su artículo, en el que expresaría, ¿el qué?

Si no había sido capaz de adoptar una actitud firme ante los hurtos en su propia casa, pese a que había llegado a reprobarlos de manera categórica, ¿qué derecho tenía a decirles a otros lo que debían hacer?

Qué confundidos estaban esos pobres chicos. Al salir de la cocina los había oído reír, pero con inquietud; la voz de James había sonado más alta que las demás, pues deseaba que aquellos espíritus libres lo aceptaran. Pobrecillo, había huido (como ella) de sus aburridos padres provincianos en pos de las maravillas del marchoso Londres y había llegado a una casa que Rose denominaba «Villa Libertad» —le encantaba esa frase— sólo para oír exactamente las mismas palabras de repulsa —seguramente robaba, como todos— que sin duda le dirigían sus padres.

Ya eran las nueve; muy tarde para Frances. Tenía que levantarse. Abrió la puerta del pasillo y vio a Andrew sentado en el suelo, en un punto que le permitía vigilar la habitación de la chica. «Mira, mírala», articuló en silencio.

El pálido sol de noviembre se filtraba en el cuarto de enfrente, donde una figura menuda, con una aureola de cabello rubio y una anticuada prenda rosa —¿una bata?—, permanecía sentada en un taburete. Si Philip la hubiera visto, qué fácil habría sido convencerlo de que se trataba de la joven Julia, su antiguo amor. En la cama, envuelta en su mantilla infantil, Tilly, apoyada en una pila de almohadas, contemplaba a la anciana sin pestañear.

—No —dijo Julia con voz fría y clara—, no te llamas Tilly. Es un nombre estúpido. ¿Cuál es el verdadero?

—Sylvia —balbució la chica.

—Entonces, ¿por qué te haces llamar Tilly?

—Cuando era pequeña no sabía pronunciar «Sylvia» y decía «Tilly». —Hasta ese momento nadie la había oído pronunciar tantas palabras seguidas.

—Muy bien. Te llamaré Sylvia.

Julia sujetaba una taza dentro de la cual había una cuchara. Delicadamente, llenó ésta con la cantidad apropiada de lo que fuera que contuviese la taza —despedía un vago olor a sopa— y la acercó a los labios de Tilly, o de Sylvia, que los mantenía apretados.

—Ahora escúchame bien. No dejaré que te mates sólo porque eres una tonta. No lo permitiré. Ahora abrirás la boca y te pondrás a comer.

Los pálidos labios temblaron un poco, pero se abrieron, y la joven siguió mirando fijamente a Julia, como hipnotizada. La cuchara entró en la boca y su contenido desapareció. Los espectadores permanecían en vilo, aguardando un movimiento de deglución, que finalmente se produjo.

Frances se volvió hacia su hijo y notó que también tragaba, como por simpatía.

—Verás —prosiguió Julia mientras volvía a llenar la cuchara—, yo soy tu abuelastra, y no permito a mis hijos ni a mis nietos que hagan tonterías. Tienes que entenderme, Sylvia... —Cuchara dentro... otro movimiento de deglución. Andrew tragó saliva de nuevo—. Eres una jovencita muy guapa y muy lista...

—Soy un asco —se oyó desde las almohadas.

—Yo no lo creo; pero si decides ser un asco, lo serás, y yo no lo permitiré. —Otra cucharada—. En cuanto haya conseguido que te recuperes, volverás al colegio y pasarás los exámenes. Luego irás a la universidad y serás médico. Me arrepiento de no haber estudiado Medicina, pero tú lo harás en mi lugar.

—No puedo. No puedo. No puedo volver al colegio.

—¿Por qué no? Andrew me contó que antes te iba muy bien en los estudios. Ahora coge la taza y bébete el resto sola.

Los espectadores contuvieron el aliento; era un momento —¿decididamente?— crítico. ¿Y si Tilly-Sylvia rechazaba la reconstituyente sopa y volvía a meterse el pulgar en la boca? ¿Y si cerraba los labios con fuerza? Julia sujetaba el tazón contra la mano que había soltado la mantilla.

—Toma.

La mano tembló, pero se abrió. Julia le puso con todo cuidado la taza entre los dedos y se los cerró. La mano se levantó, la taza llegó a los labios y por encima de ella brotó un murmullo:

—Pero es tan difícil...

—Lo sé.

Con ayuda de Julia, la temblorosa mano sostuvo la taza junto a los labios. La chica bebió un sorbo y tragó.

—Voy a vomitar —musitó.

—No, de eso nada. Ya basta, Sylvia.

Una vez más, Frances y su hijo contuvieron la respiración. Si bien Sylvia no vomitó, hubo de hacer un esfuerzo para reprimir las arcadas cuando Julia dijo

«ya basta».

Entretanto, de «la planta de los chicos» bajó primero Colin y luego Sophie. Los dos se detuvieron. Colin estaba sonrojado y Sophie, que parecía llorar y reír a la vez, hizo ademán de subir otra vez por la escalera pero en cambio se acercó a Frances, y le rodeó los hombros con un brazo.

—Mi querida, querida Frances —dijo, y soltando una carcajada bajó corriendo por la escalera.

—No es lo que estás pensando —aseguró Colin.

—No estoy pensando nada —repuso Frances.

Andrew se limitó a sonreír, guardándose sus consejos.

Colin presenció la escena que tenía lugar en la habitación de invitados, asimiló lo que sucedía y, antes de bajar a grandes zancadas por la escalera, declaró:

—Bien por la abuela.

Julia, que había hecho caso omiso de su público, se levantó del taburete y se alisó la falda. Le quitó la taza a la chica y dijo:

—Volveré dentro de una hora para ver cómo te encuentras —dijo—. Luego te llevaré a mi cuarto de baño para que te laves y te cambies de ropa. Te recuperarás muy pronto, ya lo verás.

Recogió la taza de chocolate que Frances había depositado en el suelo la noche anterior y salió de la habitación.

—Supongo que esto es tuyo —le dijo a Frances, entregándosela. A continuación se volvió hacia Andrew—. Tú también deberías dejar de comportarte como un tonto.

Sin cerrar la puerta de la habitación subió por la escalera recogiéndose la bata rosa con una mano, para que no arrastrara.

—Estupendo —dijo Andrew a su madre—. Bien hecho, Sylvia —le gritó a la chica, que sonrió, aunque débilmente. —Subió por la escalera a toda prisa.

Frances oyó una puerta, la de Julia, y luego otra, la de Andrew. En el cuarto de enfrente, un haz de luz caía sobre la almohada, y Sylvia, porque a partir de ese momento sin duda sería Sylvia, lo interceptó con la mano, haciéndola girar mientras la examinaba.

En ese momento se oyeron golpes, timbrazos y alaridos de mujer procedentes de la puerta principal. La adolescente sentada al sol soltó un chillido y se escondió bajo las mantas.

Cuando la puerta se abrió, el clamor de «dejadme entrar» resonó por toda la casa. Era una voz histérica y ronca.

—Dejadme entrar, dejadme entrar.

Andrew salió de su cuarto dando un portazo y bajó corriendo.

—Yo me ocupo de ella. Oh, Dios, cierra la puerta de la habitación de Tilly.

Frances obedeció.

—¿Qué pasa? —gritó Julia desde arriba—. ¿Quién es?

—Su madre —le contestó Andrew en voz baja—. La madre de Tilly.

—Entonces me temo que Sylvia tendrá un contratiempo —dijo Julia, y permaneció en la escalera, en guardia.

Frances, que todavía estaba en camisón, entró en su habitación, se puso rápidamente unos téjanos y un jersey y bajó a toda velocidad en dirección a las voces.

—¿Dónde está? Quiero ver a Frances —aulló Phyllida.

—No grites, iré a buscarla —respondió Andrew sin levantar la voz.

—Aquí estoy —dijo Frances.

Phyllida era una mujer alta y delgada como un palillo, con una alborotada cabellera roja mal teñida y largas y afiladas uñas pintadas de violeta. Señaló furiosamente a Frances con una mano demasiado grande.

—Quiero a mi hija —dijo—. Me has robado a mi hija.

—No seas tonta —protestó Andrew, girando en torno a la histérica mujer como un insecto que intentara decidir dónde picar. Le posó una mano sobre el hombro, para tranquilizarla, pero ella se apartó. Entonces, súbitamente fuera de control, gritó—: ¡Basta! —Se apoyó contra la pared, intentando recuperar la compostura. Estaba temblando.

—¿Qué pasa conmigo? —preguntó Phyllida—. ¿Quién cuidará de mí?

Frances advirtió que ella también temblaba; tenía el corazón desbocado y le costaba respirar: aquella dinamo de energía emocional la estaba alterando, y otro tanto le ocurría a su hijo. De hecho, Phyllida, que los contemplaba con la mirada ausente de un mascarón de proa, estaba erguida y con aire triunfal, más serena que ellos.

—No es justo —se lamentó, señalando a Frances con las garras violetas—. ¿Por qué iba a vivir aquí y no conmigo?

Andrew se había repuesto.

—Vamos, Phyllida. —La sonrisa protectora apareció de nuevo en su rostro—. Sabes que no puedes hacer esto.

—¿Por qué? —Phyllida se volvió y centró su atención en él—. ¿Por qué ella tiene casa y yo no?

—Si tú también tienes casa —repuso Andrew—. Yo estuve allí, ¿recuerdas?

—Pero él se marcha y me deja. —Acto seguido, exclamó—: ¡Se marcha y me deja sola! —Luego, más tranquila, se dirigió a Frances—: ¿Lo sabías? ¿Sí o no? Piensa abandonarme, como a ti.

En cierto modo, ese comentario racional le demostró a Frances hasta qué punto Phyllida le había contagiado su histeria: estaba temblando, y sus rodillas parecían incapaces de sostenerla.

—¿Y? ¿Por qué no dices nada?

—No sé qué decir —consiguió articular Frances—. No entiendo a qué has venido.

—¿Que a qué he venido? ¿Y tienes la desfachatez de preguntármelo? —Y de nuevo se puso a gritar—: ¡Tilly! ¡Tilly! ¿Dónde estás?

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